De su abuelo Marín, mi padre recordaba
únicamente lo que había oído contar en casa. Con las primeras esperanzas
del siglo XX había decidido abandonar su Andalucía natal para emprender
una nueva vida al otro lado del mapa, en las prósperas tierras
del Norte. Salió de su pueblo una mañana de comienzos de junio con
otros tres muchachos. Un afilador de Nogueira de Ramuín que pasaba todas
las primaveras por el lugar les había dicho que en Castilla necesitaban
brazos jóvenes para la siega del trigo. Ésa era la parte inicial de su
plan: trabajar en la cosecha y la trilla de los campos castellanos para
reunir el dinero suficiente con el que seguir su viaje hacia Asturias.
Cerca de Medina de Rioseco contrataron a los dos paisanos de mi
bisabuelo. El siguió su camino hasta las tierras de Peñafiel. Por allí
le sorprendió la noche en campo abierto. La luna llena del mes de San
Juan iluminaba la extensa llanura castellana como un faro sobre un
fantasmal mar en calma. En una pequeña loma se vislumbraba el perfil de
un caserón solitario.
Su primera noche sin la compañía de sus
dos paisanos la pasó al arrimo de aquel caserón abandonado. Lo despertó
con la luz del alba un extraño traqueteo, como si alguien estuviese
afilando o puliendo sus herramientas sobre un yunque. Abrió los ojos y
sobre su improvisado lecho vio dos cigüeñas en sendos nidos golpeando
con el pico en sus balaustradas de cañas secas. Descubrió también la
verdadera identidad del caserón: eran las ruinas de un castillo.
Mientras recogía su hatillo para continuar viaje escuchó voces alegres y
risas tras la loma. Frente al castillo arruinado aparecieron entonces
dos muchachas en bicicleta. Llevaban vestidos blancos de verano y el
rostro sofocado por el esfuerzo de ascender por la pendiente. Una de
ellas, la que parecía más atrevida, saludó al forastero y le preguntó
sonriendo si era un vagabundo. Mi bisabuelo, que debía de tener más o
menos la misma edad de las chicas, se sonrojó y con su rotundo acento
del Sur, respondió que en el pueblo del que venía no se conocían
vagabundos ni entre los perros y que tanto él como todos los de su casa
eran honrados y cabales desde que el sol era sol y la luna luna y que
aún así, a él le gustaba soñar con una vida mejor y de más provecho y
que por eso andaba por aquellos caminos hacia Asturias para trabajar en
las minas de carbón y ganar mucho dinero para poder casarse con una
muchacha tan hermosa como las que tenía frente a sí.
Fueron
entonces las dos chicas las que se pusieron coloradas ante el desparpajo
del andaluz y la que se había dirigido a él, guiñándole un ojo con
picardía, lo provocó retándole a que en lugar de una tierra tan lejana
como Asturias por qué no probaba suerte en la villa donde ellas vivían a
tres leguas de allí: Peñafiel. En Peñafiel tampoco se sabía lo que era
un vagabundo y los más pobres de allí ataban sus perros con longaniza,
le dijo, volviendo a sonrojarse levemente, por esta última exageración.
Si queria trabajar y labrarse una pequeña fortuna no le hacía falta irse
a quemar los pulmones en las minas del carbón del Norte, allí al lado,
siguiendo el camino por el que ellas habían salido a pasear en bicileta
podía encontrar todo lo que él deseaba y de hecho, le sugirió, su propio
padre que regentaba una de las fondas más decentes y famosas de
Peñafiel necesitaba en esos momentos un mozo de faenas para ayudarle en
el negocio y que si le interesaba el trabajo no tenía más que
presentarse en la Calle Mayor y buscar el Gran Hotel Capdevila,
diciéndole al patrón que iba recomendado por su propia hija María.
A mi bisabuelo Marín tampoco le resultó indiferente el desparpajo de
aquella chiquilla de ojos azules, melena rubia y gesto resuelto que le
señalaba con su brazo largo y blanco, salpicado de pecas la dirección
por la que aquel camino llevaba serpenteando por entre los verdes campos
de trigo a la sombra remota del caserío de Peñafiel.
El padre
de María, un ceñudo catalán, antiguo viajante de paños, que se había
establecido en la villa vallisoletana como fondista, se sorprendió al
escuchar la recomendación con la que se le presentaba aquel joven
andaluz y aunque siempre receloso en los asuntos que concernían a la
preservación de la virtud de su única hija, no dudó en poner a prueba al
forastero a ver cómo se las desenvolvía trabajando en el Gran Hotel.
En la memoria recordada de mi padre se producía en ese punto del relato
un fundido en negro, una elipsis que hacía pasar por alto episodios
seguramente sin mayor interés que el de cualquier vida corriente en una
villa menestral de la Castilla de las primeras décadas del siglo XX y
que no se alejaría mucho de las impresiones que de ella dejaron en sus
versos y sus prosas don Antonio Machado, don Miguel de Unamuno o el
sucinto Azorín. La historia se reanudaba con un nuevo episodio que
evocaba inevitablemente la huída hacia Belén de José el carpintero y
María a lomos de una mula. Mi bisabuelo y María también salieron una
noche a escondidas de Peñafiel, con una mula zamorana portando su exiguo
equipaje. Huían de la ira del padre de María, que había amenazado con
arrancarles la piel a trizas a los dos, tras conocer que su bien más
preciado, después del Gran Hotel, su propia hija se había quedado
embarazada por aquel mozo en el qué él había puesto toda su confianza.
El viaje hacia las minas de carbón de Asturias emprendido por el abuelo
de mi padre dos años antes contibuaba y ahora no iba sólo, le acompañaba
una mujer y en ella el embrión de una nueva vida.
Mi abuelo
José Marín Capdevilla nació en Ciañu, como su hermana Guadalupe un año
más tarde. Hecho el oído al peculiar castellano que hablaban sus padres,
uno con profundo deje del Sur y ella con su particular fonética
catalana-castellana, recuerdo de niño la admiración que me producía el
habla de mi abuelo paterno, a veces transitada de asturianismos, pero
siempre muy rara, bien diferente a la que oía a mis padres o al resto de
los vecinos de Sama. Aunque nacido y criado en Llangréu, en el corazón
de la cuenca del Nalón, siempre conservó en su manera de ser y no sólo
de hablar, en sus costumbres, en sus gustos, un poso fiel a las de sus
mayores: jamás le vi tomar un vaso de sidra, sólo bebía vino y le
encantaban las aceitunas y desayunar una tostada de pan regada con un
chorro de aceite de oliva; de su madre catalana y del abuelo Capdevila
que nunca llegó a conocer debió heredar cierta particular relación que
tenía con el dinero, una obsesiva preocupación por el ahorro y por las
posibilidades de mejorarlo comprando y vendiendo acciones bursátiles de
poco riesgo y escasa cuantía.
De mis mayores, sé donde está
enterrado mi padre, mis dos abuelos paternos, los tres, muy cerca unos
de otros, en el Cementerio de Sama; los otros abuelos, los maternos, en
el Cementerio nuevo de Blimea. De aquel Marín andaluz y su mujer María
Capdevila que llegaron desde Peñafiel de Valladolid, donde sus destinos
se cruzaron y se unieron hasta la muerte, nunca supe muy bien donde
habían ido a reposar sus restos. En casa no habia costumbre de ir a
llevarles flores el Día de los Difuntos y ni de crío ni de mayor, la
verdad, se me ocurrió nunca preguntarle nada a mi padre, que es el que
podía decirme algo al respecto.
La relación que tuve con todos
mis abuelos nunca fue muy intensa. Los maternos murieron los dos cuando
yo era demasiado niño y los recuerdos que conservo de ellos son cálidos
y buenos, auqnue demasiado lejanos. A los paternos me tocó tratarlos
más, aunque nunca percibí en ellos la misma calidez que guardo de los
otros abuelos.
Sabiendo de él y de ella, sólo por lo que me
contó mi padre que se decía en su casa, mi bisabuelo Marín, del que ni
siquiera sé su nombre de pila y mi bisabuela María Capdevila, me
resultan especialmente cercanos, vagos fantasmas familiares en los que a
veces siento que palpita una emoción no demasiado extraña a mis propios
impulsos vitales. Poco sé de ellos y lo único que sé me parece
suficiente para recordarlos como si hubiesen descubierto la penicilina,
fundado un imperio o conspirado para la redención social de la
humanidad: se amaron y huyeron para salvar su amor y emprender una nueva
vida lejos de los que les negaban la posibilidad de ser felices. Héroes
de su propio destino en este mundo en el que a cualquier aventurero
oportunista muerto en sus fatuos empeños redentores se le venera como a
un nuevo Ulises o a un nuevo Ché Guevara.
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