-Sí,
señor -dijo Ofelia, volviéndose de pronto hacia las
estanterías que habían ocupado los comestibles de su
tienda-, aquí tengo algunos libros de Cunqueiro y también
una fotografía con él, al lado de estas de mi sobrina
nieta el día en el que hizo la primera comunión. Las
que están junto a ella son de mi difunto marido. A Cunqueiro
le hacía mucha gracia, yo no sé por qué, mi
nombre y el de mi difunto, que era portugués de Las Azores y
se llamaba Otelo. A veces lo comentaba con sus amigos, de la que
venían a casa de su primo Moirón (que era una bellísima
persona, como don Álvaro, aunque los dos fuesen más
bien de derechas...porque eran muy de derechas...), se acercaba con
ellos a la tienda, pedía cualquier menudencia y me presentaba:
“Aquí doña Ofelia, viuda del señor Otelo...”
y los amigos se lo reían como si fuese una ocurrencia suya,
que él era muy bromista, ¿no sabe?. Luego decía:
“Esto es como una comedia de Pirandello, los personajes se han
rebelado contra el autor y Otelo se casó con Ofelia, ¿sábe
Dios con quién acabaría matrimoniando la desdeñosa
Desdémona?”. Que debían ser nombres de amigos suyos,
que los conocían a todos de sabe Dios qué aventuras,
por eso les hacía tanta gracia, ¿no sabe?
Estaba
en Riotorto, la aldea natal de la madre de Álvaro Cunqueiro y
la primera persona con la que me encontraba allí que me
supiera dar razones de la casa familiar donde pasaba los veranos de
la infancia el escritor, se llamaba Ofelia y había leído
prácticamente todos los libros publicados en vida por aquel
señor de la vecina Mondoñedo, que además de su
autor preferido, era para ella el “curmán” (primo hermano)
de don Pepe Moirón.
Ofelia
era una mujer conversadora e inquieta, que a sus ochenta y cinco años
acababa de matricularse en la UNED de Lugo para el Curso de Acceso a
la Universidad para Mayores. Si lo aprobaba y la salud se lo
permitía, su intención, me confesó sin hacer
alarde de ello, con la mayor naturalidad, era cursar la carrera de
Psicología.
- En
mi casa tuvimos tienda toda la vida. Primero mis padres y luego la
tuvimos mi difunto y yo hasta que la cerré hace ya un par de
años. Y eso imprime carácter. A mi la gente me decía
siempre que tenía mucha psicología, que en lugar de
tienda, bien podía haber estado al frente de una taberna o de
una gran empresa. Cosas de la gente. Yo creo que debía ser
porque me veían leer y porque era la única vecina de
Riotorto a la que venía a saludar Cunqueiro con sus
amigos...que aquí a casa de Moirón venían todos,
la flor y la nata de Galicia y España enteras: el doctor
García Sabel, Fraga Iribarne, Pío Cabanillas, Paco del
Riego (que es de aquí al lado, de Lourenzá y ése
era de los míos, muy de izquierdas, galeguista, nunca dio el
brazo a torcer...), Cesar Antonio Molina (el que fue ministro
socialista), Carlos Casares...Bueno lo que le quería
comentar... tanto me machacaron con eso de la psicología que
tenía que a la hora de elegir una carrera no me lo pensé
dos veces. Si tengo salud y la cabeza en su sitio para terminarla ¡ya
podrán decir con fundamento que tengo Psicología!
La
tendera retirada de Riotorto poseía una memoria extraordinaria
y podía recitar letra por letra varias de las obras de
Cunqueiro, que había leído tantas veces y con tanta
atención. Le pregunté cuál era el libro que
prefería y sin dudarlo contestó “Merlín e
familia”. Se puso a recordar las primeras líneas, aquellas
que hablan de cómo describir Esmelle y su bosque. Quería
retratarla recitando el Merlín con el propio volúmen en
la mano y le sugerí que lo cogiese de la estantería
donde le hacían compañía media obra completa de
don Álvaro junto a las fotos familiares de doña Ofelia.
Ella, sin perder pie y recordando de corrido cada línea de la
introducción de la maravillosa novela, extrajo otro volúmen:
“Escola de Menciñeiros” y así la fotografié,
con las palabras del Merlín que no se escuchan en la imagen y
la primer edición de Galaxia de su serie de semblanzas de
curanderos, que continuaría luego en “Os outros feriantes!.
En una
de las paredes laterales de la antigua tienda había viejas
portadas de periódicos republicanos y el de un semanario
comunista editado en Santiago de Cuba en los años treinta. Me
interesé por ellos y Ofelia me contó la historia de su
padre, emigrante y uno de los fundadores del Partido Comunista de
Cuba. Volvió de la isla una década antes de que Fidel
Castro entrara con sus barbudos de Sierra Maestra en La Habana. Ya
convertido en tendero, el padre de Ofelia, siguió durante años
enviando donativos al Partido que había contribuído a
fundar desde la oficina de Correos de Mondoñedo.Dejó de
hacerlo cuando leyó en un periódico de Madrid que
Castro elogiaba al General Franco.
Ofelia,
a pesar de sus confesadas ideas izquierdistas y republicanas, tampoco
parecía mostrar mucha simpatía por el régimen
cubano. Tras enviudar de su difunto Otelo había viajado a la
isla en una excursión organizada por el BNG de Riotorto y lo
que vio allí no le gustó nada. “Me dio mucha pena ver
a aquella gente que lleva la alegría y la vida en el cuerpo
pasar tantas necesidades, mientras hay unos cuantos -los listos de
siempre- que disfrutan de todos los privilegios. No creo que la Cuba
de Fidel tenga nada que ver con el verdadero comunismo”, me decía,
acariciando la vieja portada del periódico del PCC en Santiago
de Oriente.
Había
ido a Riotorto para conocer el solar natal de la madre de Álvaro
Cunqueiro y aunque la conversación de Ofelia invitaba a coger
una de aquellas sillas paticojas de la antigua tienda para sentarse a
escucharla, le propuse, en una de las escasas ocasiones en las que
interrumpió su cháchara para suspirar y tomar aliento,
que me acompañase a la casa familiar de los Moirón y
Montenegro. Estaba a la vuelta de una curva en la entrada de
Riotorto, frente a un taller mecánico. Yo esperaba encontrarme
con un pazo, por lo menos la mitad de historiado que aquel donde pasó
sus últimos años Merlín en la tierra de Miranda.
Lo que vi fue una casona sin carácter, probablemente con no
más de medio siglo de antigüedad, en la que, eso sí,
destacaban unos hermosos jardines, ribeteados de parras y rosaledas.
- De
la casa antigua, donde venía Cunqueiro de rapaz a veranear
desde Mondoñedo, no queda piedra sobre piedra -dijo Ofelia-.
Es una pena porque era muy bonita.
En la
casa que ya no existía se había refugiado Álvaro
Cunqueiro en los años cuarenta. Después de hacer la
campaña del Norte en la guerra civil con las tropas de Franco
y de haber colaborado en los principales medios de comunicación
del bando azul durante toda la contienda, tras la victoria, su firma
se prodigaba en las cabeceras más importantes de la prensa
española. A mediados de la década de los cuarenta cayó
en desgracia por cuenta de un episodio que él nunca quiso
recordar y que, al parecer, consistió en cobrar un reportaje
encargado por la embajada de la Alemania nazi en Madrid que nunca
llegó a publicarse. Le retiraron el carnet de periodista y le
dieron de baja en Falange -una organización en la que nunca
llegó a estar afiliado realmente, según han averiguado
investigadores de la vida y la obra cunqueirianas-. Se le cerraron
todas las puertas y la única salida que vio Cunqueiro fue la
de poner tierra de por medio y volver a la tierra natal de Mondoñedo.
En sus primeros años se refugió en la casa de su primo
hermano Moirón en Riotorto. Allí le recordaba bien
Ofelia. Apenas salía si no era para pasear por los jardines de
la casa. Si se enteraba que algún forastero había
llegado al pueblo se encerraba en la casona familiar y pasaba días
sin asomar la cabeza por una ventana. “Entonces todo el mundo tenía
miedo -me contaba Ofelia-. Incluso un señor de derechas como
Cunqueiro, sabía que ni en casa de su “curmán” Pepe
Moirón, que era de la Adoración Nocturna de Mondoñedo
y respetado por todos los Falanges de Meira a Lourenzá, de
Betoña a Ribadeo, podía estar seguro”.
Caminamos
por la carretera, recorriendo el cierre de la finca y admirando el
esmero con el que seguían cuidados aquellos jardines. Ofelia
destacó el color y la vitalidad que el sol de primavera
imprimía a las rosaledas enredándose en los arcos de un
paseo de fina y blanca gravilla.
- En
aquellos años -recordó Ofelia-, de rapaza, vi muchas
tardes a Cunqueiro recorriendo estos jardines, avanzando a grandes
pasos bajo estas rosaledas con las manos atrás, pero muy
erguido, con la cabeza al frente, alto...siempre fue muy alto, un
mocetón...Parecía un general prisionero pasando revista
a un ejército fantasma...Una vez ¿no sabe?, de rapaza
se tiene ese descaro, me acerqué a estos mismos muros y él
iba paseando, como todas las tardes, muy erguido, con las manos
atrás...Al pasar cerca de mi le vi la cara...Entonces aún
no llevaba lentes...Le vi los ojos, unos ojos claros, grandes, muy
despiertos...Iba llorando...Aquel señor tan alto y tan digno
en su andar, iba llorando a lágrima viva...
Aunque
era muy de derechas y un señorito de Mondoñedo que no
salía de la casona de su primo Moirón, desde aquel día
Ofelia sintió por él un afecto, que aún ahora,
cuando la conocí en Riotorto, no era capaz de explicar. Hasta
entonces nunca había visto llorar a un hombre hecho y derecho.
Cunqueiro percibió la presencia inoportuna de la rapaza y
enseguida recompuso el gesto para dirigirle una mirada poco amistosa,
que provocó la inmediata fuga de la curiosa. Años
después, cuando ella ya había leído casi todos
sus libros y le admiraba y él entraba de Pascua en Ramos en la
tienda para saludarla o para repetir la gracia de Ofelia y Otelo ante
sus amigos, aquella testigo del llanto del escritor siempre tuvo
deseos de expresarle la franca complicidad que sintió en esos
momentos hacia el primer hombre que veía llorar. Nunca fue
capaz. El señor alto y erguido, cargado con unos cuantos kilos
de más y con aquella mirada clara y alerta, tamizada tras unos
lentes de aumento, seguía transmitiendo una imponencia que la
intimidaba.
De
nuevo en su territorio, el local que había ocupado la antigua
tienda, Ofelia se prodigó en ciertos pormernores de la vida
privada de Álvaro Cunqueiro, que no me interesaban tanto: su
temprana separación de la mujer con la que había tenido
a sus dos hijos, la cercanía con la que éstos se
criaron junto a su padre, el cuidado y la atención que él
siempre les había dispensado, aún en los momentos en
que su economía no era muy buena y así y todo había
logrado darles una carrera, la devoción que estos hijos ya
adultos habían siempre manifestado por su padre y por su obra
como escritor...
Caía
la tarde de primavera sobre el escaparate amarillento de la antigua
tienda de Ofelia y le di las gracias por su amena conversación,
por todos los detalles que me había dado acerca de Cunqueiro,
por su admirable fidelidad de lectora y sobre todas las cosas, por
haber compartido conmigo, un perfecto desconocido al que seguramente
nunca más iba a volver a ver, esa escena íntima, que no
relata ningún estudioso de la vida y la obra del escritor
mindoniense y que ella habia tenido el privilegio de compartir con
él: el secreto de una tarde en la que Álvaro Cunqueiro,
hombre hecho y derecho, había llorado a lágrima viva,
paseando por los jardines y rosaledas de la casona familiar de
Riotorto
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