domingo, 27 de janeiro de 2013

vestido de novia

Paso todas las noches por delante de esa tienda que exhibe vestidos de novia en el escaparate y que está justo enfrente de un club. A veces me paro a observar el efecto del letrero de neón sobre esos trajes de blanco satén como un sarcasmo visual de la propia realidad. Hoy lo hice porque había salido de casa sin mechero y me apetecía fumar. Frente al escaparate un chico, con una enmarañada melena rubia que le llegaba a la mitad de la espalda y alzado sobre unas altas botas de tacón, contemplaba los vestidos con verdadera delectación. Le di las buenas noches antes de preguntarle si tenía lumbre a mano.

Se volvió, sorprendido, con el reflejo de aquellos diseños de boda aún palpitando en unos ojos azules, levemente perfilados de rímmel. Sobre los labios, finos y delicados, una sutil sombra de pelusa rubia contribuía a reafirmar su cierto aire andrógino. En cualquier caso el asombrado fui yo cuando oí pronunciar mi nombre.

- ¿Eres tú? -añadió, con una sonrisa enigmática-. Mírame bien: ¿no me reconoces?

Lo miré bien. ¡Claro que lo reconocía! Si la vista y la memoria no me engañaban aquel chico o chica era mi amigo de la infancia Alex. Tenía sus mismos ojos. No me cabía ninguna duda.

Realmente me sorprendió. Intenté decir algo y sólo se me ocurrió balbucear acerca de lo mucho que habia cambiado desde los tiempos del colegio.

- Claro -repuso el chico o chica-. Ahora soy un hombre. Son cosas que pasan...

No fui capaz de traducir la ironía de su respuesta.

- Suele suceder -repliqué, con la impresión de estar pisando terreno resbaladizo-. Los críos nos convertimos en adultos...Es ley de vida, como se suele decir...

Él o ella, sonrío abiertamente. Clavó sus ojos azules en mí, con un guiño de picardía.

  • Yo además de adulto, ahora soy un hombre.

Seguí sin captar la ironía. A pesar de su ambigua apariencia actual, recordaba a Alex como un niño, más bien bruto y al que las hormonas se le habían adelantado antes que a los demás, cambiándole la voz -una voz muy similar a la que ahora escuchaba- y bastantes hábitos de conducta. Siempre había sido un crío más bien tranquilo, pacífico y en el último curso de la EGB se transformó de pronto en una especie de matón, al que, a menudo, me veía en la necesidad de afearle ciertos abusos que cometía sobre otros amigos míos más débiles que él.

Rumiaba uno estos recuerdos tan lejanos cuando de nuevo la voz del chico o chica de la enmarañada melena rubia realizó un comentario que me dejó totalmente descolocado.

- ¿A que nunca te lo hubieses imaginado? -casi gritó, riéndose a carcajadas-. Mi hermano decía que yo te gustaba...Siempre estabas preguntando por mí y cuando me veías te ponías colorado como una manzana...

En ese momento la única idea medianamente racional que me vino a la cabeza fue la de pensar que me había equivocado de amigo de la infancia. Hice por recordar a otro que tuviese un hermano rubio y de ojos azules, un poco turbado por aquella suposición de que a uno le pudieran gustar los críos de su género, por afeminados que fueran. Entonces él o ella prosiguió:

- Ya te lo decía. Son cosas que pasan. Y ahora soy una persona probablemente distinta en apariencia a la que conociste, aunque yo me sienta la misma persona. ¿Sabes? Sigo siendo la misma persona, aunque ahora me llame Víctor y sea un hombre...

Me tiré a coger este último cabo a ver si conseguía aclararme:

  • ¿Y antes cómo te llamabas?

Me dedicó un mohín de decepción.

- ¡Parece mentira que no te acuerdes! ¡Y mi hermano me decía que estabas colado por mí! ¡Cómo sois algunos hombres! Yo afortunadamente no soy así porque sé lo que es vivir como mujer y como hombre. ¡Soy Ana! ¿De verdad no te acordabas de cómo me llamaba?

Recordaba perfectamente el nombre de la hermana de Alex. Era cierto que me gustaba y que me volvía loco por coincidir con ella cuando iba a casa de mi amigo o en las escasas ocasiones en las que salían juntos. A lo largo de aquel último curso antes del Instituto también a mi se me habían revolucionado las hormonas y en mis primeras -torpes y compulsivas- masturbaciones me recreaba en aquellos ojos azules y aquellos rizos dorados de Ana. Por supuesto que la reconocía ahora y mientras mis pobres perros emitían sus lastimeros gemidos para que reanudásemos el paseo, me quedé absorto allí ante aquella ambigua criatura de la melena enmarañada y las botas de tacón alto que reiteraba una y otra vez su actual condición de hombre. Por romper el embarazoso silencio en el que me había sumido tras su revelación le pregunté qué tal estaba y cómo le iba en la vida.

- ¡Nunca me sentí mejor que ahora! -respondió Víctor-. Tengo un buen trabajo que me gusta y tengo novia, una chica fantástica, guapísima, con la que quiero casarme. Estoy convencido de que es la mujer de mi vida.

Deshecho el malentendido y admitiendo, no sin cierta perplejidad aún latente, la condición masculina que nos unía ahora a la antigua Ana y a uno, dirigí un gesto cómplice de la mano hacia el escaparate de los vestidos de novia.

- Aquí me pillaste -dijo Víctor-. Estaba viendo un traje que me gustaría regalarle a mi novia porque la veo ya vestida con él...Creo que a ella le iba a encantar...Y que es de su talla, le iba a quedar genial...

- No lo dudo -repliqué-. Seguro que es una chica estupenda y que seréis muy felices...

- Es estupenda -respondió él, echándose la melena hacia atrás y con un brillo en la mirada que denotaba su enamoramiento por ella-. Ahora mismo la estaba esperando. Trabaja ahí enfrente, en el club. Suele salir a estas horas a comer algo conmigo. Luego vuelve al tajo, hasta que se tercie... Así es la vida. Yo también llevo horario nocturno. Trabajo en otro club, de transformista, actúo además por libre, donde me llaman...Es lo que hay...Nos va muy bien, de momento. Ya sabes que en estos negocios nocturnos la crisis se nota menos, siempre hay noctámbulos con pasta dispuestos a mantener al personal...Te doy la tarjeta del club donde trabajo por si alguna vez quieres venir a verme: imito muy bien a Alaska y a Sara Montiel, a Shakira y a Marisol, disfrazada de niña con coletas...Jajaja...Seguro que si me ves así te viene a la memoria aquella hermanita de Alex que a ti tanto te gustaba...

- Seguramente -le dije, por ir buscando una manera no demasiado brusca de despedirme-. Espero que todo te siga yendo igual de bien y si tienes ocasión de hablar con Alex, dale un abrazo muy fuerte.
Los perros tiraban de mi. Se les había acabado la paciencia de estar allí detenidos y amarrados del collar, sin un triste recinto de hierba o jardín en el que poder solazarse y hacer sus cosas. De no ser por ellos, me habría quedado allí conversando con aquella antigua Ana de mi infancia hoy metaforseada en un hombre llamado Víctor en el que aún eran más que perceptibles los vestigios de la niña tan guapa que fuera. Me habría quedado allí con aquella inesperada sorpresa del paso del tiempo a esperar que su chica saliese del club a comer algo antes de volver al trabajo y luego seguramente habría acompañado a Victor-Ana hasta su club para verle actúar como transformista dejándome llevar por la llamada de una copa tras otra y por eso que tanto se parece a la llamada de la selva y que es la fidelidad a cierta memoria íntima. No pudo ser. Mis perros ya no aguantaban más y desde aquellos lejanos días de la incipiente adolescencia, estaba claro que todos, la vida misma, el discurrir de la realidad, habíamos cambiado mucho, tal vez más de lo esperado.

sexta-feira, 25 de janeiro de 2013

vida nueva

A veces se sentía atrapada en aquel pueblo como en la trama de una telaraña. Dos años atrás lo había elegido, prácticamente al azar, jugando con su dedo sobre un mapa de la costa. Entonces sólo quería romper con los vestigios de una relación y estar sola durante algún tiempo en un lugar lo bastante pequeño como para poder construir su propio refugio de ritos y rutinas.

Luego, cuando llegó allí por primera vez le gustó el pueblo. Encontró una casa de dos plantas, con buhardilla y galería, en el antiguo barrio marinero, por un alquiler más que asequible, y no se lo pensó dos veces. Se trasladó a su nueva vivienda en los días siguientes y se entretuvo unas semanas más en realizar ciertos arreglos, pintar las habitaciones y desembalar las cajas de cartón en las que había logrado colocar, como en un puzzle chino, su biblioteca, es decir, los restos del naufragio que pudo salvar en los últimos días de convivencia forzosa con X.

Desde la galería de madera y desde las ventanas del cuarto en el que había instalado su dormitorio, podía verse una extensa franja de mar abierta al otro lado de la bocana del puerto. Enfrente se elevaba un promontorio de extensas praderas y terrenos destinados al cultivo del maíz; sobre ellos, en el perfil del horizonte, se alzaban las siluetas de un par de casas de labranza, cada una con su hórreo y su vara de heno. Abajo, el centro del pueblo, con su parquecillo de magnolios, rodeado de establecimientos comerciales y hosteleros; los modestos edificios administrativos del Ayuntamiento y la parada oficial de los tres únicos taxis de todo el municipio.

Acerca del emplazamiento de su nueva casa y de la perspectiva que se dominaba desde la galería le escribió a una de sus mejores amigas que estaba encantada de vivir a menos de trescientos metros del centro del pueblo “en línea vertical”, una localización que, añadía le parecía “ideal: cerca de todo y sin las molestias de la proximidad horizontal”. Con análogo sentido del humor concluía afirmando que “era como vivir en la azotea de un rascacielos”.

En una carta posterior, varios meses después de haberse asomado por vez primera a la galería, le confesaba a su amiga las dificultades para relacionarse con los vecinos del pueblo más allá de las formalidades en el trato cotidiano. “La gente aquí se muestra muy cercana y amable en el contacto diario, todo el mundo se saluda y te saluda. Si te quedas de pronto sin aceite o sin sal, pongo por caso, y no te apetece bajar al centro del pueblo a comprarlo en una tienda, cualquier vecina te lo facilita y hasta te invita a comer a su casa. Los individuos de género masculino, independientemente de su estado civil: solteros, casados, viudos, con pareja estable o esporádica... se muestran conmigo muy respetuosos, casi diría que...un poco cohibidos...bueno, mejor dicho: retraídos, timidos...La razón última de este comportamiento general, me temo que más que debida a una natural bonhomía de las gentes de este lugar, yo lo atribuyo a que es un pueblo muy pequeño en el que todo el mundo se conoce y todo lo que pasa se sabe en todo el pueblo en unos pocos minutos. Por eso parecen todos cumplir con el papel que se espera de ellos para que nada perturbe el orden de la comunidad.”. A continuación le expresaba a su amiga el temor a que, una vez aceptada como una más de aquella cerrada comunidad, algún día considerasen “estos amables vecinos que una actitud mía podía quebrar ese código moral del que parece depender la estabilidad social del pueblo”.

Hacía más de un año que no le escribía a la única amiga con la que había seguido manteniendo contacto. En todo ese tiempo se habían telefoneado en cuatro o cinco ocasiones y siempre para sostener una conversación más bien trivial, sin detenerse en intimidades de la vida de cada una. Apenas unas palabras para comprobar ambas que el hilo de la proximidad no se había roto del todo.

Penso escribirle una nueva carta aquel mediodía luminoso de a mediados de enero, tras dos semanas de galerna diaria. El sol acariciaba su rostro y sus manos apoyadas en la galería como una promesa de la primavera que en un par de meses volvería a visitarla con una calidez similar, entre galerna y galerna. De pronto reparó para una enorme telaraña que se extendía en un rincón de la barandilla de madera y que tamizada por el filtro del sol mostraba una panorámica parcial del pueblo, algo borrosa tras la trama dorada. En el centro de la celada, la brisa del mediodía zarandeaba las piezas de la despensa de la araña. En aquellos bultitos ovillados por su cazadora con el mismo esmero que la arquitectura sutil de su trampa, aún eran visibles algunos rasgos de las insingnificantes vidas que los habían habitado un día. Y pensó en cuántos otros, antes que ella, no habrían sucumbido en la telaraña que tejían paciente y obstinadamente todos y cada uno de los vecinos del pueblo. Se vio a ella misma, con horror, atrapada o muy próxima a serlo, en la trama de aquel lugar donde había ido buscando un cobijo para sus propios ritos y rutinas, una vida nueva en la que poder recomponerse de sus viejas heridas y volver a ser fuerte. Buscando una nueva ruta por la que encaminar sus pasos hacia días mejores.

Ahora, después de haber visto en la telaraña de la galería un espejo como esos de los cuentos de brujas y de hadas en los que es posible divisar el curso del tiempo hacia el porvenir, había comenzado a cambiar ciertos hábitos de la vida corriente. El tedio y las costumbres repetidas eran el ritmo que marcaba cada jornada del pueblo, un lugar que, sin embargo, se animaba cada fin de semana con la llegada de multitud de forasteros, lo mismo que en verano. Los bares del puerto y del parquecillo de los magnolios sacaban sus terrazas, los coches de los turistas se arracimaban por los escasos márgenes de la villa destinados a aparcamiento y todo el lugar parecía recobrar una inusitada alegría de feria.
La mayor parte de los visitantes eran familias con niños o grupos de parejas, aunque no era infrecuente la presencia de tipos solitarios o pandillas más o menos desparejadas, a menudo de motoristas.

En esos días diferentes ella se había aficionado a bajar al centro del pueblo y sentarse en cualquier terraza a tomar un café o una cerveza, un vermut, una sidra y mostrarse recepctiva a cualquier intento de entablar conversación con un desconocido. En ocasiones se divertía hablando por hablar: aunque sus acompañantes no resultasen especialmente amenos o ingeniosos, le bastaba con esa pequeña escapada del laberinto rutinario. En otras, la apremiaba la necesidad de poder elegir y se mostraba algo más exigente: sólo prestaba atención a aquel que la hiciese reir o pensar. Entonces era ella, a quien no le importaba lo más mínimo que sus vecinos la viesen sonrojarse con la mirada humedecida de deseo o desternillarse de risa con un extraño. En esos momentos se sentía fuerte, viva, poderosa. Si cerraba los ojos se veía a ella misma arruinando con un contundente puntapié de sus zapatos de tacón alto la telaraña de aúrea mediocridad en la que cada día estaba a punto de caer en aquel maldito pueblo perdido del mapa.

quinta-feira, 24 de janeiro de 2013

cuesta abajo

¿Habían pasado cuántos? ¿Casi veinte años? Y lo había visto una vez en la vida. Aún así lo reconocí. Era él sin duda. Algo más envejecido y más desastrado que aquella noche en la que nos lo encontramos en el antigüo Trisquel de Xixón. Veníamos de Oviéu, de la tertulia del Café Alfonso, los cuatro playos que compartíamos las horas muertas de las tardes de domingo en aquel local, tristemente desaparecido, con Antón García, Xuan Bello, Alfonso Velázquez, Silvia Ugidos y otros cómpices. Al llegar en el último Alsa teníamos la costumbre de pararnos a tomar la espuela en el Trisquel.

Ese domingo, después de llevar un buen rato en aquella especie de vagón de tren que era el café de la calle Pedro Duro, cuando estaban a punto de cerrar, un tipo que bebía solo apoyado en la barra se acercó a nuestra mesa y tras pedir permiso cogió en sus manos uno de los libros que habían estado circulando esa tarde por la tertulia del Alfonso. Era un volúmen de versos del escritor vasco Bernardo Atxaga en edición bilingüe.

- ¡Excelente escritor! -dijo, arrastrando la lengua, mientras hojeaba el libro-. Además es amigo mío. Estudiamos juntos en Sarriko. Ya entonces escribía. Yo también algo, aunque al final lo dejé por el diseño gráfico. Esta portada no, pero otras de Joseba (José o Joseba Irazu es el nombre civil de Bernardo Atxaga) las diseñé yo mismo. También diseñé un disco de un amigo común que cantaba poemas suyos.

Nos miró fijamente uno por uno, con una sonrisa ladeada en los labios.

- Lo cierto es que hace años que no nos vemos -añadió-. Aunque creo que tengo todavía su teléfono en la agenda...

Metió una mano en el interior de la americana y extrajo una baqueteada agenda del tamaño de una cájara de fósforos.

- ¿Queréis que lo llame? -preguntó, sin apear la sonrisa de medio lado.

Uno de nosotros miró hacia la esfera del reloj que presidía la barra del antiguo Trisquel y cruzó con los demás un guiño de alerta. Marcaba las dos y cuarto de la madrugada.

- No, no se moleste -dijo, creo que Fonsu Martín-.

- Además, nosotros también lo conocemos -añadió Ramón Lluis o yo, no lo recuerdo bien-. Estuvimos hace poco con él aquí en Asturies...

- Y la verdad es que es un poco tarde para llamar a nadie -apostilló, Vera, aportando el toque de sensatez necesario para conseguir que aquella agenda maltrecha volviera al bolsillo interior de la chaqueta.

- ¡Está bien! -repuso el tipo-. Si no queréis que le llamemos, no pasa nada. Aunque me habría gustado saludarlo. Hace años que no nos vemos... 

De pronto, volvió a escrutarnos uno a uno con la mirada.

- ¿Y de qué conocéis vosotros a Joseba?

Ahora, estoy seguro al recordar que fue Ramón el que invitó a aquel tipo a sentarse con nosotros y con gran paciencia comenzó a explicarle las circunstancias que nos habían llevado a conocer a su amigo el escritor. Él nos miraba con incredulidad y cuando Bande le expuso que también nosotros escribíamos y publicábamos libros...en asturiano, al tipo se le pusieron los ojos como platos.

- ¡No me lo puedo creer! Llevo dos años aquí en Asturias. Me fui del País Vasco porque había cosas allí que no me gustaban nada, vine a Gijón buscando otra vida, una realidad distinta...Y al cabo de dos años me encuentro con unos tíos que aseguran escribir...¡en asturiano! -Se echó las manos a la cabeza, con mucha teatralidad-. ¡No me lo puedo creer!

Se levantó a pedir otra copa. Desde la barra nos preguntó si podía invitarnos a una ronda. La prudencia nos aconsejaba rehusar educadamente, pero la curiosidad podía más.

Con su whisky en la mano y con los que siguió pidiendo hasta que Ramón, el chigrero, nos enseñó la puerta de salida del Café para poder cerrar, el tipo fue desgranando ante aquellos cuatro desconocidos toda su vida desde que abandonase la Facultad de Económicas de Sarriko. 

Había comenzado en el diseño gráfico ilustrando portadas de grupos del llamado Rock Radikal vasco y luego había colaborado en algún trabajo del también diseñador y cineasta donostiarra Iván Zulueta (el mítico autor de “Arrebato”). Después se había trasladado a Madrid. Eran los primeros años de la movida y allí vio el cielo abierto para su desarrollar su creatividad con gran éxito. Diversas portadas de los principales grupos musicales de la nueva ola madrileña llevaban su firma. Entonces, un golpe de suerte le había conducido al mundo de la moda. En él había encontrado el verdadero filón de oro para hacerse un nombre y conseguir que la fama adquirida en sus colaboraciones con los principales modistos españoles trascendiera hacia una proyección internacional. Con nostalgia recordaba sus días de vino y rosas en suites de los más lujosos hoteles de Milan, Berlín, Tokyo, Nueva York. Aquellos días en los que -nos aseguraba, blandiendo su copa de whisky ante nuestros atónitos ojos, como las Tablas de la Ley de Moisés- se desplazaba en helicóptero por las principales urbes del planeta, en lugar de en taxi o en limusinas, y cuando sus agentes concertaban una habitación para él, en lugar de escoger los hoteles por sus estrellas, lo hacían consultando a ver si tenían helipuerto en la azotea. Todo esto nos lo contaba con la misma naturalidad con la que un rato antes evocaba sus años de estudiante frustrado en Sarriko y su amistad con el escritor Bernardo Atxaga.

El capítulo de sus triunfos eróticos había merecido un aparte especial en su narrración y con aquella naturalidad que le facultaba para pronunciar los nombres de Atxaga o Iván Zulueta, Almodóvar y Alaska o ennumerar las metrópolis por las que había ido planeando en sus helicópteros de alquiler, pasaba al recitado de la lista -incompleta- de todas las amantes de fuste a las que había tenido el gusto de conocer en la intimidad: todas de la primera división mundial de las pasarelas, el celuloide o el pop . Incluso se permitió, en un paréntesis confesional, desengañarnos a los tres varones del asombrado auditorio, de la verdadera calidad como mujeres de unas cuantas que teníamos mitificadas como auténticas divas.

- Se quitan el maquillaje y el tanga...-sentenció, con gesto de perdonavidas- ...Y al final...¡cómo la mujer del fontanero! ...Unas tías corrientes, vulgares...sin ningún misterio... 

Habían pasado casi veinte años. Aún así reconocí en aquel tipo que miraba con cara de bobo el escaparate del Sex Shop de la calle Ezcurdia, en mi barrio, al que nos habíamos encontrado los xixoneses de la extinta tertulia del Alfonso en el antiguo Café Trisquel una noche de domingo. Estaba más viejo y me pareció observar que llevaba el mismo traje ajado de Armani, sin corbata, de aquella ocasión, aún más ajado, sucio, con los bajos del pantalón raídos.

Ahora contemplaba extasiado, por decirlo con cierta delicadeza, unos zapatos de tacón vertiginoso, dos piezas imposibles de ver bailando por las aceras de la vida ordinaria a no ser en los pies de alguna alucinación fetichista, nimbadas con un desopilante collar rojo de plumas y una liga festoneada del mismo color.

Más que un bobo o un enajenado, nuestro antiguo amigo, con el rostro enjuto, la barba rala y descuidada, las ojeras profundas que le ensombrencían el perfil de la nariz aguileña, su misma actitud de desdén y desasimiento de todo lo mundano, tenía un algo de quijotesco, de caballero o soldado vencido que no se resignaba a abandonar el campo de batalla y permanecía allí, absorto en su propio sueño, ajeno a todo lo que le rodeaba, seguramente para peor. 

Recordé su última exhibición de aquella noche, que, fuera del Trisquel, continuó en un antro, que no recuerdo ni dónde estaba. Metió una mano en el interior de su ajada americana de Armani y sacó una cartera de piel. Nos la mostró como acostumbran a hacer los policías fracasados y alcóholicos de los telefilmes americanos cuando un superior les obliga a entregar su placa: era un tarjetero en el que se adivinaba el canto reconocible de una Visa Platinum, otra American Express Centurion Card y así hasta media docena de ellas. Todas caducadas y sin crédito, nos confesó en un alarde de sinceridad. Y como un general de un ejército que ya no existe, revolvió en sus bolsillos en busca de monedas y antes de solicitar que le invitásemos a la última copa, volvió a extender aquella cartera repleta de inoperativas tarjetas de crédito.

- No me creéis. Y me da igual. Estos son mis galones...



pantasma

La memoria de la primer infancia ye un país pobláu de nomes afectivos y coloquiales: la güela Tatina, los amigos Ale, Fer y Gaspi, Manolo Madreñines o el perru Moro. Na escuela familiarizámonos con esos otros nomes, los formales, que gastaben los nuestros compañeros de pupitre a la hora de pasar la lista: José Roberto Granda Martínez, Luis Manuel Velasco Rubiera, Pedro Agustín Pantoja Lucena... Son nomes que difícilmente se nos van olvidar, inda nos cueste agora pone-yos cara.

Había otros nomes formales -menos siempre que los de la lista d'escuela- que pertenecíen por esclusiva al mundu de los adultos. Pienso, por exemplu, nel nome del nuestru primer médicu de cabecera. Alcuérdome d'él perfectamente y cola mesma claridá soi quien a dir escamplando caún de los rasgos de la so cara. Llamábase Daniel Fernández Zamora y yera un señor mayor, corpulentu, morenu, con lentes redondos, una o dos pequeñes verrugues en papu y los llabios, gordos y con esa color esmorecía que se-yos atribúi a los enfermos crónicos de corazón. De semblante secu y seriu, casi sombríu, gastaba maneres de galenu antigu y trataba col mesmu aplomu a los pacientes adultos qu'a los nenos. Tenía una voz fonda y cavernosa, como de fumar muncho, qu'imponía hasta cuando me recetaba pa solliviar les molesties respiratories d'un catarru untar el pechu, enantes de durmir, de bálsamu Vicks Vaporub.

Ente'l restu del personal facultativu y sanitariu del Ambulatoriu de Sama nun gozaba d'abonda simpatía, sobremanera pol so calter introspectivu y distante nel tratu colos demás. Llegaba a la so consulta diaria y salía d'ella col mesmu aire foscu y solombriegu, col que avezaba andar pela cai, les escases ocasiones nes que se dexaba ver, siempre solu, camufláu embaxo un sombreru d'ala ancha y una escolorida gabardina, caminando per un llau y per otru como si tuviere dalgún asuntu urxente al qu'acudir.

Yera amás l'únicu médicu de Sama que nun yera sociu del Casino “La Montera”, onde tolos sos colegues diben pasar les sos hores d'ociu, afueyando la prensa, tertuliando ente ellos y con otros socios o xugando al dominó, al póquer o al chinchón. Tampoco diba a misa, una circunstancia que lu facía especialmente siniestru y tarrecíu ente los demás miembros de la catolicona y franquista mesocracia local. De dalgún d'ellos saliera el llevantu de que nes sos xeres profesionales, cuando-y tocaba desaminar en detalle a pacientes femenines, avezaba estralimitase nos sos apalpayos y que más d'una d'elles lu acusara públicamente de mansuñón. Falo de llevantu porque fuera del caborniu de la estrema derecha samense, nun fui oyer per dayures comentariu dalu nesi sentíu y les dos muyeres de la mio familia, mio madre y la mio hermana, enxamás repararon que'l doctor Fernández Zamora punxere una mano más alló de lo propio pa localizar o descartar señes nel consiguiente diagnósticu.

Empara de los malintencionaos balburdios de los sos enemigos, en Sama y en tola Cuenca del Nalón, esti médicu, al que se conocía más que pol so nome completu pol alcuñu de “El Zamorano” (nun sé si por cuenta del so segundu apellíu o por ser natural de la provincia del antigu reinu de Lleón), tenía sona de desprendíu y home honráu, al qu'acostumaben dir a la so consulta particular de la cai Ramón y Cajal (consultar), xente probe que nun tenía perres pa paga-y, sobre too aquellos inmigrantes que llegaran a Llangréu nos años cincuenta y sesenta dende les rexones más desfavorecíes del Sur y que pasaben bien de tiempu sobreviviendo como podíen enantes de que dalguna empresa de la zona los empleare y los asegurare. Tamién se dicía d'él que yera de los pocos médicos, por nun dicir l'únicu, de too Llangreo, que nun refugaba atender una urxencia nel últimu llugar de los montes qu'arrodien el nuestru vai, inda tuviere xubir hasta ende al llombu d'una caballería, porque les carreteres nun llegaben hasta tala aldea o casería.

L'alcordanza que guardo d'él, sicasí, naquellos años de la infancia en Sama, ye la d'un paisanu misteriosu, estrañu, diferente a tolos demás vecinos del nuestru pueblu. Un home que paecía siempre dir acostinando con una sombra que-y maldicía los pasos andaos, una pesarosa cruz invisible a los güeyos de los otros y que a él emburriábalu a caminar encorviáu, guarecíu ente los cuellos alzaos de la so gabardina y atechándose nel sombreru como si siempre tuviere a xarazar per onde él pasaba.

Nunca vi una pantasma nel sen más estrictu d'estes posibles presencies ente'l nuestru mundu y l'otru. Cuando remembro a “El Zamorano” paseando solu, con aparente priesa, aventáu, como escondiéndose peles esquines de la so mesma estampa, siacasu, nun me llega al maxín otra manera de definir esa figura suya, peles cayes estreches de la Sama d'a primeros de los años setenta, que como la d'una pantasma. Dalguién qu'asemeyaba andar con un pie nesti mundu y l'otru nel mundu que ya nun esiste o tovía nun foi.

Vuelvo atopar el nome d'esa pantasma nel meritoriu llibru col que Gerardo Iglesias reconstrúi les biografíes de más d'una veintena de guerrilleros comunistes asturianos na resistencia al réxime de Franco: “¿Por qué estorba la memoria?”. En diferentes ocasiones, a lo llargo d'estes vides que se van entellazando nel relatu d'Iglesias ente unos fechos y otros, apaez el nome de Daniel Fernández Zamora.

A lo llargo de casi dos décades, les de la llucha de los comunistes del monte, “El Zamorano” fuera'l médicu de los fugaos feríos en combate coles fuerces fascistes o enfermos nos esconderites de la so vida clandestino. Nes primeres selmanes del añu 48, cuando se produz la escamuchina del Altu de Santo Millano, que diba acabar ende, en Puente Biesca nel Infiestu y na Playa de La Franca en Colombres, cola vida de dieciséis guerrilleros y enllaces de la guerrilla comunista, nos díes siguientes les fuerces policiales de Franco detienen a decenes de militantes y collaboradores del Partido. Ente ellos, resalta, otra vuelta, el nome del doctor Fernández Zamora. Como a tolos otros deteníos, torturáronlu, humildáronlu, metiéronlu presu. Pasó unos cuantos años na cárcel. En saliendo, después d'exercer como médicu en distintos destinos fuera d'Asturies, acabó por volver a Sama. Ellí, enxamás foi bien recibíu por unos pocos fascistes que teníen bien presente esa parte de la so biografía que, tantos años más tarde, los demás desconocíemos dafechu nel nuestru pueblu.

Debió ser nesos años de vuelta al llugar, reconcomíu polos años en prixón y pola rocea cola que lu miraben los veladores de la Dictadura de Franco, cuando el médicu Daniel Fernández Zamora, “El Zamorano”, decidió convertise en pantasma, una presencia viva que namás avezaba la so consulta del Ambulatoriu de Sama y la particular naquella casa de dos pisos de la cai Ramón y Cajal. De la que yo lu conocí como médicu de cabecera debía ser ya una pantasma acostumada a los sos hábitos cotidianos: salir de casa, mirando a un llau y al otru, caminar apriesa hasta l'Ambulatoriu, pasar consulta y vuelta a casa, entaínando'l pasu, cola cabeza gacha y la mirada sollerte. Los enemigos podíen acusbiar detrás de cualquier esquina. La única manera de furtialos yera facese invisible. Pantasma.

De la hestoria del Ulster nel últimu sieglu, escribió el poeta Seamus Heaney, que remembrala yera como pasar les lámines d'un vieyu álbum familiar: perende y aculló apaecíen parientes, vecinos o conocíos, nomes propios a los que casi siempre se-yos podía poner una cara, vides tan corrientes y cotidianes como cualquier de les que se falaba na casa de los suyos.

Podía dicise lo mesmo d'un país como Asturies, pequeñu y onde más o menos toos nos conocemos o nos conocimos. Equí la hestoria ye, a menudo, esi regueru que nun algama a ser ríu y que pasa delantre la nuestra casa. Una hestoria que nos suena tan familiar como esi rumorín del agua n'afrellando unes peñes onde quedó arrepresáu un ramu de flores que dalguién, cualquier, una memoria que tovía recuerda, echó al ríu con una emoción de les qu'encenden los güeyos de tristura y de rabia, por tolos que llevó la corriente. Xente ensin nome o con un nome que tovía dalgunos miembren como un temblor o un misteriu. El que se siente énte los seres más queríos y les pantasmes.

terça-feira, 15 de janeiro de 2013

Tras-os-montes

Llovía como si el cielu abriera les puertes pa entamar un nuevu diluviu universal y la cuesta pindia d'aquella carreteruca asemeyaba la canal per onde Dios echaba l'agua a calderaes. Una mesta nubla fuera arrodiándonos, acabantes entrar en Portugal per Quintanilha, dende Zamora, y desviáranos en dalgún encruz per una vía secundaria que nun sabíamos a ónde nos llevaba. La señal del satélite escapábase-y al GPS metanes aquel Atlánticu de nubes y namás podíamos enfotanos en que más alantre escamplara o algamáramos dalgún llugar habitáu nel que poder informanos del camín a siguir.

Perende nun abondaben tampoco los indicadores de carretera. Sicasí, a la vuelta d'una curva con forma de doble S, un cartelu del Serviciu Forestal desvelónos que tábemos altravesando la Serra do Marão. Viénome de siguío a l'alcordanza'l nome del escritor Miguel Torga y, per un momentu, asosegó'l mio alloriu en reparando p'aquel paisaxe de castañales y piñeres, entevistes nos retayos que la borra dexaba en claro alcuando: perende asomaben tamién caleyes enfolleraes y muries de roca calizo, azotaes pol xarazu qu'arroyaba en rabeseres pela costera'l monte. Esi yera'l paisaxe de los Contos da montanha y de la primer infancia del nenu Adolfo Correia Rocha, descrita cola mesma intensidá escarnada que los “contos” en A Criação do Mundo. Per aquellos nebulentos cumales andara aquel rapacín a llindiar les cabres, enantes d'emigrar a Brasil y volver convertíu nel Dr. Correia Rocha, la identidá civil del futuru Miguel Torga. Alcordábame de la emoción cola que mercara cuantayá nuna llibrería de Lisboa los Contos da montanha y los primeros tominos del so diariu, nel mesmu formatu y la mesma colección particular na que Torga foi autoeditando tolos sos llibros nuna modesta imprenta de Coimbra. Tamién del privilexu en ser el primer llector que conocía la preciosa versión n'asturiano de los Contos que Susana Marín publicara en Trabe.

Agora encamentábame a la memoria del admiráu escritor tresmontanu, como si fuere Santa Bárbara, patrona de les tormentes, pa que nos guiara a atopar el camín ente les nubles d'aquel país d'aldees montunes y xente bravo que'l mesmu Torga calificara de “Reinu maravillosu” (como son toles patries de la infancia) y que n'alcordanza sentimental d'ún, llendaba, tan cerca del nuestru propiu país asturianu.

En dalgún de los sos cuentos atópase noticia de más d'un milagru, magru y laicu, como había ser la fé de los tresmontanos reales qu'él conoció enantes de remembralos con otros nomes o colos mesmos nes sos hestories. Nun me chocó por eso, acolumbrar reveláu polos faros del coche, una señal vertical qu'anunciaba'l desvíu al llugar natal del escritor invocáu: São Martinho de Anta. Yera una carreteruca, inda más estrencha y de peor firme qu'aquella pela que transitábemos perdíos. A malpenes un kilómetru y mediu, taba l'aldea onde naciera Miguel Torga y a la que diba ser fiel, como a la escrita del so diariu, hasta los sos últimos díes. Ende había tar el famosu negrilho, testigu calláu del trescurrir del tiempu y espeyu onde'l gran escritor portugués diba asomando al propiu andar de la so vida hacia la vieyera y el deterioru qu'empobina al final, esi camín qu'enantes qu'él siguieran los sos mayores y qu'él heriedaba, sabedor de que namás esi árbol sagráu de la so alcordanza y acasu dalguna páxina de les miles qu'escribió, podíen sobrevivilu.

Confortáu pola vista del topónimu, como si d'una auténtica seña sobrenatural se tratare, siguimos camín, empatando curves imposibles con xubíes y baxaes que colocaben el coche en posición casi vertical, na que malamente respondía la tracción mecánica a nun ser en primera y forzando muncho l'acelerador. Un trechu más alantre, nun rellanu onde pudi desfogar el vehículu en segunda y en tercera, apaeció una nueva señal indicadora. Solté'l guía -con gran sustu pa Mercedes- por esfregar los güeyos. Nun lo podía creyer: el cartelu volvía anunciar São Martinho de Anta a kilómetru y mediu.

Mercedes, después d'encamentame que nun volviere soltar el guía inda viere un OVNI aterrizar delantre nós, observó entós que cabíen dos posibilidaes: una, que nos perdiéramos y volviéramos pasar pel mesmu situ; la otra, que se tratare d'un nuevu desvíu a l'aldea de Miguel Torga, al pesar de la idéntica distancia marcada na señal.

Quixi garráme a la segunda posibilidá y siguimos carretera alantre. La nubla ficiérase más mecía y resultaba difícil dir a más de cuarenta. La señal del satélite nel GPS continuaba ensin dar visu d'actividá. De sópitu apaeció a mano isquierda de la carretera una marquesina atechada, probablemente d'una llinia d'autobús que percorría esa ruta tan incierta: sentada nella, una figura humana, que de mano, garramos por una pantasma. Aparé el coche y baxé la ventanina. Yera una muyerina vieya, vistía de negro de los pies a la cabeza, que resguardaba nun pañuelu embaxo d'un echarpe igual de negru. Tenía'l somantu y la saya abellugaos con un paragües tan grande que-y algamaba casi hasta'l pescuezu.


Nel mio deficiente portugués pregunté-y a ónde diba y si quería que la lleváranos. Miróme con rocea y barruntó'l nome d'un llugar: Vila Real. Repetí el brinde pa que xubiere al coche, podíamos llevala. Fízonos un xestu desganáu de que siguiéramos camín. Volví face-y la ufierta y entós sobresaltónos la bocinona d'un mastodónticu camión que taba detrás de nós. La carreteruca nun dexaba sitiu pa que nos adelantrare y tuvi de baxar la ventaniella y siguir camín, dexando a la paisanina, ende, resguardándose del temporal con aquel paragüón, que, seguramente como la costume d'esperar neses condiciones al autobús de llinia, paecía resguardala del mesmésimu fin del mundu, con hermana pachorra y displicencia énte los avatares de la vida diario.

Nun tramu más anchu de lo propio d'aquella carretera dexé que'l camión nos adelantrara y pegámonos al so rastru pa que nos sirviere de guía. Munchos repechos y curves después, ente'l xarazu y la nubla, siguiendo al camión, acolumbramos una señal que nos indicaba la prosimidá d'un encruz que nos podía llevar a Bragança. El cartelu indicador atopábase en bastante mal estáu, royíu pol furruñu y torcíu en llinia tresversal a la carretera, de tal xeitu que lo mesmo apuntaba pa la vía que s'abría a la nuestra mano derecha, como a la que taba a la so isquierda. Opté pela primera, basando la mio escoyeta nel meyor firme que presentaba respective a la otra. De nuevu la borrina escomenzó envolvenos.

El paisaxe que s'entevía nos retayos de nubla menos densa repetía lo qu'acolumbráramos de bienalló: caleyes enfolleraes, castañales y piñeres, sebes ensin rozar, cascaes verticales de caliza o granitu, regueros monteses que reblincaben pela carretera. Detrás de la borrina, seguramente'l perfil quebráu de los arispios montes que separaben aquelles tierres altes del restu de Portugal. Per dalgún d'esos riscos taría perdía Galafura, l'aldea de María Lionça -pensaba ún alcordándose d'una de les sombres más conmovedores qu'esconxurara Torga nos sos relatos-. Per caminos non meyores qu'aquel pel qu'enfilábamos xubiría carretando pol cuerpu del so home, la vilda de Galafura y bien d'años después, pol cuerpu del fíu que-y dexara, pantasma pesarosa d'ella mesma.

La voz alarmada de Mercedes sacóme de les mios evocaciones conmovíes pa devolveme a la realidá.
- ¡Nun puede ser!

A mi tamién me costaba admitilo, pero la evidencia nun dexaba sitiu a les duldes. Ellí taba otra vuelta el lletreru que señalaba São Martinho de Anta a 1,5 kilómetros.

La única desplicación posible esta vez yera que tábemos perdíos y dando vueltes en círculo pela mesma carretera. La impresión de tar viviendo una pesadiella asentóse en nós cuando, un trechu más alantre, volvimos alcontrar a la paisana enlutada del paragüón atechada na marquesina énte la que pasáramos un cachu enantes. Tamién agora paré'l coche y baxé la ventanina, non pa ufierta-y la nuestra ayuda llevándola al so destín, sinón pa que nos aidare ella a topar el nuestru camín de cualaquier llugar fuera d'aquel llaberintu. Al venos, la paisanina persinóse col sustu dibuxáu na cara, probablemente figurándose que debíamos ser xente del tresmundu, seres irreales d'una pesadiella paralela a la que nós cuidábamos tar viviendo. Ensin atender pa los mios ruegos, repitió aquel nome, un soníu malpenes enteoyíu ente'l xarazu y la ventisquiada: Vila Real.

Mercedes y yo mirámonos desolaos. Díbemos reanudar la marcha cuando la lluz d'unos faros esplandió nel espeyu retrovisor. Miré per él y después tuvi de virar la cabeza p'asegurame de que la impresión de pesadiella nun acababa de xugame una nueva mala pasada. Detrás de nós había parada una funeraria que nos facía señes cola lluz de distancia llarga. Entós fui yo el que tuvi a puntu de santiguame.

Al otru llau de la ventanina la repentina reacción de la paisana del paragües en notando la llegada del coche fúnebre, nun valió precisamente pa sosegar el nuestru ánimu. La muyerina paecía esperimentar una incomprensible allegría y llevantándose del so bancu, empobinó de dos reblincos hasta'l vehículu que s'asitiara tres el nuestru. Vi pel retrovisor al guía de la funeraria abrir la puerta del copilotu y a la vieya cerrar el paragües, metiéndose dientro. Venciendo cualaquier debilidá a lo irracional tuvi l'arrancu de baxame y face-y xestos al conductor del vehículu fúnebre pa que nun entamara inda la marcha. Alleguéme a la so ventanina, ensin importame un rispiu quedar pingando como un pitu embaxo la xarazada. Tenté desplicá-y nel mio pésimu portugues a aquel home la nuestra situación y él en perfectu español ofrecióse a servinos de guía. Díxome que diba hasta Vila Real a facer un serviciu y que mesmo aquella señora a la qu'acababa recoyer (y qu'agora me sonreía con picardía nel so asientu) diba al mesmu asuntu, al entierru d'un pariente, que podía siguilu hasta ellí y una vez ende, él mesmu m'indicaba per onde tirar pa Bragança.

¡Por fin tábamos salvaos!”. Ensuchu y too como un pitu, tuvi a piques de face-y una reverencia al funerariu. Ensin saber cómo-y lo agradecer, namás se m'escurrió felicitalu pol bon español que falaba contra'l mio inintelixible portugués.

- Estuve trabajando diez años en Salamanca -contestóme, quitándose importancia-. Allí conducía ambulancias. En España transportaba enfermos y aquí en Portugal a difuntos. Por estas tierras hay más trabajo para lo segundo -dixo, soltando una risotada, enforma espontánea pa ser sarcástica, y despidióme con una seña del brazu pa que lu siguiera.

Apegaos a aquella funeraria, pasu ente pasu, curva tres curva, consiguimos llegar hasta Vila Real y d'ellí, atendiendo pa les indicaciones del nuestru guía, empatar con una carretera nacional que nos llevó a durmir esa nueche en caliente y a techu. Mientres acometíemos aquel últimu trechu del llargu viaxe que principiara en Xixón a la primer hora de la mañana, y , al pasar per un nuevu encruz, nun altu, onde la nubla escamplara y enxugaba de color plata l'asfaltu la última mirada del sol, aselé la velocidá pa sortear a un perru caleyeru que refocilaba al calor d'aquellos postreros rellugos de la tarde y miramos p'aquellos montes borrinosos que dexábamos atrás. Remembré-y a Mercedes una descripción del país de Tras-os-montes que podía desplicar en parte la nuestra aventura del pasu perende. Yera aquella na que l'escritor de São Martinho de Anta dicía de la tierra natal que'l camín pel que trescurría la vida de la so xente yera casi siempre circular y namás se salía d'él o pa dir al cementeriu o a la emigración. Y nós, afortunaos turistes, salíamos d'ende pa llegar a pasar la nueche en Bragança.

domingo, 13 de janeiro de 2013

tinta china

Una de les definiciones más guapes de la pintura diola el poeta y calígrafu chinu Ts'ao Chih a mediaos del sieglu III d.C.: “La pintura ye la evolución de la escritura con páxaros”.

Si nunca hubiéremos visto la pintura china antigua y inda l'arcaica, la definición del eruditu de la dinastía Wei podía pasar por una greguería de Ramón. Sicasí, lleémosla y pensamos d'inmediato en pinceles finísimos moyaos en tinta china. Viénnos a l'alcordanza esa estampa maravillosa del sieglu XIII, atribuída a Mu-Ch'i: “Páxaru na rama”: ende ta la esencia mesma del arte oriental, cuatro trazos certeros estampaos nun lienzu de papel d'arroz, como los rasgos que traza la propia naturaleza nel lienzu del cielu una mañana de seronda o una tarde de primavera.

Fueron los vieyos artistes chinos los que sieglos enantes de que lo formularan les vanguardies nos enseñaron que la naturaleza nun estrema ente formes figuratives y abstractes. Tan abstractu como figurativu puede ser un paisaxe hiberniegu como'l tituláu: “Montes ente les nubes” del pintor Ch'en Ch'un, contemporáneu de Velázquez: vagues formes borroses distribuíes nun fondu blancu, que nin siquier foi modificáu y que namás una llectura atenta y la propia contribución del espectador son a interpretar como les cumes d'un cordal, árboles, caminos, ñeve...

En cierta ocasión, nun mercadín caleyeru de los alredores de Sintra, en Portugal atopé una reprodución de una vieya estampa oriental fecha con auténtica tinta china, de la qu'argumentaba el vendedor, un xitanu ensuchu y de güeyos como platos, que si se quitaba'l cristal podía olese y hasta-y saltaba una llárima al que lo probare. Pidía un equivalente a unes dos mil de les antigües pesetes y después de negociar, paezme que lo dexó nunes quinientes. Al roblar el tratu volvió amosar les sos dotes d'involuntariu poeta chinu al aseguranos que la imaxe representada na estampa: una ramina a la que-y fueran quedando malpenes media docena de fueyes, yera tan delicada, que si la dexábemos al llau d'una ventana abierta un día de muncho aire, había una fueya, la que taba más suelta de toes, que podía llegar a caer de la rama.

Aquella reproducción, qu'ún, insufláu pol enclín mistificador del xitanu de Sintra, barruntaba llegada seguramente, peles vueltes del regueru del tiempu y l'azar, de dalgún tallerín de Macau o Formosa, acompañóme en dos o tres mudances hasta que se perdió pa siempre na última. De toles coses qu'ún foi perdiendo en cada mudanza de casa, dende los llonxanos díes de la infancia nos que dexamos el llar natal de Ramón y Cajal, 9 de Sama, hasta les últimes, per distintos barrios de Xixón hasta ésti de L'Arena, la perda de la estampina oriental foi seguramente la más irreparable de toes.

Mientres m'acompañó, siempre nun rinconín privilexáu enriba la mio mesa de trabayu, más d'una tarde y nueche del crudu hibiernu de Xixón sufrió los enviones del nordés y de les xarazaes, ensin que viere cumplise aquel milagru que m'asegurara el xitanu y puedo atestigualo porque de vez en cuando cuntaba les fueyes de la rama y siempre yeren les mesmes. Polo mesmo, tampoco pudi acolumbrar que-y saliere nenguna fueya nueva o a lo menos un brotín aduces, en primavera nin en branu. Sicasí, alcuando, paecióme notar que la fueyina a la que se refería'l chamarileru, la más flebe, de la qu'una corriente facía esfrellase los cantos de la ventana, talmente asemeyaba, sinón movese, respigase mui seliquino.

Más cierto yera la calidá de la tinta china que tanto emponderara el xitanu de Sintra. Una vez tocóme cambia-y el cristal del marcu y fice la preba. Realmente olía aquella ramina, sinón a mañana de mayu con orpín, sí a tinta, un arume tan intensu, que si t'arrimabes abondo, bien podía llograr que t'esproñara nos güeyos l'asomu d'una llárima.


quarta-feira, 9 de janeiro de 2013

náufragos

Sucedió aquí en Xixón, hace dos inviernos. Un hombre, sin identidad conocida y con acento extranjero, fotografiaba el rompiente de las olas una tarde de temporal en la recién inaugurada escalera nº 0 del Paseo del Muro. Alguien que transitaba por allí le advirtió del peligro que corría y él, ignorando el aviso, sonrió y dijo algo así como: “¡No problema!”. Siguió fotografiando la furia del mar contra la balaustrada que rodea la Iglesia de San Pedro. El testigo y un surfista que nadaba sobre su tabla enfrente de La Escalerona vieron como una de aquellas olas de más de tres metros lo engullía con su lengua de espuma y lo hacía desaparecer bajo las aguas.

Que se ignoraba su identidad y que hablaba con acento extranjero fueron los únicos datos ofrecidos al día siguiente por los periódicos de la ciudad sobre el infortunado desconocido. Algunos testigos consultados por los reporteros locales añadían algunos otros detalles: que era un hombre de mediana edad, que usaba gafas y que había revelado en un bar cercano al Muro su condición de peregrino a Compostela, por el viejo camino de la costa.

La prensa informó durante los días siguientes del dispositivo organizado para el rescate del cuerpo y en el que participaban efectivos de Salvamento Marítimo, Bomberos, Cruz Roja, Protección Civil, Guardia Civil, Policía Nacional, Policía Local y voluntarios. En todo ese tiempo el estado del mar apenas había variado y los responsables del operativo de rescate confesaban a los medios las escasas esperanzas que albergaban de lograr localizar al ahogado en esas condiciones. Un veterano marinero del barrio de Cimavilla declaraba a un periódico local que había que esperar por lo menos diez días para que un cuerpo arrastrado por el mar emergiese a la superficie. Otros expertos, consultados, cifraban esta espera en dos semanas.

Pasaron diez, quince días, un mes. El mar bravo del invierno en la Bahía de San Lorenzo no parecía dispuesto a soltar los restos de su presa. El asunto dejó de ser noticia. En la prensa de la ciudad apareció algún suelto posterior en el que se informaba que la Policía se había puesto en contacto con otros servicios policiales de distintos países europeos con el fin de conocer si se había denunciado la desaparición de alguna persona en territorio español que pudiese responder al perfil del ahogado, sin ningún éxito.

Recuerdo aquellos días, uno mismo, mientras paseaba los perros por el la Playa de San Lorenzo, escrutaba a las olas que venían a romper en el arenal por si acaso aparecía algún resto del desaparecido: una prenda, las gafas... algo. Acababa de leer un título singular entre los que se imprimen cada año en España bajo el epígrafe de no ficción y que apenas cinco años después de haberlo publicado el principal grupo editorial del país, se vendía en un mercadillo de saldos por un euro. En su día también había pasado prácticamente desapercibido, a pesar del reclamo comercial con el que se había lanzado: “La verdadera historia de Heinz Ches, ejecutado el mismo día que Puig Antich”. Claro que en 2005 y desde hacía bastante tiempo, seguro que tanto el nombre del anarquista muerto a garrote vil en marzo de 1974 como el de su compañero de infortunio, un extranjero al que se acusaba del asesinato de dos personas, una de ellas guardia civil.

El libro: “El silencio de Georg”, una emocionante investigación del escritor Raúl M. Riebenbauer, reconstruía, prácticamente de la nada, la biografía de alguien que entonces, como tres décadas atrás, apenas era la sombra de un fantasma. Un ciudadano calificado por las autoridades que lo juzgaron y condenaron de apátrida, “posiblemente de orígen polaco”, con nombre falso y cuyo presunto crimen (según las averiguaciones de Riebenbauer, casi probado), en la persona de un vigilante de seguridad y un miembro de las fuerzas del Orden Público, lo emparentaban en el Código Penal de la dictadura de Franco con aquel joven militante anarquista detenido tras una refriega con otros activistas libertarios de Barcelona en la que había resultado muerto un policía. El autor de la investigación consigue localizar a los familiares de aquel supuesto apátrida: en realidad un ciudadano de la antigua RDA llamado Georg Michael Welzel, casado y creo recordar con un par de hijos, al que los suyos habían dado por desaparecido en algún lugar del sur de Europa y del que nunca habían vuelto a saber.

Quién sabe si en alguna ciudad de Francia, Alemania, Bélgica, Holanda, Italia, Gran Bretaña...no hay alguien que aún espera noticias de aquel desconocido que un golpe de mar se tragó para siempre frente al Muro de San Lorenzo en Xixón. Tal vez ese hombre con gafas, amigo de fotografiar la furia de la naturaleza y seguramente también los lugares hospitalarios que fue construyendo para resguardarse de ella la mano del ser humano, tenía la costumbre de perderse por aquí y por allá sin sentir la necesidad de enviar a los suyos tarjetas postales o de comunicarles de vez en cuando con una llamada telefónica por donde iba encaminando sus pasos. Tal vez fuese uno de esos tipos que una vez en la vida deciden perderse, romper las amarras que aún les puedan unir a su entorno afectivo o sentimental y andar mundo adelante, sin detenerse a mirar ni para su propia sombra.

Sucedió hace ya dos inviernos en este mar, que algunas tardes de invierno parece empeñado en recordarnos a todos los que a veces transitamos por las calles de las ciudades que vio nacer dándole la espalda, su naturaleza de animal salvaje e imprevisible. Cuando paseo por la playa con los perros en estas fechas, aún me detengo a inspeccionar sus despojos: el banco descuartizado de una lancha, una bolla estrangulada por las algas (el ocle de estas riberas cantábricas), un trozo de tela deshilachada, algún posible resto de aquel desconocido que se ahogó frente a la escalera nº O del Muro o de cualquier otro náufrago, de identidá aún más borrosa. Son pesquisas infructuosas, del mismo percal que esas en las que uno se busca a sí mismo o lo que queda de uno en los días ya idos y sólo encuentra despojos de naufragios ajenos, ni un sólo detalle en el que reconocer algo de lo que fue y ya no es. En nuestro caso, tan distinto al de los verdaderos náufragos: afortunadamente y casi siempre, para bien.

segunda-feira, 7 de janeiro de 2013

suave como el deseo

El deseo es como el fuego: incendia igual bajo la forma de una chispa como de una llamarada”. Lo anoté hace unos meses en un margen de mi cuaderno de trabajo, junto a otro apunte del mismo tenor: “No hace falta ser un pirómano para disfrutar del fuego, un leño ardiendo en una chimenea puede colmar nuestra fascinación por ese ardor antiguo. Incluso la llama de un mechero.”. Eran frases sin ninguna pretensión a no ser la de recordar lo que uno estaba pensando en esos momentos. Las fui garabateando en la libreta de bolsillo mientras esperaba a que aquel tipo volviese de los servicios para seguir escuchando su historia.

Nos habíamos conocido hacía apenas un par de horas en la barra de un tugurio para noctámbulos al lado del hotel donde ambos nos hospedábamos. Era más o menos del gremio de uno: viajante, por asuntos comerciales; los míos, algo más complejos de definir desde un punto de vista profesional, aunque a él le había dicho, para simplificar las cosas, que me dedicaba a la representación de bienes de equipo, dejando que él se hiciese la idea que yo mismo no tenía muy clara del producto que promocionaba.

A la segunda copa me había empezado a contar una historia nada corriente y, aunque propendía a embarullar su relato, como suele ser corriente entre los profesionales del comercio itinerante, de fastidiosas digresiones y vueltas a lo mismo, lo dejaba uno seguir explayándose con ganas de saber más.

La historia comenzaba en sus primeros años como agente comercial. En una ciudad de paso, como aquella en la que estábamos, una villa levítica y gris por la que también uno había transitado alguna vez, entró una mañana en un estanco a comprar un paquete de tabaco. Al frente del local se hallaba una señora, aún joven y atractiva, de gestos delicados y formas amables, a pesar de su semblante serio, adusto, impenetrable. Le pidió la marca de cigarrillos que entonces fumaba, ella depositó la cajetilla sobre el mostrador y cuando él alargó las monedas para pagar, la estanquera, en lugar de esperar a que las soltara sobre el mostrador, le acercó una mano a la suya para recogerlas directamente y con ese gesto le rozó suavemente en la palma, “con toda intención”, según las palabras del viajante.

A la mañana siguiente y pese a que no le cogía de camino se dirigió nuevamente al estanco. Pidió su tabaco y a la hora de pagar la señora volvió a repetir aquel roce de su mano en la suya, nada casual, recalcaba mi compañero de copas. En ese segundo encuentro, el joven agente comercial, al sentir el contacto de la mano de la estanquera se había estremecido en un goce que le había provocado casi una erección.

Su agenda comercial lo llevó a seguir itinerario por otras ciudades y hasta el próximo mes no volvió a aquella ciudad de paso. Su primer deseo al regresar fue encaminarse hacia el estanco. Había pasado un mes, pero estaba seguro de que la señora lo reconocíó nada más abrir la puerta del establecimiento. Su semblante seguía siendo hermético y seco, apenas un saludo de rutina, casi sin mirarlo y de nuevo, en el momento de extender las monedas, la mano de la estanquera lo acariciaba al recogerlas. Esta vez fue él, quien, “con toda intención”, no retiró la mano, devolviéndole, con la mayor delicadeza de la que era capaz, la caricia. La estanquera apartó la suya como si le acabaran de clavar una aguja. “Buenos días”, le dijo, abruptamente, dándole la espalda.

El viajante volvió al mes siguiente, desviándose de la ruta más corta de su itinerario, sólo para visitar de nuevo aquel estanco. En esta ocasión, la señora lo recibió con una enigmática sonrisa. Sólo eso. No le miró a la cara mientras le despachaba el tabaco y al cobrarle extendió ella su mano, esperando una caricia.

Desde aquellos lejanos días de su juventud, mi compañero de copas, había seguido acudiendo puntualmente a comprar su tabaco en aquel estanco de la apartada ciudad de paso. Había cambiado de empresa casi al mismo ritmo con el que iban pasando los años y había pasado de vender seguros a vender enciclopedias, representar productos de alimentación, lencería, ferretería, calzados, artículos deportivos, juguetería y hasta bienes de equipo. En todo ese tiempo lo único que había permanecido constante e irrenunciable eran sus visitas al estanco de aquella ciudad perdida.

Con los años la señora había ganado algo en kilos, sus caderas ya no eran las mismas que se amoldaban a un vestido ajustado y en su rostro, delicado y adusto, algunas arrugas habían ido esculpiendo el paso de la vida rutinaria tras el mostrador. El viajante -que tampoco era ya aquel joven tímido y rebosante de ardor-, en todo caso, seguía considerando a aquella mujer irresistiblemente atractiva y la única que de veras había conseguido amarrarle a un deseo de no abandonarla nunca, aunque se había casado dos veces y había tenido multitud de amantes. Sus encuentros seguía siendo igual de sutiles y fugaces que en aquellos primeros tiempos, cuando se conocieron. Él pedía su tabaco, ella le entregaba la cajetilla y en el momento de pagar se acariciaban levemente las manos. No se decían nada aparte de las frases protocolarias de cualquier cliente con la expendedora: “Un paquete de tal marca”, “Tanto”, “Aquí tiene”, “Gracias”, “Buenos días”...

Hacía un año, mi confidente había dejado de fumar. No por ello había abandonado sus visitas al estanco de la ciudad de paso. Ahora compraba chicles, sellos, billetes de lotería. Unos meses atrás había encontrado a la estanquera con un aspecto que no se esperaba: el rostro hinchado, un gorro de lana cubriéndole la cabeza y sin dejar asomar ni un leve mechón de su cabello. No le preguntó nada, como era su costumbre, pero supuso que aquellos signos externos delataban el avance de una enfermedad, ciertamente grave. Pidió unos caramelos de sabor a eucalipto y en el momento de pagar su mano y la de ella se acariciaron suavemente, demorándose en el goce de rozarse como si fueran sus propios cuerpos los que se acariciaban después de haberse corrido juntos. Ni siquiera entonces se miraron a los ojos.

Acabé de garabatear mi último apunte: “No hace falta ser un pirómano para disfrutar del fuego...”, cuando vi al viajante volver de los servicios. Se acomodó a la barra. Bebió de su copa. Lo acompañé echando un trago a la mía. Sonreí, esperando que concluyese su historia.

- El mes pasado volví a pasar por allí. Ya no me llevaba la intención de querer volver a verla, simplemente quería saber cómo estaba. Me encontré con el estanco cerrado y con un letrero de “Local disponible”. Pregunté en un bar que hay al lado y allí me dijeron que sabían tanto como yo: una mañana el estanco apareció cerrado y unas semanas después alguien llegó y colocó aquel cartel de “Local disponible”. No supieron decirme más. 

El viajante me miró, como si yo pudiese añadir algo a la historia que me acababa de contar. Luego sacó un móvil del bolsillo para ver la hora que era. Volvió a mirarme.

- Es tarde ya...Y mañana, trabajamos -dijo, apurando el último sorbo de su copa.

Yo apuré la mía. Nos levantamos a la vez para irnos al hotel, a dormir las pocas horas que nos quedaban.

- Es tarde ya...-volvió a decirme a la puerta de mi cuarto, antes de seguir por el pasillo el camino al suyo-. Siempre es tarde ya para todo...y al final, casi ni importa...

sexta-feira, 4 de janeiro de 2013

superviviente

¿Puede describirse el horror con palabras?, le preguntaba el entrevistador a aquel superviviente de un campo de concentración nazi. Las buenas intenciones a veces renuncian a ser inteligentes o se disfrazan de esa clase de grandes preguntas tontas. “Afortunadamente, contamos con las palabras, para poder decribir el horror y el infierno”, contestaba el superviviente y como muestra de ello, más adelante reflexionaba: “Las vidas allí eran como gotas de lluvia en un cristal, permanecían un instante mientras se deslizaban ante nosotros hacia la nada, una tras otra, incontables y fugaces como gotas de lluvia”.

De nuestro vecino sabíamos poca cosa desde que nos trasladamos a vivir en aquel edificio del centro de Xixón. Apenas ciertas suposiciones construídas acerca de su apellido, polaco o ruso, y su acento, de alguna de las bandas del Río de la Plata, por la vertiente de Uruguay o de Argentina. Siempre educado y prudente en nuestros casuales encuentros en el ascensor o por la calle. Siempre pulcro y elegante, a pesar de la pátina que delataba tiempos mejores a sus trajes confeccionados a medida.

En las reuniones de la comunidad de propietarios apenas abría la boca. Permanecía en un discreto segundo plano, siguiendo con interés las discusiones de los otros vecinos y limitándose a asentir o a esperar, con serenidad, a que se llegase a un acuerdo, antes de decidirse por cualquier opción. Vivía con su mujer, a la que siempre conocimos enferma y recluída en casa. Cuando le preguntábamos por ella, lo agradecía con una sonrisa de cortesía y la promesa de trasladar a la enferma el interés mostrado.

A mi padre le tocó tratarlo más, ya que ambos frecuentaban por las tardes las sesiones de ajedrez del Café Dindurra y del Ateneo Obrero. Jugaron uno contra otro en repetidas ocasiones y según me contaba mi padre, también en estas citas habituales, nuestro vecino se mostraba igual de parco y reservado.

En una ocasión, durante el tiempo en el que trabajé en el Ayuntamiento, pude conocer algún dato más de su identidad. Acudió en busca de un certificado de empadronamiento y en la base de datos municipal aparecía su lugar de nacimiento en un lugar, no sé si aldea o suburbio, de Cracovia, en Polonia. A finales de los años cuarenta se había trasladado a Buenos Aires y un par de años más tarde residía en Montevideo. A mediados de la década de los sesenta había vuelto a Europa para instalarse en Luxemburgo. Allí, deduje, al extenderle también un certificado de su mujer y verificar los datos de ella, debían haberse conocido y casado. Ella era asturiana, de Salas. En 1987 se habían empadronado en Xixón, en la misma dirección, donde los conocí un par de años después.

El dato que me faltaba para acabar de completar la identidad escurridiza de nuestro vecino, me lo facilitó mi padre, unos meses antes de comenzar a perder la memoria. Comentaba sobre un tablero de ajedrez una complicada partida que había jugado con “el uruguayo” (como le llamábamos en familia a veces, incapaces de pronunciar correctamente su apellido polaco). Aquel hombre, sereno y correcto, incapaz de quebrar su código de buenas maneras aunque le salpicase un coche al pasar sobre un charco o una gaviota depositase sobre los hombros de sus trajes impecables la infamia de un excremento, tras combatir con toda su energía y su ingenio la situación desventajosa a la que le había llevado mi padre y llegar a la conclusión de que no tenía salida posible, emitió un ligero exabrupto en francés y tembloroso de rabia, extendió el brazo, como si fuese a propinarle un puñetazo, a su propio rey y lo tumbó con un golpé preciso del índice sobre la casilla en la que acababa de perder el juego. Mientras acometía la acción, mi padre pudo observar claramente el número que asomaba tatuado en su muñeca y cuyas cifras finales se ocultaban bajo el puño de la camisa. Luego, recordaba mi padre, nuestro vecino, se quedó con la vista perdida en los ventanales del Café Dindurra, donde un aguacero repentino había comenzado a dibujar con violencia sus gotas quebradas y por un momento, le pareció notar, que sus ojos también se humedecían de una vaga emoción, entre la ira y la tristeza.



quinta-feira, 3 de janeiro de 2013

llobos mansos

¡Uxa!, dicíen en mio casa pa espantar el frío, cuando la cocina de carbón nun tiraba bastante pa escalecer del too la estancia. Lleo nel Diccionariu online de l'Academia de la Llingua qu'esta interxeción úsase tamién pa espantar a dalguién o a daqué. Seguramente, inda yo namás lo remembro asociao al frío y nun sé por qué tamién a la escuridá, al mieu.

Hai soníos que paecen remitir a esi tiempu antigu onde'l monte y la biesca yeren un territoriu propiciu al mieu, sobremanera en siendo hibiernu y de nueche. Perende, guarecíu ente los matos y la nubla, acusbiaba'l peligru, qu'unes veces tenía'l semblante borrosu d'una pantasma y otres el focicu arreguiláu del llobu. Yo enxamás topé con unos o con otros pel monte. Les pantasmes que conocí fueron toes urbanes y de la triba na que les describió James Joyce: “dalguién de quien se perdiera'l rastru por ausencia, llonxanía o falta de tratu”. Y lo más asemeyao a un cercu de llobos vivilo n'otru clima, al otru llau del mar, nuna isla onde'l calor apolmonaba, enxugando de sudu les camises y la claridá del cielu desllumaba dende los primeros rellugos de la mañana.

Llegara a Santo Domingo dos díes enantes, después de perder el vuelu d'enllace en Madrid y tener d'esperar al prósimu, que nun salía hasta'l día siguiente, nun hotel del barriu d'Usera. Aquelles venticuatro hores en tierra de naide reducíen una xornada la mio estancia nel país caribeñu, ensin posiblidá nenguna de prollongala cambiando'l billete de vuelta.

Acudía convidáu al congresu bianual de l'asociación d'artistes y escritores latinos de Nueva York LART (Latin Artists Round Table), que nesa ocasión, treslladaba l'eventu dende la so sé habitual de la CUNY (The City University of New York) en Washington Square a la Universidá Central de la República Dominicana. Fueran dos díes y mediu intensos, nos que tuviera vagar p'aburrime nes sesiones del congresu y tamién pa espansionar, con un pequeñu grupu de disidentes de la organización, pasando una llarga mañana nuna playa de los alredores de la ciudá de Santo Domingo, na que probé per primer vez la sensación de bañase nes agües tresparentes y cálides del Caribe y unos deliciosos daikiris arrepanchigáu nuna hamaca a la sombra d'un palmeral, como un auténticu Ronnie Biggs. Tamién d'acompañar al mesmu grupu d'alegres disidentes a una fiesta privada na casa d'una conocida escritora dominicana y contemplar dende la so terraza la nueche d'una ciudá de lluces musties, allumada de cuando en cuando pol esllendor de les fogueres entamaes en plena cai y alrodiu les que se xuntaba la xente del pueblu a festeyar el sábadu, bebiendo ron o quitapenas y bailando al son de timbales o descomanaos radiocasettes, nuna d'eses escenes que los turistes se pierden por nun atravese a andar a tales hores peles vieyes cayes coloniales.

Ente los convidaos a aquella fiesta, más de los que paecíen caber n'azotea de la casa de la escritora, taba una fía del Indio Fernández qu'acababa de presentar una autobiografía nada condescendiente hacia la memoria de so padre y que, por si acasu había duldes, titulaba dalgo asina como: “La hija del hijo de perra”. Yera una señora mayor con lentes antigüos y el pelo recoyío en dos llargues trences canoxes, que bebía ron Brugal a un ritmu endemoniáu y -de raza-y venía a la galga, por más que renegare-, sorprendía a los convidaos más pusilánimes, como el que lo cuenta, con un enorme pistolón enfundáu nuna cartuchera que llevaba al cintu y del que nun se despegaba, según nos confesó, desque fuera amenazada de muerte nel so país por fanáticos adoradores de la memoria del Indio Fernández. Nun yera'l primer arma de fueu que vía naquel país portada como la cosa más normal en xente civil y corriente, mesmo'l recepcionista del hotel onde m'agospiaba, un negru inmensu de tremendos bigotes, llevaba un revólver, del qu'asomaba la culata embaxo la llibrea. Al que llegaba d'un aburríu país de la vieya Europa nel qu'un crimen de tiros da pa un selmana entera de telediarios nun dexaba de choca-y
esti asuntu de les armes, polo visto, tan corriente en bien de llugares de toa America Latina. Inda asina, en reparando pa ello como una parte más de la realidá cotidiana cola que topaba ún perende, a poco que s'apartaba de los restrinxíos circuitos turísticos, paezme qu'acabé por velo con toa naturalidá, ensin aparame a pensar no que, precisamente, tenía de real el peligru.

Después de la fiesta empobiné colos mios compañeros d'aventura del LART hasta l'hotel y de no haber bebío tanto ron en casa de la escritora, toi seguru de que hubiere siguío el mesmu camín d'ellos hacia los sos cuartos y como se diz vulgarmente: a mexar y pa la cama. Sicasí tuvi la mala cabeza de volver salir del hotel. Tenía un furacu en botiellu y petecíame fartucalu con dalgún bocaúcu de lo que fuere, un sandwich o un hot dog. Asina que dexé l'hotel al mio llombu y adentréme per una llarga avenida, que viera tanto de día como de nueche siempre vacia y ensin un alma. En dalgún puntu d'ella, sicasí, acolumbrábase'l rellumu de neón de lo que paecíen bares abiertos. Tiré hasta alló, ensin nenguna sensación de tar metiéndome per terrenos arriesgosos, cola mesma tranquilidá cola qu'andaba cualquier nueche en Xixón pel paséu del Muro. Algamé el primer establecimientu, el lletreru lluminosu anunciaba hamburgueses, hot dog, tacos y una sinfinidá de lo que asemeyaben productos locales. Nun m'amedranó el mulatón musculosu que bebía una botella de cerveza a morru, abrazáu a una mocina d'aspectu fráxil, a la puerta del local. En cintu de los sos pantalones vaqueros, aidando a someter la so camiseta axustada, llevaba una pistola con empuñadura plateada. Miróme d'arriba abaxo y con un acenu, nun sé si de plasmu o d'hostilidá, díxome, ensin dexar d'abrazar a la mulatina:

  • ¿A dónde vas tú, gringo, a estas horas?

Más qu'asustame, féxome gracia'l que me llamare “gringo”. Hasta entós moviérame per aquelles cayes, desque llegara, talmente convencíu de que'l mio aspectu y les mios traces, más bien cortu d'estatura y morenu, facíenme pasar por un natural del país o polo menos de cualaquier otru país latinoamericanu. La sonrisa, franca dafechu, ensin doblez nenguna, que m'asomó al focicu, debió paecé-y al matón salvoconductu aceptable pa dexame entrar nel bochinche con vida y volver a los sos trebeyos amatorios cola mocina.

Nel interior del local sonaba al alto la lleva un ritmu machacón y malamente soportable de reaggetón. Tampoco eso m'encuruxó nin les miraes que los parroquianos me diben espetando de la que m'abría pasu hasta la barra del local. Pidí una cerveza y un hot dog. Mientres bebía la cerveza, esperando pol bocáu, arrimáronseme dos puntos, más o menos cola mesma planta que'l mulatón de la entrada. Prendí un pitu, mirándolos con una sonrisa hermana a la que me valiera pa salvar el pelleyu unos minutos enantes y como si los conociere de tola vida. Ellos acoldáronse a la barra con una actitú asemeyada a la de los pistoleros de les películes del Oeste cuando paren nun Saloon. Siguí fumando y bebiendo la mio cerveza, como si tal cosa, inda nel mio interior sentía que se prendieran toles alarmes y qu'una tremesina ximielgábame'l corazón hasta restorcémelu. Sirviéronme'l hot-dog. Pidí ketchup y mostaza. Volví mirar a los mios acompañantes ensin posar la sonrisa y alcordándome d'esa película célebre de Lars von Trier: “Los idiotes”, decidí comportame como los sos protagonistes. Primero sepulté la salchicha y el riche de pan con mediu bote de caún de los condimentos y después entafarré el deu furabollos nel mexunxe y púnxeme a chupalu con auténticu placer. Un de los matones abrió la boca por fin:

  • ¡Se está riendo de nosotros!

L'otru miróme con cara d'ascu y apartóse de la barra como si acabare de topar a un apestáu.

  • ¡Déjalo! ¡Vamos! ¡No está bien de la cabeza!


Tuvi la impresión de que diba per bon camín. Volví entafarrar el deu na masa de ketchup y mostaza, garré una servilleta de papel y pinté col furabollos un corazón. Nun reparé pa lo que facíen los matones, pero, como mano de santu, aquella nueva atrocidá mía emburriólos a abandonar la so posición d'ataque y a allonxase de la barra. Mesmo como percibiera enantes, ensin velos, que s'acoldaben al mio llau, notara agora gustosu que desapaecíen del mio entornu.

Llimpié'l deu entafarráu notra servilleta, bebí un tragu de cerveza y fui papando a pocoñinos el hot dog, después de quita-y bona parte del so disfraz asquerosu de ketchup y mostaza. Cuando rematé el piscolabis y l'últimu tragu de la botella, pagué y al volvéme pa marchar vi metanes del bochinche un futbolín nel que los matones de diba unos instantes xugaben contra otros dos del mesmu percal, voltiando los mangos de cada filera de xugadores como si la vida-yos fuere nello. Entós mirélos con una simpatía empapada de ternura y casi me sentí mal por habeme amosao tan groseru con ellos. A fin de cuentes, pensé, poco peligrosos y nada mala xente puede ser dalguién que xuega al futbolín.

Salí del bochinche, dándo-y les bones nueches al mulatón de la entrada, que nin me vio, enguedeyáu nos sos asuntos cola mocina. Volví al hotel y durmí a la pata llana, como un recién nacíu. Mientres durmía soñé con llobos. Andaba perdíu y de nueche en monte, una tremenda xelada diba posando les sos ales de fierro frío nos matos, na folla del camín, en caún de los miembros del mio cuerpu. Al mio llau una manada de llobos diben siguiéndome guarecíos ente les solombres, en tientes podíen acolumbrase los tizones encesos de los sos güeyos y el bafu qu'esalendaben los sos focicos. Siguíenme hasta un claru del monte y ellí, en vez de tirase a mi, arrodiábenme sentándose y mirándome, como faen los mios perros cuando esperen que-yos dea una llambionada. Asina vistos de cerca nun paecíen tan fieros, más bien conmovía la fame que se-yos aldovinaba nos güeyos. Nun tenía nada pa da-yos, tampoco quería face-yos nengún mal. Entós viénome a la boca aquella palabra vieya, que dicíen en mio casa pa espantar el frío y que según el Diccionariu de l'Academia la Llingua tamién val pa espantar a dalguién o a daqué.

  • ¡Uxa! -grité con tol alma-. ¡Uxa, uxa!

Y los llobos marcharon del sueñu, siguiendo'l so camín.