Mi
tío-abuelo Eliseo, que vivió la revolución del
34, la guerra y las prisiones de los vencidos y los años de la
“fame”, solía repetrir a menudo: “Los ojos del ser
humano se acostumbran a ver hasta el infierno cuando lo tienen
delante todos los días”. Lo recuerdo a veces, paseando a
Klaus (ahora huérfanos ambos de Yola), por la noche y veo a
gente durmiendo en un revuelto de mantas en los cajeros de los
bancos.
Me
acuerdo también de la primera persona conocida a la que vi
dormir en la calle, en el soportal de un garaje. Era Freddy, todo un
personaje cosmopolita y trotamundos de Sama, que volvió a su
casa de La Juécara tras pasar décadas por la tierra
adelante. Su familia no quiso saber nada de él y las primeras
noches de su retorno al pueblo natal las pasó durmiendo en un
saco de dormir en el portal del gimnasio del Instituto Jerónimo
González. Luego, con su talento de encantador de serpientes,
se buscó cobijo enseguida en casa de amigos de hacía
más de treinta años, hasta que al final fue readmitido
por su familia.
En los
primeros años que viví en Xixón conocí a
otro tipo que también dormía en la calle. Era un
holandés errante que pintaba murales de tiza en el Paseo del
Muelle para sacarse unas perras y que iba por la noche a gastárselas
en cervezas y algún bocadillo en el antiguo Café
Trisquel de la calle Pedro Duro. Se llamaba Jan y hablaba español
perfectamente, con acento argentino, adquirido en la infancia de su
madrastra, una porteña emigrada a Rotterdam que se había
llegado a casar con el policía que la detuvo al llegar a
Holanda sin papeles y que era el padre de Jan. De su vida, creo que
fue lo único que le escuchamos contar y una vez muy de pasada,
cuando alguien se interesó por saber el origen de aquel
marcado acento argentino.
Dentro
de lo que cabe llevaba una existencia bastante rutinaria, desde el
mediodía hasta bien entrada la noche pintaba sus murales en el
suelo del Muelle y al concluir su jornada laboral se iba al Trisquel,
comenzaba a beber pintas de cerveza y se marchaba cuando ya no le
quedaba una moneda que gastarse. Llegado ese momento se levantaba
tambaleante, recogía su petate y decía siempre: “Bueno,
creo que es hora de irse a casa”.
Una
noche volviendo yo para la mía, cerca de la Puerta de la
Villa, me pareció ver durmiendo en el soportal de un garaje a
un tipo muy semejante a Jan. Pasé de largo y retrocedí
unos pasos para cerciorarme de que era él. Lo reconocí
por la funda del petate, un saco auténtico de marinero con el
viejo anagrama de la Armada de Flandes.
Era un
tipo muy divertido y ocurrente. Nos gustaba charlar con él
mientras trasegábamos nuestras Guinness y él sus pintas
de cerveza española de barril, sobre todo por sus puntos de
vista siempre particulares y sorprendentes. A propósito del
dinero, mantenía opiniones similares a las de los anarquistas
clásicos, atribuyéndole una mera naturaleza de ficción
social. “El dinero no existe”, recapitulaba a última hora,
a punto de “irse para su casa” tras fundir la última
moneda conseguida pintando en el Muelle. No sé si yo o un
amigo de aquella, del que hace años que no tengo pista, le
discutíamos que precisamente su caso era una perfecta
demostración del funcionamiento del mercado capitalista:
mientras producía sus murales se iba generando en la gorra
destinada a las monedas de los viandantes un pequeño capital
que él, una vez recogido, empleaba en consumir cerveza en el
Café Trsiquel, al día siguiente la rueda volvía
a girar: debía comenzar de nuevo para que la maquinaria del
dinero no se interrumpiese. En verdad -le provocábamos- él
formaba parte de esa maquinaria capitalista le gustase o no le
gustase y de una u otra manera seguiría formando parte de
ella, por lo menos, hasta el día en el que consiguiese vivir
del aire y Ramón o Beto, los chigreros del Trisquel,
decidiesen invitarle a sus pintas hasta que el cielo cayese sobre la
tierra. Jan se encogía de hombros, nos miraba con sus ojos
vidriosos y miopes sonriendo tras unos lentes estilo John Lennon y
apuraba el último trago de cerveza para insistir en su
cantinela nihilista: “La cerveza tampoco existe”. Y decía
aquello de que ya iba siendo hora de irse a su casa.
En
aquella casa del garaje cercano a la Puerta de la Villa lo vi una
noche de “xelada”, en lo más crudo del invierno, durmiendo
con media docena de gatos callejeros acomodados sobre él.
Desde la acera se podía escuchar perfectamente el ronronear
agradecido de sus compañeros de lecho.
Una
noche apareció por el Trisquel exultante de alegría.
“Ahora sí vais a poder insultarme de capitalista para
arriba. He encontrado un trabajo estable y renumerado con derecho a
vivienda”. No le creímos hasta que fue explicando en qué
consistía su nueva vida como asalariado. Por lo visto había
llegado a un trato verbal con el vigilante nocturno de un parking
para que le sustituyese en su puesto mientras el titular se iba a un
puticlub de enfrente del garaje a pasar el rato. A cambio le pagaba
una cantidad similar a la que él obtenía pintando en el
Muelle durante todo el día y le permitía pasar la noche
a cubierto y con una nevera al lado llena de latas de cerveza y
algunas viandas. El tiempo libre que le permitía su nuevo
horario laboral lo empleaba en deambular por Xixón, echarse a
dormir una siesta en el Cerro de Santa Catalina o dejar que las horas
transcurriesen plácidas en la Cuesta del Cholo, con una caña
en una mano y un porro en la otra.
Sé
que no duró mucho la nueva situación de Jan. Creo que
los dueños del parking descubrieron la estratagema de su
vigilante nocturno y lo despidieron inmediatamente. Jan volvió
a pintar sus murales con tizas de colores en el Muelle.
Pasó
el tiempo. Yo dejé de frecuentar todas las noches el antiguo
Trisquel de la calle Pedro Duro. A nuestro amigo el holandés
le perdí el rastro en la primavera del 92 o del 93. Había
desaparecido del Paseo del Muelle y el último mural que
pintara lo borró con una furia bárbara un aguacero
seguido de una galerna no menos tremenda un 25 de abril en el que un
grupo de románticos de la revolución portuguesa
intentaba conmemorar la fecha en los Jardines de la Reina con música
de fados y unos cuantos claveles que la ventolera pronto dejó
hechos trizas entre las plantas tropicales del jardín público
y las aguas remontadas del Muelle.
Años
después, la primera vez que viajé al pueblo natal de
Mercedes en Galicia, nos escapamos una tarde hasta Santiago y allí
al lado del Preguntorio vi reclinado sobre un mural en el suelo de
lajas baqueteadas de la rúa a un tipo desgreñado que
deslizaba sus tizas de colores sobre un dibujo del Apóstol
algo naïf que parecía cien veces borrado y vuelto a
pintar. Junto a la gorra destinada a las monedas y el petate de
marinero habia dos botellas de cerveza de litro, dos litronas, una
vacía y la otra, a punto de estarlo, que el artista callejero
bebía a morro, sin importarle de que una parte del contenido
de la botella se desparramara por su barba rala y sucia. Me acerqué
a dejarle unas monedas y le toqué en el hombro para saludarle.
Jan se volvió con la mirada vidriosa y perdida, como si
acabase de despertar de un largo sueño. No me reconoció.
Yo tampoco quise insistir ni entrometerme en la que parecía
ser su confusa rutina en las viejas rúas compostelanas. Como
el de cientos de peregrinos piadosos o aventureros de la vida, su
camino había llegado hasta aquel finisterre y quién
sabe qué sería de él en esa meta de los días
que ya se van perdiendo entre la niebla y la lluvia de los viajes sin
vuelta. No sé si me oyó, pero le deseé suerte y
me despedí de él en su propio idioma, recordándole,
recordando ahora que, a veces, parece que es la vida la que no
existe.