quarta-feira, 31 de outubro de 2012

cambio de régimen

Su majestad se despertó con un gran bostezo. Un ruidoso jaleo proveniente de algún lugar cercano había interrumpido bruscamente su siesta. Con un feroz rugido llamó a su chamberlán, que se presentó volando.
 

- Señor... -cabeceó el córvido secreario, haciendo una gentil reverencia con el ala derecha.
 

- ¿Qué demonios es ese guiriyay que me ha sacado de la real siesta?
 

- Son los monos, Señor -respondió el chamberlán-, llevan toda la tarde alborotando. Comenzaron los chimpancés y les siguieron los babuinos, ahora se les han unido también los gorilas que bajaron de la montaña y me temo que la algarada ya habrá alcanzado el corazón de la sabana: al venir he visto cebras y antílopes, gacelas, una manada de búfalos y a lo lejos se escuchaban amenazantes bramidos de rinocerontes y elefantes...En la charca también hay movimientos: los flamencos, las cigüeñas y las grullas, parecen estar preparándose...Supongo que también los cocodrilos y los hipopótamos...
 

El Rey sacudió su poderosa melena, mostrando los colmillos.
 

- Pero ¿qué quieren esos desgraciados? ¿Qué piden?
 

El secretario permaneció en silencio, sin abrir el pico.

Su majestad rugió de impaciencia.

- Me temo, Señor -informó el cuervo-, que vuestros súbditos piden la instauración de la República. Incluso vuestros más fieles guardianes, las hienas y los chacales, están con la revuelta.

- ¡Ingratos! -bramó el Rey-. Está bien. Si eso es lo que quieren no seré yo quién me niegue a una petición del pueblo. ¡Convocadlos a todos y decid que Su Majestad quiere hablarles!

El chamberlán hizo venir a un macaco amaestrado que sabía imitar a la perfección la llamada de Tarzán, si bien en tono más agudo. El aviso se escuchó en toda la jungla, en la sabana, en las montañas y en los humedales.
Cuando todos estuvieron reunidos ante la presencia del Rey, abrió éste sus enormes fauces hasta dejar a la vista las amígdalas y emitió un rugido que hizo temblar hasta la última hierba de sus dominios.

- Ha llegado a mis oídos -comenzó diciendo- que no estáis conformes con nuestro actual régimen y que pedís la instauración de la República. ¿Es así?

Un silencio sepulcral recorrió los hocicos, los picos y las trompas de todos los congregados. Tan sólo un joven mono aullador se atrevió a gritar, escondiéndose tras los amplios lomos de un rinoceronte:

- ¡Así es! ¡Viva la República!

Su majestad alzó las orejas, husmeó con su bigotudo hocico en el aire e impulsándose con sus musculosas patas traseras saltó entre la multitud para caer sobre el desdichado autor del grito. En un abrir y cerrar de ojos lo aplastó de un zarpazo y empleando sólo uno de sus colmillos le arrancó el corazón y se 
lo comió, con displicente parsimonia, relamiéndose después.

- Si queréis la República, no seré yo quien se niegue a una demanda popular -dijo, apartando con el rabo al aterrorizado rinoceronte tras el que se había intentado ocultar el mono aullador-. Muy bien...Sea lo que pedís: ¡Queda proclamada la República!.

El chamberlán asintió con el pico. Batió sus negras alas en señal de aprobación.

- Desde ahora -concluyó el león-, yo seré vuestro Presidente.

terça-feira, 30 de outubro de 2012

puerta equivocada

Hace tiempo trabajé en una Compañía de Seguros. Además de vender pólizas, a veces tenía que sustituir al cobrador de Decesos por los domicilios. 
En cierta ocasión, tras el fallecimiento de un asegurado, me enviaron al domicilio familiar de éste para regularizar unos costes añadidos que se habían producido en el sepelio.
Recuerdo el lugar, un caserón viejo, de tres pisos, sin ascensor y una bruñida escalera de madera que rechinaba en cada paso. Llamé al timbre. Un anciano de rostro fatigado y pálido me abrió la puerta.  Por la expresión apagada de sus ojos, deduje en ese momento que tal vez era ciego.
- ¿Don Francisco Fernández López? -pregunté.
Me di cuenta inmediatamente de mi desliz. Aquel hombre me había puesto nervioso y me limité a leer el nombre del titular de la póliza, en lugar de preguntar por sus familiares.
- Usted, disculpe. Preguntaba por los familiares del fallecido...
El anciano inclinó el rostro hacia mi.
- ¿Qué fallecido? 
La copia de la póliza me cayó al suelo. La recogí, incorporándome, torpemente.
- Buscaba a los familiares del difunto, de don Francisco Fernández López...Soy de la Compañía de Seguros...
Sentí la voz del anciano muy cerca, anque no percibí su aliento.
- No, me temo que no... -murmuró, sin modificar su expresión sombría-. Pero qué casualidad...Yo también estoy muerto.
Di un paso atrás, alarmado al comprobar que no se trataba de un ciego, sino de un loco.
- Perdón, creo que me equivoqué de puerta -dije, bajando precipitadamente las escaleras.
Su voz me persiguió hasta la salida por el portal y aún me pesigue:
- No, creo que el que se equivocó de puerta he sido yo...

un partido mejor

En la peluquería canina me habían dicho que volviese en una hora a por Yola. La tarde, tenuemente soleada, después de tantos días lloviendo, invitaba a quedarse paseando por el parque de Los Pericones o sentarse en algún banco hasta que llegase el momento de recoger a la perrina. Opté por esto último y me puse a hojear los fascículos de una vieja enciclopedia de cine que andaban por casa de mi mad
re. Salían semanalmente hace unos treinta años y yo corría cada lunes a la librería Bélter de Sama a por cada nueva entrega con esa inocente emoción por las novedades que sólo se siente cuando uno es demasiado joven.
Hojeaba un fascículo que tenía en la portada un retrato de Clark Gable y de pronto una vocecilla ronca y profunda me hizo alzar la cabeza.
- Te importa que me siente...
Era una señora bastante mayor, caminaba apoyada en dos bastones y llevaba el pelo teñido de violeta.
- Siéntese, cómo no.
Estuvo un rato largo allí a mi lado sin decir nada y cuando estaba ya a punto de marcharme, lanzó un suspiro muy teatral.
- ¡Clark Gable! ¡Qué hombre! Cuando era una chiquilla estaba perdidamente enamorada de él.
Sonreí, dejando que se explayase.
- Si hubiese aparecido en persona para decirme que me fuese con él al último lugar del mundo lo habría seguido como una tonta...
- Seguro que acabó usted encontrando un partido mejor -dije, por darle un poco de coba-.
- No se crea -respondió ella con cierto desparpajo.
- ¿Entonces?
Ella sonrío con un guiño de complicidad:
- Estaba enamorada de Clark Gable y, para que vea lo que son las cosas, al final me casé con Spencer Tracy.

sábado, 27 de outubro de 2012

habitación de una noche

Llevaba muchas horas conduciendo y aunque mi propósito era hacer noche ya en Portugal, en A Póvoa de Varzim -como tantas veces-, en el momento en que noté que empezaban a fallarme los reflejos, me dispuse a parar en el primer garito que encontrase por el camino.
A un par de kilómetros de Porriño mis faros vislumbraron el cartelucho de lo que parecía un hostal de carretera. 

Detuve el coche y me acerqué a la única puerta que aparecía iluminada por el tragaluz. Era el único signo de vida que se detectaba en todo el viejo caserón de piedra labrada y techo, medio de teja, medio de huralita. En el dintel del portal había un letrero rotulado en gruesa caligrafía: "Llamar.24 Horas.". Por ningún lado había aviso de que el hostal estuviese cerrado, de modo que pulsé el timbre.

Al rato sentí unos pesados pasos golpeando escalones de madera. Me abrió un hombre mayor de aspecto cansino y unas imponentes ojeras del color de los cardenales. No pareció sorprenderse de mi llegada. Me dio las buenas noches con una absoluta indiferencia, sin mirarme siquiera a la cara.

- Supongo que viene usted a revisar las cañerías -dijo, sin volverse e invitándome con un vago movimiento de la cabeza a seguirle, escaleras arriba-.
No es una hora muy católica para venir, pero bueno, a mi tampoco me importa mucho. ¿Sabe? Como no pego ojo por las noches, bien recibido sea. Así me entretengo un rato...

Balbuceé, sin llegar a articular palabra, señalando a la vez mi bolsa de viaje.

- Mire, en realidad...Yo...

El anciano siguió andando hasta el último peldaño y entonces se volvió.

- Ah...La herramienta. Puede subirla hasta el cuarto. Si necesita algo, por ahí debo de tener yo material...Siempre me gustaron las chapuzas. Ahora...ya con la edad...

Hice un acopio de ánimo y alcé la voz, tan sereno como fui capaz.

- Perdone usted, señor. Yo sólo quiero saber si tiene un cuarto libre para pasar la noche. 

Me miró como si acabara de aparecer en ese mismo instante.

- ¿Un cuarto? Entonces ¿no es usted el sobrino de Moncho, que viene a mirarme la avería? ¡Acabáramos!

No supe cómo interpretar su última expresión. Señalé de nuevo mi equipaje.

- ¿Tiene usted algún cuarto libre?

Logré subir el último peldaño y ponerme a su altura.

- ¡Le pregunto si tiene usted una habitación para pasar la noche! -grité- ¡A ver si nos aclaramos!

Esbozó una lúgubre sonrisa.

- ¡Acabáramos! -repitió-. Tengo todos los cuartos libres, puede usted coger el que quiera...No necesita ni llave. Aquí no se cierra ningún cuarto con llave. Nunca se cerró desde que lleva abierto el hostal...Y van ya más de cincuenta años. En todo ese tiempo nunca tuvimos un problema con nadie. 

Me alarmé un poco al escuchar que iba a dormir en un cuarto sin la posibilidad de poder cerrarme por dentro. Aunque el anciano parecía inofensivo, no me hacía ninguna gracia pasar la noche en una pensión de mala muerte donde no se estilaba la costumbre de cerrar las habitaciones con llave. Nunca me había encontrado en una situación similar.

- No sé -respondí-, en ese caso, me da igual...Bueno, ¿si fuese posible un cuarto con ventana?

El hombre fue abriendo las puertas de las cinco o seis habitaciones de la galería. En la última se quedó un rato jugando con la manecilla de la puerta. Se giró hacia mi y con una expresión entre el asombro y la ferocidad, casi aulló:

- ¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa? 

Por primera vez sentí miedo.

- El cuarto -le contesté, suavizando el tono de voz, como dicen que hay que hacer con los niños irritados y las personas a las que se les ha ido algo la cabeza-. Me estaba usted enseñando los cuartos para ver en cuál podía pasar la noche. ¿No se acuerda? Si quiere le pago ahora, por adelantado.

Asintió con la cabeza, sin mucha seguridad.

- Ah, sí...Coja usted el cuarto que quiera. Y si necesita algo estoy abajo viendo la televisión...Como no pego ojo en toda la noche...

Para terminar con aquella situación y poder retirarme a descansar cuanto primero, empujé con la bolsa de viaje la puerta que tenía justo al lado. Encendí la luz y le di las buenas noches.

El cuarto me recordaba a los de esas decrépitas pensiones de Lisboa y Porto donde hace más de veinte años, cuando era joven, le encantaba sentirse
fuera del tiempo o de la vida ordinaria, y a las que hoy, menos inocente y romántico, uno prefiere cualquier impersonal habitación de hotel donde uno no tenga la impresión de estar acostándose en la mortaja de un sifilítico tuberculoso, rodeada de la marcha nocturna de chinches y cucarachas. En todo caso estaba rendido, agotado hasta el límite de mis fuerzas por la conducción seguida durante tantas horas y que en aquel tira y afloja demenciado con el patrón del hostal había llegado ya al extremo total. 

Me acosté, introduciéndome entre las sábanas con la luz apagada, para evitar cualquier susto de última hora y no tardé en dormirme.

Un violento terremoto en la puerta de la habitación me despertó de pronto.

- ¿Quién anda ahí? -una voz angustiada y colérica acompañaba los golpes en la hoja de la puerta- ¿Quién anda ahí? 

Entre los párpados aún pegajosos de sueño vi una figura humana abrir de golpe y avalanzarse sobre mí:

- ¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa? ¡Voy a llamar a La Guardia Civil ahora mismo si no se marcha!

Me levanté de un salto, como había visto hacer tantas veces en los telefilmes a los que se ven sorprendidos de esta manera en su cama. Tuve que sujetar al patrón del hostal por las muñecas para evitar que, como mínimo, me estrangulara.

- ¡Tranquilícese! -ordené, más que intentar sosegar al atacante-. ¡Y déjeme hablar! 

Lo solté, mirándolo a los ojos. Intenté una sonrisa.

- Esté usted tranquilo, hombre. ¿Cómo se llama usted? Antes, cuando me enseñó los cuartos del hostal, creo que no me lo dijo...

El anciano pareció sosegarse. Con la mirada perdida, se sentó en la silla que había enfrente de mi cama.

- Abilio. Me llamo Abilio...Perdóneme, sentí ruidos aquí arriba, pensé que eran ladrones...Hace tiempo que no tengo huéspedes...Me asusté...

No le repliqué que el asustado era yo ni que aún me temblaba la sangre en las venas. Encendí un cigarrillo para intentar recobrarme del sobresalto. Pensé que ya no iba a ser posible dormir después de la inesperada irrupción del viejo fondista en mi cuarto.

- ¿No tendrá usted una copita de aguardiente para mi, Abilio? 

- Claro que sí. No faltaba más, después de la que le armé. Venga, venga conmigo abajo, que le voy a convidar al mejor aguardiente de toda Pontevedra. Me lo destila un amigo, de A Cova da Serpe, de aquí al lado, que hicimos los dos la mili juntos en El Ferral de León...¡El Mejor aguardiente de toda Pontevedra!

Lo seguí, escaleras abajo, hacia la vivienda. Me invitó a sentarme en una larga mesa cuadrangular en la cocina. Al lado palpitaba el fuego en los rescoldos de un fogón.

- No, ahí no se siente -me indicó Abilio-, en esa silla se sentaba mi madre, a miña nai , que Dios en gloria tenga...

Hice ademán de sentarme en la silla que estaba junto a aquella y que tenía un cojín lleno de pelusa y polvo.

- No, ahí, tampoco...Esa era la silla de O Moucho, un gato que tuvimos muchos años y que era como de la familia...¡Animaliño!

Esperé de pie a que él me señalase el asiento que me correspondía y el anciano apuntó con el índice para la silla que estaba más cerca del fogón.


- Ahí, no se sentaba nadie de esta casa -dijo, colocando un par de vasos sobre el hule de la mesa-. Puede sentarse tranquilo.

Llenó los vasos con aquel aguardiente que era, según su loa, el mejor de toda Pontevedra y que a mí, simplemente, me pareció el de mayor graduación alchohólica que había bebido nunca en Galicia. Sacó un librito de papel de liar de un bolso del chaleco y de otro bolso una cajetilla de Ideales. Preparó el pitillo con un esmero que tenía el mismo ritmo de las lentas y minuciosas narraciones orales que me fue relatando y que venían a resumir el medio siglo del hostal que abrieran sus padres y que luego él heredara.

- Una vez paró aquí un transportista portugués...Pidio un cuarto, como usted y algo de cenar. Le servimos lo único que había: un par de huevos fritos con chorizo y patatas. Se fue a dormir. A la mañana siguiente, la moza que teníamos para limpiar los cuartos y hacer las camas, bajó corriendo a esta misma cocina.... gritaba como una loca. El portugués se había muerto durmiendo. Llamamos a la Guardia Civil. Ellos llamaron a la policía de Portugal, a la Gardinha, que le llaman por allá. Entre ellos arreglaron la manera de llevar a aquel hombre para que le dieran reposo en su tierra. El camión siguió ahí, justo donde tiene usted el coche aparcado. Nadie se quería hacer cargo de él. Un día, pasé yo junto al camión y donde tiene la cabina, olía muy mal,
un fedor espantoso, nunca olí algo tan espantoso...Pasaban los días y aquel fedor nos llegaba hasta la casa. Di parte a la Guardia Civil. Se presentaron y abrieron la cabina del camión. ¿Sabe lo que había dentro? Ni más ni menos que una mujer descuartizada...Lo que quedaba de ella...Todavía me acuerdo de aquel olor, nunca olí algo tan espantoso...Sí, señor, por este hostal, pasaron muchas peripecias...

El aguardiente me había llevado a un estado en el que me limitaba a asentir a cada una de aquellas historias truculentas o divertidas que Abilio hilaba una con otra, preso de una repentina euforia. La botella de aguardiente se iba vaciando, mientras el patrón de la fonda contaba y contaba, y yo asentía, pidiéndole que siguiera relatando, que por mí, no tenía ninguna prisa.

De pronto el anciano interrumpió su animada narración y me dirigió una mirada poco amistosa:

- ¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa? ¡Voy a llamar inmediatamente a la Guardia Civil?

Yo ya no tenía fuerzas para oponerme a nada. 

- Abilio -dije, como buenamente pude-, tranquilícese. Me tomo esta copa y me voy a dormir. Lo dejo aquí con sus cosas y mañana será otro día, Abilio...

El anciano seguía mirándome con una desorbitada fiereza:

- ¿Abilio, qué Abilio? ¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa?

- ¿No se llama usted Abilio? -repliqué, sin saber muy bien lo que decía-. ¿Me quiere volver loco?

Se levantó apuntándome con el índice de la mano derecha.

- ¡Usted es el que quier volverme tolo! ¡Ahora mismo llamo a la Guardia Civil! 

Debí dormirme sobre la mesa. Me despertó un manotazo en el hombro.


- ¡Eh, despierte! ¡Arriba, ya está bien!

Abrí los ojos, dos agentes de la Guardia Civil me zarandeaban. Por un momento creí que seguía soñando una pesadilla.

- ¡Ya es hora de despertar!

El guardia que me gritó al oído me hizo una especie de cosquillas bajo el brazo. Salté de la silla.

- ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? La documentación, por favor...

Intenté despejarme. Busqué el DNI en el bolso de la chaqueta. Mientras lo examinaban los guardias comencé a relatarles cómo había llegado a aquel hostal de mala muerte de noche, cómo me había recibido el dueño...

Entonces reconocí la voz de Abilio. Se colocó entre los dos guardias, con la cabeza haciendo nones y la mirada caída hacia el suelo.

- Perdonen ustedes, señores -decía-. Este caballero es un huesped del hostal que vino a pasar la noche y no sé bien por qué les llamé...Debí asustarme al oir ruidos arriba...Pensé que eran ladrones...Hace tiempo que no para nadie aquí...Perdóneme usted también, amigo...Últimamente no ando muy bien de la cabeza...

sexta-feira, 26 de outubro de 2012

entre líneas


Es un lugar común que en los puestos de bouquinistas del Sena poca cosa interesante se puede encontrar en materia de libros. Acaso alguna estampita del París existencialista, una postal que nos llama la atención.
 

Lo cierto es que aquella mañana yo habia vislumbrado entre infumables panfletos políticos de los setenta y best sellers americanos, un librín que llevaba el sugerente título de "L'Abcedaire de Colette". Aparté sin mucha delicadeza los panfletos y lo tomé en mis manos. 

Al abrirlo se me fueron los ojos detrás de las numerosas fotografías de la escritora: de niña, de odalisca, vestida de gato, en su vejez rodeada de almohadones y flores... Corría de ilustración en ilustración fascinado por las camaleónicas transformaciones de la larga vida de Colette y sólo unos instantes depués me di cuenta de que se trataba de una edición defectuosa. El texto aparecía desenfocado e ilegible, como si se le hubiese corrido la tinta. En mi imposible francés le hice notar al bouquinista el defecto del ejemplar.

- No se lo niego -me contestó en un perfecto español de Latinoamérica-. Aunque tal vez pueda interesarle por lo que contiene entre líneas.

Admiré su sentido del humor y a pesar de que me pareció un chiste fácil, le ofrecí un par de euros por las ilustraciones del pequeño volúmen.

- Se lleva usted una joyita -añadió el vendedor-. Mire por qué se lo digo...

Y quitándome el librito de las manos lo abrió al azar y me lo mostró inclinando las páginas hacia la luz del sol. Acerqué la vista: no había hecho un chiste fácil, entre aquellas líneas borrosas e ilegibles, alguién con una letra pulcra y clara había ido trazando lo que parecían glosas o reflexiones a propósito de la obra de Colette.

Se lo enseñé a Mercedes y me devolvió una mirada llena de asombro.

- ¡Un libro cifrado! -dijo ella-. Parece una historia de Wilkie Collins...

Le di de buena gana los dos euros al librero y nos fuimos a una terraza del boulevard de Saint Michell a intentar descifrar aquellas frases caligrafiadas minucionsamente entre líneas.

Nos sentamos junto enfrente de la fuente que da nombre al boulevar. Mercedes contempló al jinete dando muerte a un dragón con su lanza y observó:

- Es igual que el de la iglesia de Valga...-siguió, con esa costumbre que tiene de pensar en voz alta-. Claro ¡es que el patrón de Valga es San Miguel!

- Seguramente tuvo el mismo pensamiento tu paisana Carolina Otero, La Bella Otero, la primera vez que vio esta fuente...-añadí.

Luego nos sumergimos en nuestro hallazgo. Lo abrimos, como el bouquinista, al azar. La entrada que abría la página llevaba el epígrafe de "Bêtes" y comenzaba recordando una cita de Colette: "M'émerverveillerai-je jamais des bêtes?".

La mano paciente del anónimo glosador escribió bajo la frase: "Los animales son dulces y cálidos como la leche materna, como el beso urgente de dos amantes".

Volvimos a probar el azar. El librito se abrió por la M de "Mémoire". Otra cita de Colette: "J'empoigne de ma mémoire crochue, le petit bout de tige ligneux qui tenait suspendu ce bel oursin vert...".

Con dificultad logré traducir el comentario manuscrito:

"Los galenos hipocráticos detectaban el humor negro de la melancolía en la bilis del hígado, mis humores negros sólo provienen de la vieja memoria corrompida".

Nos produjo un cierto desasosiego esta segunda anotación, pero seguimos buscando.

Hojeando, hojeando, salió "Regard" por la R. Aquí nuestro desconocido mensajero, más que a Colette, parecía glosar a Cioran: "El único regalo que recibimos al nacer es la vida. Y el único regalo que recibimos de la vida es la muerte".

- Haz un poco de trampa- propuso Mercedes- . Busca directamente por la C, no se me ocurre ninguna mala cosa que empiece por C, a no ser "cáncer", que ya tenía que ser mala suerte si saliera...

Salió "Cosmétiques". Respiramos aliviados. Una fotografía de Colette en su perfumería parisina de la rue de Mironmesnil, en el año 1932, nos hizo sonreir. La escritora aparecía apoyada, casi en postura de una crucifixión, en los anaqueles llenos de potingues de la droguería. La anotación entre líneas, sin embargo, estaba impregnada del mismo tono sombrío que las anteriores:

"¡Pobre Colette! En sus últimos días, rodeada de cojines y gatos, pretendía engañar a la vejez atiborrando el rostro de cosméticos. Engañó a la Vejez, que es perra mansa y complaciente, durante algún tiempo. No así a la Muerte. Poco comprensiva, la despojó de los mullidos almohadones e hizo huir a los gatos con los lomos erizados, antes de limpiarle la cara de cosméticos con una manga de su sayo blanco".

- ¡Qué obsesión! -exclamó Mercedes-. ¿Tú crees que este tipo, un tipo enfermo por todo lo que escribe en torno a una vitalista como Colette..sería un suicida? ¿Crees que acabó suicidándose?

- Por esa glosa que hemos leído antes donde suena el eco y más que el eco de Cioran -respondí-, seguramente sería de la escuela del nihilista rumano: de esos que se pasan la vida invocando al suicidio como única salida moral y que suelen gozar de una longevidad inmerecida....

Y puestos a jugar con fuego, yo mismo busqué la M de "Mort". Colette, coherente, declaraba: "Je ne comprendrai jamais rien à la mort". Bajo esa línea, el psicópata que se había tomado la molestia de trazar sus torturantes elucubraciones en medio de la letra impresa de aquel ejemplar ilegible, escribía:

"Me encontraré con ella en el mismo lugar donde una vez me citó la felicidad y no acudí. Me encontraré con la Muerte en ese lugar, donde manan eternamente las aguas cíclicas de la fuente de Saint Michell".

Solté el libro como si me quemara en las manos. Nos levantamos de la terraza sin acabar nuestras consumiciones. Por un momento tuve el deseo de arrojarlo a las aguas cíclicas de la fuente de Saint Michell. No lo hice. Lo abandoné discretamente junto a la propina, sin atreverme a interrumpir su incierto destino en otras manos. Cruzamos el puente sobre el Sena hacia Notre Dame. Allí fotografiamos a gusto a las gárgolas. En el zoom de la cámara, después de lo leído, todas nos parecieron criaturas entrañables y encantadoras.

quarta-feira, 24 de outubro de 2012

amor y sexo

En la noche del sábado Amor y Sexo habían ido a tomar unas copas al bar de su amigo Deseo. Amor bebía whisky con hielo y Sexo un gin-tonic.

- Estoy desesperado -dijo Sexo-. Llevo sin acostarme con nadie desde el último sábado.

- Seguro que ligaste en mi bar -intervino Deseo.

- ¿Cómo lo sabes? -repuso Sexo-. ¿No estarías mirando?

Deseo sonrió, pasando la bayeta por la barra niquelada.

- ¿Y a tí qué tal te va, amigo Amor, que no dices nada? -preguntó.

Amor bebió un trago lento de su vaso.

- Yo el último sábado, también aquí, me encontré con unos ojos y una voz ronca que todavía me tienen noqueado.

- ¿Te acostaste con ella, no? -inquirió Sexo.

Amor hizo bailar el hielo en el whisky de su vaso.

- Aunque te parezca increíble ni siquiera lo intenté. Estuvimos un rato hablando y acabamos desayunando en la cafetería de la estación. Luego la acompañé a casa.

- ¿La acompañaste a casa? -replicó Sexo- ¿Después de estar toda la noche con ella, sólo la acompañaste a casa?

Deseo aclaró la bayeta, se secó las manos y les dirigió una sonrisa maliciosa.

- Disculpadme, pero tengo trabajo.

Mientras Sexo y Amor discutían, Deseo se fue al otro extremo de la barra donde acababan de llegar tres chicas. Discretamente esperó a que hicieran un aparte en su animada conversación antes de darles las buenas noches y preguntarles qué iban a tomar.

- ¡Ay, chicas, estos tacones me están destrozando los pies! ¡No os podéis imaginar la tortura que estoy pasando! -dijo, la más delgada.

- Dolores, hija...Ya está bien de los malditos tacones...Me estás empezando a crear ansiedad, me contagias el malestar...Estoy empezando a sentirme mal yo también...Por favor...

Dolores le dedicó un mohín de fastido.

- ¡Ay, Angustias! ¡Tu siempre dando ánimos! La verdad es que da gusto salir contigo...

La tercera de las chicas sonreía, contemplando a sus compañeras. De pronto dirigió la sonrisa y la mirada hacia Deseo, que simulaba ordenar las botellas del frigorífico de la barra.

- ¡Basta de quejas! -casi gritó, batiendo las palmas de las manos- En este mundo no hay nada que no tenga solución y en una noche de sábado se sale a divertirse y a olvidar los problemas. Y a tomar unas copas ¿o no? -dedicó un guiño travieso a sus amigas-. A ver ¿qué váis a tomar?

Deseo agradeció la ayuda de la chica devolviéndole una sonrisa.

- ¡Ay, Remedios! -dijo Dolores-. Parece que tú nunca tengas problemas...

- Sí, Dolores -añadió Angustias-, Remedios es así...Tiene solución para todo...Ya sabes cómo es...

Deseo volvió a simular que ordenaba las botellas del frigorífico.

- ¡Basta de reproches! -casi gritó, de nuevo, Remedios, sin dejar de sonreir en ningún momento-. ¡Estamos aquí para divertirnos! Es sábado por la noche, estamos en un bar agradable y con buena música, lleno de chicos guapos...¡O me decís lo que váis a tomar o pido yo por las tres!

Angustias y Dolores percibieron en la mirada franca de su amiga un brillo glacial que se asemejaba bastante al de la irritación. Pidieron sus consumiciones. Angustias pidió un dedal de licor de frutas y Dolores otro de manzana verde. Remedios una cerveza.

- ¡Estos tacones! -dijo Dolores- ¡Me están matando!

- ¡Hija, por favor, ya está bien...! -suspiró Angustias-. Me estás agobiando...me deprimes...Y mira para estar así, mejor te hubieses quedado en casa con tu querida hermana, Soledad, ¡otra que tal baila! La verdad es que sois tal para cual...

Remedios llevó a los labios la botella de cerveza, picoteó con la punta de sus zapatos los de sus amigas.

- Creo que Soledad no se quedó en casa -dijo, con un guiño de complicidad-. No miréis con descaro...Ahí la tenéis, en el medio de la barra...y por lo que se ve, bastante bien acompañada...

Dolores y Angustias concentraron su atención en el lugar indicado por Remedios. Allí estaba Soledad con una pajita en los labios, sorbiendo en una copa de cóctel, entre dos musculosos chicos, que aparentaban querer comérsela con los ojos. Desde allí no podían escuchar la conversación y se habrían muerto las tres por escucharla. Enviadiaron al barman, Deseo, que pasaba la bayeta por la barra justo donde estaban los dos musculosos con Soledad.

- Yo me llamo Soledad -oyó Deseo-. Pero podéis llamarme Sole...

- Yo soy Modesto -dijo el más musculoso- y puedes llamarme así, aunque mis amigos me llaman Flecha...

- ¿Flecha? -Soledad sonrió, dejando asomar un par de hoyuelos a ambos lados de los labios-. Yo tuve un perro que se llamaba así...¿Por qué te llaman Flecha?

- Porque soy rápido y siempre doy en la diana -contestó Modesto.

Soledad sonrió. Volvió a sorber de la pajita.

- Y tú ¿cómo te llamas o cómo te llaman? -preguntó al otro.

- Generoso. Los amigos me llaman Gene. Tú puedes llamarme como quieras...

- Espero que no lo tomes como una grosería -dijo Modesto-, pero me llaman Flecha también porque donde me interesa...siempre la clavo...

- Muy original -respondió Soledad-. A mi me gustan los hombres originales, ocurrentes, imaginativos...Desgraciadamente no abundan y así me va...

Sorbió de la pajita y miró a los dos musculosos con una mirada que sólo supo interpretar, cómplice y discreto, Deseo.

- ...Salgo de noche, me tomo unas copas, busco a alguien que me haga saltar la chispa...y acabo volviendo a casa borracha, triste, sola...

Modesto le guiñó un ojo a Generoso. Apoyó las manos en la barra del bar y acercó la boca al oído de Soledad.

- Tú lo que necesitas es un hombre de verdad...Alguien que te haga volar....Alguien como yo....

Generoso también se acercó a Modesto y a Soledad. Esbozó una sonrisa beatífica.

- No soy celoso. Podemos hacer un trío...

Deseo, que hacía como que andaba a lo suyo y no escuchaba, se sonrió.

Transcurrió la noche sin mayores sobresaltos en el bar de Deseo. Al final, justo cuando ya estaba a punto de cerrar, quedaban allí cuatro o cincos sujetos no identificados, Soledad, Dolores, Amor y Sexo. Angustias se había ido depués de pedir la segunda copa, porque no se encontraba muy bien y Remedios acababa de abandonar el local abrazada a un amigo de los dos musculosos, que llegó a última hora y además de musculoso de gimnasio, tenía conversación.

Deseo recogía los vasos y las botellas abandonados por todos los rincones del bar, mientras escuchaba el diálogo heteróclito de los últimos clientes.

- Tus ojos me recuerdan las noches de verano... -le decía Amor a Dolores- blandiendo con cierta confusión el vaso de whisky.

- No lo dudo -le respondía Dolores, molesta por los zapatos de tacón y sin mucho entusiasmo por continuar la velada-. Pero creo que me voy a casa, me duele la cabeza...

A su lado, Soledad y Sexo se decían cosas al oído, cada vez más cerca. 

En uno de esos mensajes íntimos Soledad le dijo a Sexo:

- Olvídate de Amor y Dolores, entre ellos se arreglen. Déjame que esta noche te haga compañia...
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terça-feira, 23 de outubro de 2012

el contrabandista infortunado

Se había alejado por el puerto viejo con una caña de pescar al hombro. Cerca de los almacenes de redes se cruzó con la pareja de carabineros que hacía la ronda nocturna y les dirigió un vago saludo, llevándose la mano a la gorra. Esperó a que se perdieran tras el muro del dique y entonces saltó a la lancha.

Remó, procurando que las palas se hundieran lentamente en el agua para evitar hacer ruido o dejar una estela demasiado visible. Sólo cuando hubo dejado atrás el último espigón de los muelles arrancó el motor.

Al otro lado de la frontera lo esperaba una mujer alta, vestida con un largo abrigo negro y el pelo recogido en un pañuelo del mismo color. Apenas se le veía el rostro y a pesar del porte espigado, su voz era la de una anciana. Llevaba una baqueteada maleta de piel.

La ayudó a embarcar y antes de que se acomodara en el banquillo de popa, se dirigió bruscamente a ella:

- El pasaje por adelantado...

Ella depositó la maleta bajo la tabla del banco, se anudó el pañuelo detrás de la nuca y emitió algo parecido a una carcajada.

- ¿Desconfía de mí?

- No sólo de usted. Quiero el dinero.

De un bolsillo del abrigo sacó una abultada cartera de acordeón.

- ¿Necesita también el pasaporte?

- Con el dinero será suficiente.

Le alargó dos billetes nuevos, sin una arruga o una doblez. Al cogerlos pudo percibir el olor de la tinta. 

- ¿No serán falsos?

- Querido amigo, en el mundo no hay mayor falsedad que la del dinero. Estos billetes, sin embargo, son auténticos, los retiré del Banco esta misma mañana.

Zarparon hacia el otro lado de la frontera. El patrón apagó el motor a unos cien metros del puerto. Entró remando, con idéntico sigilo al empleado en la partida.

Ya en tierra, la anciana le preguntó si podría pasar la noche en su casa.

- Tengo dinero suficiente para pagar la cama y si es posible el almuerzo de por la mañana.

El negó con la cabeza. No le daba buena espina aquella mujer.

- Somos demasiados en casa, no hay una cama libre que pueda ofrecerle. Allí al final del puerto, junto a la iglesia, hay una fonda donde podrá hospedarse usted con toda confianza. Si quiere la acompaño.

La anciana recogió la maleta y le dio la espalda con desdén.

- Se lo agradezco de veras, pero puedo caminar sola hasta esa fonda.

El marinero se llevó una mano a la gorra, sin saber que decir.

- Bueno. Entonces no hay más que hablar. Si alguna vez vuelve a precisar de mis servicios, ya sabe dónde estoy.

La figura desgarbada de la mujer siguió su camino por el malecón. Se volvió para dedicarle un gesto de desprecio.

- Dudo mucho que nos volvamos a ver, caballero. Soy La Buena Suerte y raramente vuelvo a frecuentar a quien me desdeñó una vez.  

quarta-feira, 17 de outubro de 2012

un palacio lleno de ortigas


Lo encontré hace más o menos un año en Sevilla, mendigaba de mesa en mesa por las terrazas del barrio de Santa Cruz.
Era asturiano, por el acento, de algún lugar del Occidente. Tenía su particular estrategia comercial, ocurrente y agresiva:

- O me da usted un euro o le canto una canción.

Le funcionaba. En las mesas cercanas a la nuestra lo vi recoger por lo menos diez euros en un momento.

No era joven. La barba canosa y rala le colgaba de la barbilla como si se la hubiese pegado apresuradamente antes de salir a actuar en el teatro de la vida.

- En Asturias tengo un palacio -nos dijo, a modo de presentación-, aqui vivo entre unos cartones debajo del puente de Triana.

Lo miramos admirados. Su amenaza provocó alguna sonrisa esquinada entre los que me acompañaban. Uno de ellos le acercó un canastillo con esos picos de pan que se sirven por el Sur con las tapas de jamón. 

- Muchas gracias -respondió el mendigo-, pero sólo como pan Bimbo. Tengo piorrea.

Y antes de que nos mostrase la dentadura, otro de los que estaban allí le alargó un par de monedas. Yo también le di lo que tenía suelto en el bolsillo, más que por solidaridad con el paisano infortunado o por la amenaza, en agradecimiento a la ocurrencia del pan Bimbo.

Tomó las monedas con indiferencia, igual que lo había visto hacer antes en las mesas contiguas. Nos dio las buenas noches y mientras se iba a la siguiente mesa repitió:

- Yo en Asturias tengo un palacio...

Y entre dientes, entre aquellos dientes, seguramente escasos y maltrechos por la piorrea añadió:

- ...lleno de ortigas...

domingo, 14 de outubro de 2012

la hora

El Doctor K. zarró el llibru y llevantóse, como toles nueches, a calecer un vasín de lleche enantes d'echase a durmir. 
Bebiólo a sorbiquinos, revolviendo cola cuyar pa qu'esfreciere un poco. Después abrió'l grifu del bañal y esclarió el vasu. 

Avanzaba pel llargu pasiellu en forma de zeta hasta'l cuartu, refervierndo los asuntos que tenía pendientes pal otru día pela mañana, cuando sintió dalgo paecío a un güelpe n'entrambes canielles. Cayó en suelu como un sacu de pataques. 
Tentó incorporáse, pero nin los brazos nin les piernes-y respondíen. Ente los filvanos del regueru de sangre que-y escomenzaba anublar los güeyos acolumbró la sombra d'una figura allargada.

- Bones nueches, doctor. Después de tantu tiempu, volvemos alcontranos.

Al Doctor K. nun-y avagó reconocer aquella voz.

- A toos-y llega la hora, queríu doctor. Usté había sabelo meyor que naide. ¿Nun ye asina, señor K.? Conocémonos dende hai bien de tiempu y por eso cuido que nun va facer falta alcordase agora de toles veces nes que nos topamos, toles veces nes que nos enfrentamos a ver quién ganaba la partida. Como rival, nun me duelen prendes, admitir que fue usté siempre ún de los meyores. ¡Cuántes nueches difíciles como ésta nos topamos en tientes y fue usté el que ganó a la fin...bono, ye un dicir, digamos que ganaba provisionalmente, porque a la fin, a la fin, bien sabe, doctor, que yo siempre acabo llevando a esos probes infelices qu'ustedes, los mios enemigos profesionales, salven en momentos nos que too paez xugar al mio favor. Eso fue cuantayá, señor K. Va tiempu que disfruta usté d'un folgáu y merecíu retiru d'eses amarraces. Nun me podrá reprochar que lu molesté alcuando en toos estos últimos años. Inda como-y dicía, queríu doctor, a toos-y llega la hora. Y la suya tamién.

El Doctor K. tentó gorgutar daqué, pero la llingua tampoco-y respondía.

- Nun marafundie les sos últimes enerxíes, señor K. Ye inútil que quiera arrepostiar, gritar, quexase. Y tampoco diba valí-y de muncho. Ya nun ye usté aquel rapaz enchipáu d'ánimu y bones idees que quixo más empobinar la so carrera a perdese nun destín escuru como médicu rural per llugares onde Dios y el Diablu dieron la última voz. Tenía usté un futuru prometedor nel campu de la investigación académica y decidió abandonalo too pa convertise nun insignificante matasanos d'aldea. Qué decepción llevaron los suyos: la familia, los amigos, los sos profesores. Podía haber escoyío enfrentase a mi nel llimpiu campu de batalla de los laboratorios y quixo más facelo a pelu gochu, como diríen los sos apreciaos pacientes montunos, o como había dicir un estratega militar: en choque frontal, cuerpu a cuerpu comigo. Qué llonxe quedaron esos tiempos, queríu doctor. Agora usté ye vieyu y ta solu. Naide nun va aidalu. Conozo perfectamente los horarios de la so asistenta, esa bona muyer que lu atiende y qu'enxamás llega enantes de les nueve y media de la mañana. Pel mio reló, que ya sabe usté, ye'l más esactu de tolos que puedan midir el tiempu, agora mesmo son les dos menos cuartu de la nueche. Queden tovía unes cuantes hores enantes de qu'entre pela puerta esa bona muyer y cuando llegue, ya va ser tarde. 

El regueru de sangre que remanecía d'una brecha abierta na frente anubló-y definitivamente la visión. Nun sentía dolor nengún, inda un fríu tan xeláu y firiente como'l dolor principiaba espardise per cada porción del so cuerpu. Temblaba sin ser quien a controlar la tremesina.

- Sí, queríu doctor, sigo equí. Inda nun me pueda ver. ¿Tien frío? Ye normal, tamos en plenu xinero y usté acostuma apagar la calefacción enantes de dir echase. La baldosa d'esti pisu vieyu tamién debe facer el so llabor. Sí, naide meyor qu'usté lo sabe, dientro de bien poco nel so calletre escomenzará sonar como una alarma la palabra hipotermia. Será esa mesma palabra la que pronuncie'l so colega de los Servicios d'Urxencia cuando los llame la so fiel asistenta y lleguen p'atendelu y ya seya tarde. Tranquilícese. Tovía nun lo ye.
Inda nun llegó, falando en propiedá, la so hora. 

Sí, eso yera lo qu'avezaba dicir usté de la que s'enfrentaba a min en casos complicaos que llograba solventar al so favor: "Inda nun-y llegara la hora". A usté tampoco-y llegó tovía, falando en propiedá. Falten inda delles hores hasta que l'asistenta llegue a les nueve y media. Ya sé que como vieyos conocíos podía concedé-y la gracia de rematar l'asuntu cuanto primero, ensin sufrimientos innecesarios. De ser otru mortal nun digo que nun-y lo concediera: ¡cuántes veces lo fice, pa que después echen de mi! En tratándose d'usté, queríu doctor, va permitime que-y dispense un tratu diferente. Nun soi especialmente rencorosa, sicasí tengo el mio arguyu y nun me caen embaxo toes aquelles llargues agoníes de pacientes suyos nes que lluchábamos a brazu partíu ente los dos, hasta consiguir casi dexame frayada, ensin aliendu, p'acabar marchando coles manes vacies. 

Non, eso a mi nun se m'escaez tan fácil. Esa ye la razón y non nenguna otra personal pa que-y reserve agora, en recordanza de los vieyos tiempos, una agonía tan llarga como toes aquelles nes qu'usté me ganó. Creo que toi nel mio derechu y siento de verdá qu'usté, queríu doctor, ya nun tenga la facultá d'arrepostiame, porque, seguramente, diba maldicime con dalguna sentencia intelixente y d'ello quedo coles ganes. Agora procure nun apolmonase. Renuncie a eses postreres fuerces que lu van dexando al debalu d'esa palabra terrible: hipotermia. Si quier gárrese al enfotu de que va llegar la so asistenta a les nueve y media, como tolos díes, y que tovía puede salvase.

Foi lo último que-y dixo La Muerte al Doctor K. Unes hores más tarde, después de que l'asistenta atopare al doctor tiráu en suelu y llamare a los Servicios d'Emerxencia, de la que'l médicu roblaba el parte de defunción, embaxo la palabra "hipotermia", La Muerte, con gran delicadeza, aidó a llevantase al difuntu.

- Vamos, señor K. , agora ya ye la hora.

 

 

segunda-feira, 1 de outubro de 2012

the waste land

En la tierra de X., en aquel tiempo, la gente, por pobreza de bienes transcendida también a sus espíritus, había perdido la costumbre de la ironía. Un viajero que había abandonado X., siendo joven -como tantos lo fueron haciendo...- al regresar, después de muchos años, intentaba ser irónico con sus paisanos por amabilidad y todos pensaban que hablaba completamente en serio. 
Cada ironía suya era tomada por las gentes de X. como una grosería o como la impertinencia de un extraño que se debía creer con derecho a ofender a los nativos. Decía, no sé, la cosa más inocente, un día en el que echaba agua del cielo desde la mañana a la noche: "¡Parece que tenemos buen tiempo!" y las gentes de X., que estaban que los llevaba el demonio porque no podían recoger la hierba, se le quedaban mirando con lanzallamas en los ojos...Ni siquiera entre los más viejos había uno que le respondiese, qué se yo: "¡Sí, hom, ta tan bono que namás nos faltaba que viniera un señoritu a pisanos la pación agora que tamos pa segalo!". 
El retornado no entendía nada. Probó con ironías aún más inocentes, refiriéndose a un niño recién nacido, a unos pájaros que piaban, al canto del agua de una fuente... El resultado fue aún peor. Los habitantes de X. acabaron mirándole con tal hostilidad que se vio impelido a abandonar precipitadamente el lugar, no sin cierta tristeza.