Las lecturas del azar. Después de casi dos
meses ordenando libros, la blblioteca de casa aún me regala sorpresas
inesperadas. La definición de fantasma, según James Joyce, en un libro
de Alberto Vega que daba por perdido: “¿Qué es un fantasma?
Preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta hacerse
impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.”
Amigo de las confortables monotonías, de las vueltas al mundo desde la
ruta circular de las calles de La Felguera o Sama, cordial, prudente,
discreto. Al poeta Alberto Vega sólo la Muerte le fue capaz de
desbaratar sus rutinarias y admirables costumbres, incluída la última
con la que la desafiaba desde la enfermedad: su columna semanal en el
diario “El Comercio” de Las Cuencas.
Recuerdo perfectamente la
última vez que nos vimos porque aquella tarde en el parque viejo de La
Felguera la propia Muerte andaba por allí merodeando. Después de
participar en un acto literario junto a Vanessa Gutiérrez y Xuan Bello,
estábamos conversando con Alberto en un grupo y por el paseo central del
parque pasó Luis Cadórniga, de los Polino, un primo hermano de mi
padre, con el que siempre tuve una relación muy cercana. Iba del brazo
de su mujer Ángeles, como todas las tardes, camino de la terraza de la
Sidrería el Parque a tomarse una pintina de vino. Al verme, en lugar de
acercarse a saludar, me hizo un gesto extraño con la mano, sonriendo.
Como en el relato del Mercader de Bagdag, de las Mil y Una Noches, el
gesto que yo interpreté como saludo afectuoso era en realidad un gesto
de despedida. Ignoraba también entonces que cuando estreché la mano del
poeta Alberto Vega esa tarde al marcharme, con el deseo de volver a
vernos pronto, iba a ser la última vez en la que nos encontráramos.
Me acuerdo de esa tarde con emoción porque nunca más volví a ver con
vida a ninguno de los dos. Pocos meses después, con escasas semanas de
diferencia, nos despedíamos -ya sin posibilidad de un gesto compartido-
en la iglesia de San Pedro de La Felguera, un templo que siempre me
pareció que tenía algo de sinagoga, no sé si porque sólo he tenido
ocasión de entrar en él en funerales de gente querida y por encima de la
palabrería hueca y formularia de los responsos del cura, había algo
allí, un misterio íntimo que me unía a otras personas con las que sólo
tenía en común el dolor de esos momentos.
En los poemas de
Alberto Vega abundan los fantasmas y las apariciones o desapariciones
espectrales. “Fantama” se titula precisamente el texto que encabeza la
cita de Joyce, aunque de todas las composiciones reunidas en ese volúmen
“Cuaderno de la ciudad” (que repoduce en una cubierta y contacubierta
de Helios Pandiella el diseño y el propio papel de los cuadernos de
ejercicios de caligrafía de las escuelas de los setenta), la que
prefiero y no puedo leer hoy sin un cierto estremecimiento por lo que
tiene de profética, es la titulada “Zona”. Alude a la que fue zona
juvenil de copas en los años ochenta en el popular barrio felguerino de
La Pumar y que hoy es sólo un populoso rincón de calles nuevas con
edificios de pisos que se han comido a las viejas casucas, donde los
espacios que ocupaban los bares nocturnos albergan ahora ruidosas
sidrerías y vinaterías.
Zona
Aún se llena de muchachas y de círculos
la plaza aquella, giran todavía
en la tarde los colores de sus ropas
por las calles del barrio hasta perderse luego
entre el humo delirante y las cervezas
(Ellos saben que a la hora acostumbrada
se irá tanto deseo de los ojos.
Algunos permanecen aguardando la música
improbable y feliz de una aventura).
Yo nunca más he vuelto, aunque se dice
que un hombre sin pasado algunas noches
-especialmente tristes- contempla las paredes
y fuma silencioso y se emborracha
y paga con decoro y se va y nadie sabe
que ha cumplido una cita con sus sueños de aire.
Tampoco uno ha vuelto a aquella plaza desde que pasó allí sus últimas
noches de copas en el año 86 y cuando lo ha hecho al lugar que entonces
era la Zona por excelencia de buena parte de la juventud del Valle del
Nalón, ya todo había desaparecido y cambiado, ni siquiera había ya
ruinas ni escombros de todo aquello. En ciertas noches -especialmente
tristes de invierno y con niebla-, tal vez si acompañásemos a aquel
fantasma de los versos de Vega, podríamos desvelar entre las sombras la
visión sobrenatural de una especie de Zona Cero (la única especie de
Zona que podría ser ya) en la que las almas en pena de todos los que
perdieron el camino antes de llegar a cumplir los treinta o los cuarenta
vienen a congregarse aquí en compaña non sancta, algunos de ellos,
seguramente sin haberse enterado del todo de su actual condición de
difuntos. No se alumbran con fachos de cera ardiente como sus parientes
de épocas más crédulas y si se ve el destello débil de una llamita,
seguro que no es el alma de naide, tal vez sea uno de los supervivientes
que viene a cocinar en su cucharilla o su papel de plata el último
suspiro que le une al mundo de los vivos.
Si se acaba perdido
por ahí una de esas noches de Walpurgis para espectros locales o
transeuntes, cualquiera de los luminosos y sencillos poemas de Alberto
Vega podría servir como esconxuru para salir de ella y volver a la
bendita realidad de los días grises. Versos como esos titulados “Centro”
y que en el caso si son proféticos es porque nos recuerdan que una de
las formas de felicidad que nos promete la literatura y que en pocas
-siempre merecidas- ocasiones cumple, es el de la pervivencia de una voz
y unas pocas palabras verdaderas más allá de la vida de quien las
escribió. Lo sabía -con su discreta y prudente clarividencia- nuestro
admirado amigo Alberto:
Hay un sabor a nada en cada trago,
en cada gesto avanza una prisa sin olas,
sin sentido los pájaros
sobrevuelan la luz roja de un semáforo,
fruta imposible y vana. Crece un canto
de peces de latón y hojas enfermas
en oídos abstractos,
un rumor a hombre solo por debajo del ruido.
Yo camino despacio
(Es decir, estoy vivo).
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