sexta-feira, 25 de janeiro de 2013

vida nueva

A veces se sentía atrapada en aquel pueblo como en la trama de una telaraña. Dos años atrás lo había elegido, prácticamente al azar, jugando con su dedo sobre un mapa de la costa. Entonces sólo quería romper con los vestigios de una relación y estar sola durante algún tiempo en un lugar lo bastante pequeño como para poder construir su propio refugio de ritos y rutinas.

Luego, cuando llegó allí por primera vez le gustó el pueblo. Encontró una casa de dos plantas, con buhardilla y galería, en el antiguo barrio marinero, por un alquiler más que asequible, y no se lo pensó dos veces. Se trasladó a su nueva vivienda en los días siguientes y se entretuvo unas semanas más en realizar ciertos arreglos, pintar las habitaciones y desembalar las cajas de cartón en las que había logrado colocar, como en un puzzle chino, su biblioteca, es decir, los restos del naufragio que pudo salvar en los últimos días de convivencia forzosa con X.

Desde la galería de madera y desde las ventanas del cuarto en el que había instalado su dormitorio, podía verse una extensa franja de mar abierta al otro lado de la bocana del puerto. Enfrente se elevaba un promontorio de extensas praderas y terrenos destinados al cultivo del maíz; sobre ellos, en el perfil del horizonte, se alzaban las siluetas de un par de casas de labranza, cada una con su hórreo y su vara de heno. Abajo, el centro del pueblo, con su parquecillo de magnolios, rodeado de establecimientos comerciales y hosteleros; los modestos edificios administrativos del Ayuntamiento y la parada oficial de los tres únicos taxis de todo el municipio.

Acerca del emplazamiento de su nueva casa y de la perspectiva que se dominaba desde la galería le escribió a una de sus mejores amigas que estaba encantada de vivir a menos de trescientos metros del centro del pueblo “en línea vertical”, una localización que, añadía le parecía “ideal: cerca de todo y sin las molestias de la proximidad horizontal”. Con análogo sentido del humor concluía afirmando que “era como vivir en la azotea de un rascacielos”.

En una carta posterior, varios meses después de haberse asomado por vez primera a la galería, le confesaba a su amiga las dificultades para relacionarse con los vecinos del pueblo más allá de las formalidades en el trato cotidiano. “La gente aquí se muestra muy cercana y amable en el contacto diario, todo el mundo se saluda y te saluda. Si te quedas de pronto sin aceite o sin sal, pongo por caso, y no te apetece bajar al centro del pueblo a comprarlo en una tienda, cualquier vecina te lo facilita y hasta te invita a comer a su casa. Los individuos de género masculino, independientemente de su estado civil: solteros, casados, viudos, con pareja estable o esporádica... se muestran conmigo muy respetuosos, casi diría que...un poco cohibidos...bueno, mejor dicho: retraídos, timidos...La razón última de este comportamiento general, me temo que más que debida a una natural bonhomía de las gentes de este lugar, yo lo atribuyo a que es un pueblo muy pequeño en el que todo el mundo se conoce y todo lo que pasa se sabe en todo el pueblo en unos pocos minutos. Por eso parecen todos cumplir con el papel que se espera de ellos para que nada perturbe el orden de la comunidad.”. A continuación le expresaba a su amiga el temor a que, una vez aceptada como una más de aquella cerrada comunidad, algún día considerasen “estos amables vecinos que una actitud mía podía quebrar ese código moral del que parece depender la estabilidad social del pueblo”.

Hacía más de un año que no le escribía a la única amiga con la que había seguido manteniendo contacto. En todo ese tiempo se habían telefoneado en cuatro o cinco ocasiones y siempre para sostener una conversación más bien trivial, sin detenerse en intimidades de la vida de cada una. Apenas unas palabras para comprobar ambas que el hilo de la proximidad no se había roto del todo.

Penso escribirle una nueva carta aquel mediodía luminoso de a mediados de enero, tras dos semanas de galerna diaria. El sol acariciaba su rostro y sus manos apoyadas en la galería como una promesa de la primavera que en un par de meses volvería a visitarla con una calidez similar, entre galerna y galerna. De pronto reparó para una enorme telaraña que se extendía en un rincón de la barandilla de madera y que tamizada por el filtro del sol mostraba una panorámica parcial del pueblo, algo borrosa tras la trama dorada. En el centro de la celada, la brisa del mediodía zarandeaba las piezas de la despensa de la araña. En aquellos bultitos ovillados por su cazadora con el mismo esmero que la arquitectura sutil de su trampa, aún eran visibles algunos rasgos de las insingnificantes vidas que los habían habitado un día. Y pensó en cuántos otros, antes que ella, no habrían sucumbido en la telaraña que tejían paciente y obstinadamente todos y cada uno de los vecinos del pueblo. Se vio a ella misma, con horror, atrapada o muy próxima a serlo, en la trama de aquel lugar donde había ido buscando un cobijo para sus propios ritos y rutinas, una vida nueva en la que poder recomponerse de sus viejas heridas y volver a ser fuerte. Buscando una nueva ruta por la que encaminar sus pasos hacia días mejores.

Ahora, después de haber visto en la telaraña de la galería un espejo como esos de los cuentos de brujas y de hadas en los que es posible divisar el curso del tiempo hacia el porvenir, había comenzado a cambiar ciertos hábitos de la vida corriente. El tedio y las costumbres repetidas eran el ritmo que marcaba cada jornada del pueblo, un lugar que, sin embargo, se animaba cada fin de semana con la llegada de multitud de forasteros, lo mismo que en verano. Los bares del puerto y del parquecillo de los magnolios sacaban sus terrazas, los coches de los turistas se arracimaban por los escasos márgenes de la villa destinados a aparcamiento y todo el lugar parecía recobrar una inusitada alegría de feria.
La mayor parte de los visitantes eran familias con niños o grupos de parejas, aunque no era infrecuente la presencia de tipos solitarios o pandillas más o menos desparejadas, a menudo de motoristas.

En esos días diferentes ella se había aficionado a bajar al centro del pueblo y sentarse en cualquier terraza a tomar un café o una cerveza, un vermut, una sidra y mostrarse recepctiva a cualquier intento de entablar conversación con un desconocido. En ocasiones se divertía hablando por hablar: aunque sus acompañantes no resultasen especialmente amenos o ingeniosos, le bastaba con esa pequeña escapada del laberinto rutinario. En otras, la apremiaba la necesidad de poder elegir y se mostraba algo más exigente: sólo prestaba atención a aquel que la hiciese reir o pensar. Entonces era ella, a quien no le importaba lo más mínimo que sus vecinos la viesen sonrojarse con la mirada humedecida de deseo o desternillarse de risa con un extraño. En esos momentos se sentía fuerte, viva, poderosa. Si cerraba los ojos se veía a ella misma arruinando con un contundente puntapié de sus zapatos de tacón alto la telaraña de aúrea mediocridad en la que cada día estaba a punto de caer en aquel maldito pueblo perdido del mapa.

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