Estaban tocando los timbales tranquilamente y
de pronto, a una señal del senegalés inmenso que danzaba a su alrededor,
se hizo el silencio más absoluto.
Pocos de los allí presentes parecieron entender el francés criollo en el que gritó con toda la fuerza de los pulmones:
- ¡Soy el profesor Baubou y puedo arrancaros el corazón a bocados!
Unos sonrieron, otros lo miraron espantados, la mayoría aplaudió.
Volvieron a repicar los timbales y el danzante dio tres giros
enloquecidos de derviche y se quedó de rodillas, desafiando al público
con la mirada.
- ¡Puedo arrancaros el alma!
Luego se irguió de un salto y rubricó su amenaza con una estruendosa carcajada.
Yo había comenzado a tirar fotos y al escuchar el segundo alarido de
aquel tipo, guardé la cámara discretamente en la faltriquera y me
confundí con el grupo de gente que observaba a los músicos y al
danzarín.
Algunos se acercaron tímidamente a depositar monedas
sobre la funda de uno de los instrumentos. Los demás optamos por seguir
nuestro camino por el recinto de la feria.
En un lugar más
tranquilo, con una caña de cerveza en la mano y un cigarrillo en la
otra, recordaba la historia que me contó hace tiempo mi amiga A. Una
noche de verano en un bar de Cimavilla me hablaba de su reciente viaje
en solitario por Senegal.
Era una noche de finales de julio,
calurosa y húmeda, en la que sonaban más verdaderas las memorias frescas
de su periplo africano. En el bar se escuchaban los punteos
melancólicos de la guitarra de Cheick Lo y su voz serpenteante y
profunda como un canto de culebra. Mi amiga se había acercado a la barra
interior para pedirles que pusieran aquel disco. La canción que oíamos
-me dijo- contaba la historia de una chica a la que le habían arrancado
el alma a bocados y vagaba por el brumoso país del extrañamiento, sin
recordar su nombre, contestando como Ulises, a todos los que se lo
preguntaban que su nombre era Nadie.
Ella había conocido a una
chica similar en Dakar. Ésta sí recordaba su nombre, vasco del Norte,
como ella: Itxaso. Era de Sara, en Labourd (Lapurdi en eusquera) y no se
sabía muy bien, después de andar dando vueltas por media Europa, sin
rumbo fijo, había acabado con una amiga bretona en Senegal. Trabajaron
como guías en un hotel para turistas europeos de otro vasco, éste del
sur y ya bastante viejo por aquel entonces, un antiguo contrabandista de
vida barojiana, que no podía volver a su país por graves cuentas
pendientes con la justicia. El viejo aventurero estaba enfermo y no
tenía familia ni amigos en quien confiar en aquel país. El caso es que
tras un agravamiento de su enfermedad les cedió la propiedad del hotel a
Itxaso y a la bretona. Durante unos cuantos años explotaron con éxito
el establecimiento. Luego la chica bretona murió en un accidente de
automóvil y se quedó la de Sara al frente del negocio.
Fue por
entonces cuando a Itxaso le arrancaron el alma del cuerpo. En principio
todo empezó como un prosaico asunto de competencia comercial. A unos
cien metros del hotel que regentaba la vasco-francesa un empresario
local había construído un complejo hostelero veinte veces más extenso
que aquél, con playa privada, circuito de aguas termales, campo de golf,
casino y discoteca. El propietario disponía a la vez de una amplia
agenda de contactos en el gobierno y en las distintas agencias
internacionales de operadores turísticos, que favorecía aún más la
prosperidad de su negocio. El hotelito de Itxaso nada podía hacer por
competir con su poderoso vecino, sin embargo a éste se le había metido
entre ceja y ceja que una extranjera y además mujer le hiciese sombra,
aunque fuese una sombra muy pequeñita y difícilmente perjudicial para el
desarrollo óptimo de su complejo de hostelería.
Un día el
magnate se presentó en la recepción del hotel de Itxaso con la intención
-dijo a la recepcionista nativa- de fecilitar personalmente a la
propietaria por el éxito de su negocio y a la vez ofrecerle un regalo en
prueba de buena vecindad. Cuando la tuvo delante, con gran cortesía le
transmtió toda su admiración por lo bien que había sabido continuar y
mejorar la gestión del hotel tras la retirada de su antiguo propietario.
Tras la felicitación colocó encima del mostrador de la recepción un
maletín y al abrirlo le mostró un delicado estuche en cuyo interior se
guardaba una serie limitada y numerada de diamantes de valor
incalculable. “Le ruego acepte este modesto detalle -le dijo- en prueba
de mi admiración”. A continuación extrajo del maletín algo que denominó
“un segundo obsequio”, era un contrato de compraventa de su hotel por un
precio que él aseguró diez veces superior al valor real del
establecimiento. Nunca había dudado de la capacidad de la mujer para
dirigir su negocio ni para los negocios de éxito en general -intentó
adularla-, sólo le faltaba dar un paso más para que él se rindiese a su
buen hacer empresarial, que tuviese la visión de futuro suficiente como
para venderle el hotel al precio que él y sus asesores financieros
habían fijado en el contrato.
Itxaso sonrió, agradeció todos
los elogios y rechazó el estuche de los diamantes. Tampoco estaba entre
sus planes poner en venta el hotel, le dejó claro al ávido magnate. Él
insistió: “piénsatelo bien, no va a haber nadie que te haga una oferta
mejor” y luego pasó directamente a las amenazas veladas: “yo tengo
muchos contactos, si quisiera sabría la manera de perjudicarte en tu
negocio”. Las últimas palabras del empresario fueron una amenaza en toda
regla: “Si ésa es tu última palabra, no dudes que te vas a arrepentir.
Ni siquiera necesito perder el tiempo hundiendo tu miserable negocio. Un
día vendré y te arrancaré el alma a bocados”.
Mi amiga A. y yo
pedimos otra copa mientras desde el interior del bar seguía sonando el
disco de Cheick Lo con su guitarra de cristal amargo.
-
Supongo que en el mundo de los negocios ese tipo de amenazas son moneda
corriente, si me permites el fácil juego de palabras -dije yo,
prefiriendo que me tomase por superficial, antes de mostrarle el
verdadero terror que me había producido la sentencia del magnate de
Dakar-.
- En este caso -replicó ella, mojando los labios en la copa que nos acababan de poner- la amenaza era real y literal.
Me relató entonces, tal y como la propia Itxaso se lo había contado,
que una noche había acompañado a un grupo de huéspedes europeos de su
hotel a una zona de copas de la ciudad, donde confluían todos los
turistas de paso por Dakar, un lugar tranquilo al que había acudido
cientos de noches acompañando a los clientes de su establecimiento. En
esa ocasión -no sabía bién cómo ni por qué- se había dejado embarullar
por un joven senegalés muy atractivo y había abandonado al grupo que
acompañaba para irse con el chico a una playa cercana a esa zona de
copas. Allí sus escarceos eróticos los llevaron a revolcarse por la
arena. Ella estaba algo bebida y se dejaba llevar por las manos
apresuradas del joven. Entonces, mientras sus labios se fundían en un
lío de lenguas e Itxaso sentía la erección de su compañero rozándole el
vientre, el joven la empujó con violencia sobre la playa.
-
¡Te voy a arrancar el alma a bocados! -gritó, agarrándola por el cuello
con una brutalidad que estuvo a punto de asfixiarla y que le hizo perder
el conocimiento.
Cuando lo recobró, sintiendo el frío de la
mañana en una playa donde unos cuantos turistas ingleses borrachos se
lanzaban desnudos contra las furiosas olas de la pleamar atlántica,
tenía la sensación de que no le quedaban fuerzas para levantarse ni
siquiera para pensar. En las angustiosas horas que pasó tendida entre la
arena sin ser capaz de incorporarse le golpeaba en la cabeza como un
martillazo la voz de aquel tipo con el que se había equivocado tanto la
noche anterior:
¡Te voy a comer el alma a bocados!
Itxaso no regresó a su hotel. Después de conseguir incorporarse y
recomponer su ropa, vagó durante horas por aquella zona de copas
turística en la que tantas noches había hecho de guía para sus
huéspedes. Siguió vagando perdida, sin saber bien por donde iba,
adentrándose por las calles que no frecuentan los turistas de Dakar.
Mi amiga A. la había encontrado en la antesala del aeropuerto de Dakar
pidiéndoles unas monedas a los turistas europeos que descendían de sus
taxis para entrar en la terminal. A mi amiga la había conmovido aquella
mujer, sucia, envuelta en lo que había sido un vestido corto de seda y
entonces no era n más que cuatro harapos deshilachados, con el cabello
rojizo y enmarañado ocultándole la mirada. La invitó a comer y beber
algo caliente en la cafetería del aeropuerto y se ofreció a ayudarla
comprándole un billete para que pudiera volver a su país. Itxaso aceptó
la invitación en la cafetería y rehusó no ya el billete de vuelta a
Europa, sinó la sóla posibilidad de volver. Mientras devoraba -mi amiga,
recuerda con una compasión, no exenta de veracidad: “como un animal
muerto de hambre”- un plato de pasta y se bebía por el gollete de la
botella tres cervezas, le iba contando su historia y el final de ella,
que eran unos puntos suspensivos, escalofriantes, en los que intentaba
explicar su negativa a abandonar la pesadilla en la que se encontraba
sumida y la aceptación inexplicable de aquel destino sin ninguna salida:
“No es fácil de entender y no todo el mundo puede entenderlo. La vida
no siempre es comprensible. ¿Entenderías tú algo si yo te digo que a mi
me arrancaron el alma a bocados?”.
Sem comentários:
Enviar um comentário