En
todos los tiempos el ser humano ha sentido la necesidad de fabular, soñar,
deformar las cosas sucedidas para mejorarlas, mentir a los demás o mentirse uno
mismo porque tal fantasía se coló en nuestra memoria y sirve para explicar algo
incomprensible.
El
mejor libro de relatos de Paul Auster no lo escribió el autor neoyorquino:
“Creía que mi padre era Dios” recoge una parte de las historias que le enviaron
a un programa de la radio oyentes prácticamente anónimos (sus nombres o sus
iniciales no nos dicen nada de ellos). Son relatos presentados como verídicos
por los propios informantes y en los que no resulta difícil detectar la mano de
la fabulación, la memoria deformante o el eco de historias que siguen
circulando entre la gente, con la misma vitalidad que en la edad media.
En
una tierra como esta de Las Españas, tan poco dada a mirar sobre lo propio que
tenga algo de carácter y antigüedad, no abundan las recopilaciones de historias
orales contemporáneas, más allá del morbo por las llamadas “leyendas urbanas” y
tampoco parece que los Paul Auster de éxito en Madrid o Barcelona se muestren
muy interesados en la tradición popular, con ciertas excepciones situadas en
las culturas periféricas no castellanas.
A
poco que uno tenga afición por pegar la hebra con el resto de la humanidad, con
personas corrientes de vida corriente, más allá de nuestros cerrados círculos
personales o profesionales, notará que las leyendas, las fabulaciones, los
mitos, siguen tan vivos en la conversación habitual de la gente como lo han
estado desde que un ser humano tuvo la tentación de contar algo, no tal vez
como había sucedido, sino añadiéndole de propia cosecha un interés que no
estaba desarrollado del todo en la realidad.
En colectivos o grupos más o menos “cerrados” o con un margen muy amplio de autoidentificación: de los presos comunes a los altos ejecutivos de multinacionales, de los mineros o los policías a comunidades étnicas como los gitanos o los vaqueiros, a veces aparecen estas leyendas de manera más notable para el que las escucha desde fuera del grupo.
Me
vienen a la memoria tres ejemplos recogidos en otros tantos de estos grupos
“cerrados”. El primero, un relato, considerado verídico (como en los siguientes
casos) por el informante, un recluso veterano que en un acto literario en la
prisión de Villabona me lo contó. El protagonista de la historia era un
delincuente muy famoso tanto por sus múltiples fugas como por haber inspirado
una o dos películas sobre su vida. Mi informante aseguraba que lo había
conocido en nó sé qué cárcel y que allí el famoso delincuente se ganaba unas
perrillas a costa de la bisoñez de los novatos invitándoles a un juego de
apuestas en el qué siempre ganaba él: les mostraba una caja de fósforos, la
agitaba cerca del oído de la víctima para que pudiese percibir que dentro sólo
había una cerilla. “¿Cuántas cerillas hay en la caja?”, preguntaba, poniendo
una cifra a la apuesta. Si el novato contestaba que una, entonces él con una
gran chulería, extraía el fósforo de la caja, lo encendía y lo tiraba al suelo,
pisoteándolo. Luego le enseñaba la cajita vacía al novato: “Fallaste. No hay
ninguna”. Es un relato que me volvió a contar otro preso en la misma cárcel,
varios años después y en el que sólo cambiaba la identidad del protagonista, en
este caso un primo suyo. Que no era una historia de la tradición “local” de la prisión de Villabona, lo pude
comprobar no mucho tiempo después al oír en un programa de televisión el mismo
relato de la caja de fósforos a un tal Dieguito el Malo, un presidiario con
largas condenas y nuevo recordman en
fugas del mundo carcelario español, lo atribuia como cierto a una antigüo
compañero de rejas: “qué ese sí que era malo”.
El
siguiente ejemplo se lo escuché a un gitano que vende libros de segunda mano en
el Rastro del Piles en Xixón. Hablaba de Franco y decía que el dictador no se
había portado tan mal con los gitanos como con los quinquis. Su explicación:
durante la guerra civil le llevaron a Franco a una familia de gitanos
capturados cerca del frente. Los calés, lejos de amedrentarse ante el
autoproclamado Generalísimo, se presentaron ante él mostrándole sus respetos y
el más viejo de ellos, saludándolo como Príncipe de los Gitanos de España. A
Franco que le gustaba mucho la pomposidad y los grandes nombres -afirmaba mi
informante- aquello le cayó en gracia y dio la orden de que nadie bajo su mando
molestase a ningun gitano. Es un relato que se transmite en la tradición oral
de los roma españoles desde hace siglos y que remite a lo que diversos
cronistas recogen como cierto de la llegada a la península de los primeros
grupos de gitanos, unos venidos del Norte de África y otros a través de los
Pirineos. Se presentaban ante las autoridades locales como Reyes y Príncipes
Egiptianos, Condes, Duques, Marqueses...
El
tercer ejemplo me lo ofreció un vaqueiro del concejo de Belmonte de Miranda. Me
contó por sucedido cierto en su juventud la misma historia que relata
Jovellanos en una de sus famosas cartas a Ponz sobre los hechos que tuvieron
lugar en la parroquia de Ouviñana, en Cuideiru, cuando el día de la fiesta
mayor, los mozos vaqueiros, envalentonados por la sidra de la romería,
decidieron entrar en la iglesia parroquial para sacar la viga de madera que los
discriminaba de los xaldos (no vaqueiros) en el templo y arrojarla a un río,
terminando así con la infamante segregación en ese lugar. Mi informante aseguraba que no sólo lo había
vivido, sinó que él mismo había sido uno de esos mozos vaqueiros que sacaron la
viga, en su caso, de una parroquia mirandesa. Dudo que aquel paisano hubiese
leído a Jovellanos o conociese de segunda mano la historia y es más problable
que ya en los tiempos en los que la recoge como cierta el ilustrado xixonés
fuese una leyenda que circulaba entre las brañas de arriba y abajo del
occidente asturiano.
No
todas estas leyendas orales tienen el mismo interés literario o estético. Lo
corriente es que refieran sucesos no del todo extraordinarios, simples
episodios que si se siguen recordando y transmitiendo es porque conservan
alguna utilidad como elemento de cohesión social o de autoafirmación de una
comunidad o de una familia o de una vida.
En
esa maravillosa serie documental de la TPA que es “Güelos” de Ramón Lluis Bande
escuché por los menos a dos de los informantes relatar de pasada un episodio
que mi padre siempre contó por sucedido y real. Hablaban de los juegos de la
infancia y los escasos y pobres juguetes que les fue dado conocer en sus
tiempos. Ya digo al menos dos de estos “güelos” contaban que tuvieron un
caballo o un burrito de cartón y que en cierta ocasión se les ocurrió ir a
bañarlo a un río -tal como habían visto hacer a los mayores con sus
caballerías-, y claro, el caballo se había deshecho en el agua. Es la historia
que le oí contar a mi padre cientos de veces. En aquellos años los niños pobres
o medio pobres sólo podían optar a acariciar un caballo de cartón y es probable
que a más de uno se le viniese a la cabeza la mala idea de ir a bañarlo al río.
Sin embargo, me atrevería a asegurar que se trata de una leyenda, interiorizada
como real por aquellos niños o, ya de adultos, por aquellos hombres.
Una
característica común de las leyendas y relatos orales es su valor utilitario:
simbólico, didáctico, a veces meramente lúdico. La historia del caballo de
cartón que se diluyó en el río me gustaría pensar que es un perfecto ejemplo de
cómo las leyendas sirven en ocasiones para explicar lo inexplicable. El tema de
ésta bien podría ser el de la disolución de la infancia como edad de los juegos
y de la felicidad inmediata. No es preciso haber leído a Manrique, a John Donne, Cernuda o a Eugenio de Andrade
para entender que así funciona el ingenio de los símbolos y las metáforas en la
mentalidad humana: nuestras vidas son los ríos y la infancia un caballo de
cartón que se diluye en el agua ante la mirada espantada de un niño que aún no
sabe que ha dejado de serlo.
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