A mi estos días de bochorno y calima del
verano xixonés me producen cierta fatiga filosófica. Uno sale a pasear a
última hora de la tarde, cuando parece que refresca algo, qué sé yo,
por la orilla del Piles con Klaus y al ver los cambios producidos
por las crecientes del invierno en los tramos finales de su cauce,
cuando se desparrama por la playa de San Llorenzo, resulta inevitable
que le venga a la cabeza -aturdida por la sensación térmica- aquello de
Heráclito el Oscuro de que nadie se baña dos veces en el mismo río.
Luego, llega la noche, sigue el bochorno, la ausencia de brisa, el
aturdimiento existencial y al perderse uno entre la multitud de la
Semana Negra, la divisa heraclitiana, sin abandonar el mismo estado de
ánimo que la evocó y con una naturalidad que me asusta, va del Oscuro de
Éfeso a Marisol, para colegir que en realidad la vida es una tómbola.
Hace unos años visité la cárcel de Villabona en unas jornadas
culturales organizadas con motivo de la fiesta de La Merced y allí, en
el Módulo destinado a reclusos toxicómanos en proceso de rehabilitación
me encontré con I., un amigo de la infancia, al que le había perdido el
rastro en algún momento de a principios de los ochenta. Nos abrazamos y
aunque me dijo que estaba sin un duro y al final de la visita me pidió
un “préstamo” y algunos cigarrillos, insisitió en invitarme a un café
del economato -abierto, como en nuestros días en el colegio de los curas
de La Felguera, sólo a la horas de recreo-. Paseamos por el patio del
módulo, recorriendolo de un lado para otro con ese ritmo apresurado que
imprimen todos los presos a sus paseos, intentando aprovechar al máximo
la expansión espacial, y en un momento de nuestra conversación, mientras
yo me interesaba por las circunstancias que lo habían llevado a
prisión, me dijo algo, que realmente me hizo reflexionar sobre las
papeletas que a cada quién entrega la tómbola de la vida. “Estoy aquí
por una cuestión de estadística -respondió I.- ¿recuerdas cuando
estudiábamos con el Padre Félix la ley de probabilidades? Bien, pues a
mi me tocó esta lotería. Estoy aquí seguramente igual que podrías estar
tú o podríamos estar los dos juntos”.
Era cierto. Por
estadística social ambos proveníamos de un ambiente similar, hijos de
empleados “de cuello blanco” en una comunidad local como la de Llangreo y
las cuencas mineras donde la mayoría de nuestros vecinos eran mineros o
trabajadores manuales de otras industrias, alumnos de colegio de pago
en Los Dominicos de La Felguera, socios por tradición familiar del
mesocrático Casino de La Montera...Niños de barrio popular -el de La
Llera-, pero no precisamente empujados por las circunstancias
socioeconómicas a la marginalidad. En aquellos primeros ochenta en los
que le perdí la pista a mi amigo, los dos frecuentábamos los mismos
garitos infames y a los mismos proveedores de sustancias ilegales. Nos
metíamos en líos similares y al llegar a casa a horas intempestivas nos
veíamos impelidos a discurrir semejantes alegatos inverosímiles para
justificar cuándo y en qué estado llegábamos. Debió de ser por esos años
cuando el bombo de la tómbola de la vida comenzó a girar y a repartir
nuestras respectivas papeletas. La de mi amigo I. -no sé si por no
rechazarla o porque se dejó llevar, como podía haber hecho yo mismo- en
lugar de premio le tenía reservada unos años más tarde el rigor de una
celda en Villabona.
No sé qué habrá sido de I. Espero que le
hayan tocado mejores papeletas en los últimos años. Ayer me acordé de él
al descubrir, mientras asistía con Mercedes a una de esas magníficas
jam sessions que el incombustible Rafa Kas monta con sus amigos en la
carpa de su club Muddy's. Delante del escenario, en primera fila, había
dos tipos jóvenes, con una actitud y un porte que los alejaban de
cualquiera de sus contemporáneos para emparentarlos más bien con esos
héroes sin gloria ni destino de la llamada generación perdida americana,
que retrató el cine de los cincuenta en filmes como “La Jungla de
Asfalto” o “Rebelde sin causa”. Más que de posibles ex presidiarios
jóvenes del año 13 del siglo XXI tenían las trazas y sobre todo la
actitud de esos convictos de San Quintin que reciben con los brazos en
alto la visita en la prisión de un antiguo residente en ella, el
cantante Johnny Cash, en ese concierto memorable que se puede recuperar
sólo con googlear los nombres de Cash y San Quentin y en el que'l gran
maestro del country-rock, recibe con gran sorna una taza de café de un
carcelero para escupir después el contenido y destripar la taza con el
tacón de su campera. Los dos tipos -muy colocados- bailaban como si les
pesaran mucho los pies y se mantenían allí, delante del escenario, con
una actitud entre desafiante al resto del público y divertida, por lo
bien que se lo debían de estar pasando.
En un momento de la
actuación, uno de los músicos de la banda de Rafa Kas, señaló
directamente a uno de los dos, el que tenía un aspecto y una actitud más
desafiante: “¡Tú tienes pinta de pecador!”. El aludido, como si
estuviese en una ceremonia de recepción de diplomas, extendió su brazo
para darle la mano al músico y agradecerle el cumplido con una reverente
cabezada. Luego se volvió al público saludando con el signo de la
victoria en los dedos de ambas manos y una risa que le hacía
contorsionarse sobre su propio cuerpo nervudo y musculoso muy
cómicamente. Tras el saludo se acercó a su compinche y le chocó la palma
o el puño de la mano, con tanta energía, que yo creo que saltaron
chispas. Bebieron los dos del vaso donde les habían echado un litro de
cerveza y siguieron a patrullar delante del escenario, con las manos
atrás y la mirada desafiante, el paso torpe, los esqueletos
tambaleándose al ritmo de la música que sonaba. De vez en cuando volvían
a repetir aquel gesto de camaradería que consistía en chocarse las
palmas o los puños con toda la energía que les quedaba a aquellas horas.
A veces se acercaban a las chicas que saltaban a bailar a primera fila,
desinhibidas por el consumo de alcohol y las ganas de fiesta, les
susurraban algo al oído que todas -unas con más humor que otras-
rehusaban con un simple cabeceo y proseguían su particular celebración,
chocándose las manos o emulando con ellas y con todo el cuerpo las
evoluciones rítimicas de la guitarra eléctrica de Rafa Kas.
Vimos a uno de ellos, aquél al que el músico de la banda le había dicho
que tenía pinta de pecador, acercarse, tímido y tambaleante, al
mostrador del puesto de kebaab donde nos detuvimos a meter algo en el
cuerpo antes de volver a casa. Con mucha educación nos dio el buen
provecho y después se dirigió, con idéntica corrección, al responsable
del puesto: “Perdone. Ye qu'acabo salir de Villabona -le informó en
perfecto asturiano- y soi de Cangues y perdí l'Alsa y voi tener
d'esperar hasta mañana a que salga el prósimu y ya nun tengo perres
porque é que lo fundí too...¿Nun tendrá dalgo de cómida que-y sobre,
amigu? Sucedió todo muy aprisa. El dueño del kebaab, un turco al que
conocíamos de nuestro antiguo barrio de L'Arena, le dijo que ya no
servían más comida y le acercó un pan de pita. El de Cangues lo cogió,
dio las gracias y se fue con la limosna en las manos haciendo eses,
antes de que Mercedes y yo pudiésemos reaccionar. Intentamos llamarle
para invitarle a algo más sólido y a una cerveza. No nos oyó o estaba
tan concentrado en su propina que siguió avanzando en eses hacia la
salida del recinto ferial. Su amigo se debía de haber quedado en alguna
esquina oscura o tal vez había encontrado algún plan con otra bala
perdida. Mercedes y yo nos quedamos mirándonos con la misma lástima por
no haber podido cumplir con ese precepto de la necesaria hospitalidad
que nos inculcaron en nuestra educación cristiana y que es común a todas
las prácticas de buena vecindad con todos: dar posada al peregrino, dar
pan al hambriento...
Mientras volvíamos a casa, abrazados y
agradecidos de tener un lugar al que volver juntos, hablábamos de las
papeletas que nos da a cada uno la tómbola de la vida y nos parecía
injusto, por esa razón estadística, de la que se acordaba mi amigo I. en
la cárcel de Villabona, que ya debía de tener mala intención la
matemática ley de las probabilidades para haber repartido la suerte
funesta en un lugar tan alejado de los pecados del mundo como Cangues y a
un rapaz que podía ser cualquiear, un pariente nuestro, un vecino,
cualquiera de nosotros cuando las coses vinieron torcidas. Que podíamos
ser nosotros ese que marcha haciendo eses con una propina pobre de la
vida en las manos. Y que más que por propia voluntad, al final fue todo,
es todo,
cosa de esa indigna sucesora de la diosa Fortuna, la maldita e inmesiricorde Estadística...
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