sexta-feira, 14 de junho de 2013

adiós amiga

A veces, cuando me miraba así, el aguafiestas que todos llevamos dentro me hacía recordar que un día, más lejos o más cerca, tendríanos que despedirnos.
La verdad es que eso es lo que nos dice ese aguafiestas de cada cosa por la que merece la pena el mundo: llegará el día en que tendremos que despedirnos de todo ello, el día en el que lo vamos a ver por última vez.

Supongo que la intención del aguafiestas no es tanto la de amargarnos la vida como advertirnos de lo frágil de la propia existencia y de la necesidad de disfrutar de todo lo que nos pueda hacer felices durante un instante fugaz o durante el resto de nuestros días. Nos avisa de que estemos preparados, aunque, a la hora de la verdad, nunca lo estemos.

Desde luego, ayer al mediodía, mientras paseaba con los perros por el parque del Rinconín y ellos se tiraban, a cada poco, a ganar la cebada entre la yerba fresca para aliviarse del calor y por puro gusto, el mundo parecía tan perfecto como si la muerte y el dolor no existiesen en él. Al calor bochornoso que siguió a la tarde y luego en la noche atribuí yo la dificultad con la que Yola, la perrina, respiraba al volver de nuestro último paseo del día. Abrí de par en par la ventana del estudio y me senté a su lado para intentar tranquilizarla con caricias y que su respiración, cada vez más agitada, se sosegase. Ella se dejaba hacer y me miraba a los ojos fíjamente, durante todo el rato que permanecimos así no me quitó la vista de encima en ningún momento.

Me seguía mirando y movió tímidamente el rabo cuando la cogí en brazos para llevarla a una clínica veterinaria con servicio permanente de Urgencias que hay en nuestra calle. Y me siguió mirando así cuando unos brazos extraños se la llevaron, con mucha delicadeza, hacia el interior de la clínica.

Sólo los que tienen o han tenido un perro saben como es esa mirada con la que miran a uno a los ojos. No deja de ser curioso que un animal sea capaz de mirar con una nobleza y complicidad que ni el más honesto y bondadoso de los seres humanos conseguiría trasmitir con tanta verdad.

Es lo último que vi de ella. Su último regalo. Es también lo primero que recuerdo de la primera vez que intenté acercarme a Yola. Era un animalín escurridizo y temeroso a quien habían maltratado de cachorro. Sus primeros dueños, una familia con niños mostrencos y sádicos, la trataban literalmente a patadas e incluso quisieron deshacerse de ella; la salvó M., la hermana de mi mujer y con ella descubrió una faceta que desconocía de los humanos: el cariño y el arropo, todo un paraíso de atenciones y consentimiento de caprichos, casi hasta el exceso. Circunstancias personales de su nueva dueña y salvadora la llevaron a “empaquetárnosla” en acogida en sucesivas ocasiones. Nos costó bastante, al principio, lograr que confiase en nosotros y aún más que nos aceptase como miembros de su manada. Yo reconozco que fui ganándomela a base de pequeños sobornos: un trocito de salchicha o de jamón york, una costilla pequeña que iba dejándole por el camino, hasta que poco a poco, muy poco a poco, fui consiguiendo que comiese de mi mano...aún así, entonces, se limitaba a atrapar el bocado con urgencia y corría luego a poner tierra de por medio entre ella y yo. En todo ese tiempo de aprendizaje en el que fue convenciéndose de que mis intenciones estaban lejos de ser aviesas no dejó de mirarme nunca a los ojos. Desde entonces y hasta ayer nunca apartó esa mirada, al principio recelosa y cuando ya me aceptó, franca, cálida, con algo que no puedo por menos que llamar amor o devoción, como ningún otro ser me ha mirado ni seguramente me mirará... Hasta mis propios padres, mi hermana, mi mujer, toda la gente que quise y que me quiso y que nunca voy a olvidar me miraron alguna vez con reproche, recelo, enfado...La perrina ni siquiera cuando la sometía a la -para ella- tortura china de bañarla o de ponerla en manos de veterinarios cuando no había más remedio o de peluqueras caninas para que una vez al año le rebajaran y arreglaran sus enmarañadas pelambreras. Ni siquiera en esas ocasiones incomprensibles para ella me dirigió una mirada con mala intención y no porque fuese una perrita arcangélica, que bien sabía mirar con fuego en los ojos y hasta de reojo chulesco a quien no le ofrecía suficiente respeto o confianza.

En los últimos años, el traslado por motivos laborales de su dueña a otras latitudes propició la acogida con carácter, ya prácticamente, permamente de Yola en nuestra manada, junto al otro can de la familia, Klaus, un macho pointer con el que siempre vivió en un continuo “ni contigo ni sin tí”, como es corriente en las mejores manadas. Fue en este tiempo, en el que la perrina -lejos de su querida dueña- me escogió como su auténtico faro y guía. Me seguía sin desmayo detrás de cada paso que daba y hasta los rincones que siempre uno había considerado más privados, como el cuarto de baño. Nunca me quitó la vista de encima, esa mirada que ayer vi por última vez, despidiéndose de mi, sin saberlo -ni ella ni yo- y si en algún momento desaparecía mi presencia de su ángulo de visión mostraba tal agitación y desasosiego que parecía que fuese a romperse de pena y dolor. Sé, sin ningún género de dudas, que si hubiese sido ella la que tuviese que despedirse de mi, la que me viese por última vez antes de desaparecer para siempre, se habría muerto de pena. Me rompe el corazón saber que yo no soy capaz de corresponderle con la misma arrebatada fidelidad y que ahora que ya no la tengo cerca, detrás de mis pasos, lamiéndome o intentando lamerme como una desesperada cada vez que mi cara rozaba el campo de acción de su hocico aunque fuese de manera casual, saltando y correteando sin parar de mover el rabo y emitir unos graciosos ladridos que se asemejaban a risas o algo muy parecido cada vez que me veía llegar a casa, ni siquiera con ese dolor de que toda esa alegría y ese amor que ella me proporcionaba ya es ahora mismo, puro recuerdo que escuece y convierte el corazón en un revoltijo de nudos ardientes, uno sería capaz de dejarse morir de pena, aunque sea lo que siente en el alma. A fin de cuentas uno no es un perrín fiel, es un ser racional, pensante, práctico -cuando no hay más narices- y por tanto con capacidad para seguir viviendo sin ella al lado. Los humanos -en algo teníamos que ser superiores a las otras criaturas del reino animal- tenemos esa capacidad para hacer de tripas corazón y poder seguir viviendo -y hasta con ganas- con aquello que más quisimos, a quien más nos quiso y como nunca nadie más nos querra (como dicen los boleros y la verdad vulgar y profunda de la realidad) transformado en memoria, en recuerdo encendido como un fuego que quema y duele, pero también emociona al evocar toda la felicidad compartida con esos que fueron presencia amiga, sentida, perdurable.

Como todos los que tenemos perros a Yola y a Klaus, que aquí sigue, aguantando mecha con sus trece años y su cuerpo de campeón lleno de cicatrices, también uno tuvo siempre la costumbre de hablarles como si fueran personas, de animarlos a correr y a rebrincar cuando tocaba, de regañarles o afearles una conducta impropia, de llenarles de piropos y exageradas lindezas. Es algo que siempre hicimos los humanos con nuestros compañeros de viaje irracionales: Siempre se le dijo “bravo”, “galano”, “rey” al caballo que se montaba y respondía al jinete en situaciones difíciles; siempre, antes de la industialización de la ganadería, se animaba a la vaca al parir, llamándole de todo: “preciosa”, “bendita”, “perla”. Sabe Dios las enormidades de todo tipo que yo les tengo dicho a Yola y a Klaus. No me da vergüenza ninguna decirle una más a esa perrina que ya no me puede escuchar, aunque uno siga sintiéndola tan cerca: “Yo qué sé. Que te puedo decir que tú ya no supongas.Siempre tuviste esa capacidad para adivinarme el pensamiento y las intenciones... Eso, que te echo mucho de menos, amiguina. Me gustaría ser perro para morirme de pena por ti. Perdóname por ser sólo un pobre hombre.

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