sexta-feira, 28 de dezembro de 2012

cualquier domingo

Una vez dejado atrás el barrio marinero me había adentrado por las callejuelas que ascendían, monte arriba, hasta la capilla y el faro. En todo el camino no me había encontrando con un alma, apenas un rumor lejano de una radio o de un televisor saliendo de alguna de las desvencijadas galerías de madera delataba que el lugar no estaba totalmente deshabitado. De pronto, al cruzar el arco de una especie de pasadizo con escaleras, sufrí una alucinación seguida de otra. Vi pasar corriendo a un enano vestido de rojo con una taladradora eléctrica bajo el brazo y justo cuando el hombrecillo hubo desaparecido escaleras arriba, apareció en dirección contraria un perrito pequinés con las patas traseras sujetas a una especie de monopatín de dos ruedas persiguiendo una pelota por donde yo subía.

Había visto cosas así en sueños y en la realidad me venía a la memoria el comienzo del viaje de Alicia por las latitudes de Wonderland. Saqué la cámara con la intención de fotografiar al pequinés rodante, pero, al igual que el enano vestido de rojo, se había esfumado por cualquiera de las múltiples bifurcaciones de aquel laberinto.

Sin recobrarme de mi asombro y con la cámara en la mano, preparada para disparar ante otras eventuales alucinaciones, seguí ascendiendo por las escaleras. En un pequeño rellano, sentado a la sombra de un tendejón de hojalata, me encontré al primer ser humano con el que podía cruzar unas palabras. Por su estatura tal vez tuviese algún parentesco con el hombrecillo de la taladradora. Una inmensa boina, similar a un txapela vasca, le cubría la cabeza y mantenía oculta buena parte de su rostro menudo. Iba vestido con un mono de mahón lleno de manchas de pintura de las más diversas tonalidades y fumaba la colilla de un purito de esos que llamaban antiguamente “señoritas” en una larga boquilla plateada. Tuve la tentación de preguntarle por el enano y el perro patinador, pero me contuve al ver la adusta expresión con la que me observaba emboscado en las anchas alas de la boina

 - Buenos días -le dije- . ¡Se está bien a la sombra, verdad!

Se tomó su tiempo para responder. Dio un par de chupadas a la boquilla.

- ¡Mejor se está al sol! -contestó, enigmáticamente.

- La verdad es que en un lugar tan bonito se debe de estar siempre bien, al sol o a la sombra, ¿no? -repliqué, con diplomacia.

Volvió a tomarse su tiempo.

- No crea usted...

Sonreí, asintiendo. Supuse que no sería correcto desengañarle de que tenía delante a un auténtico bobo.

- Y, oiga, esta parte del pueblo, este barrio ¿cómo se llama?
 
Saboreó la boquilla con el mismo placer que su cada vez más asentada superioridad sobre aquel forastero tontaina.

- No se llama de ninguna manera. No tiene nombre.

De pronto, algo debió removerse en su conciencia, al percibir mi decepción por la respuesta.

- Bueno, los de abajo, los de la villa le llama a esto Cimalavilla. Nosotros no lo llamamos de ninguna manera.

- Ya...

Estaba a punto de despedirme de mi ameno informador cuando reapareció frente a nosotros el perrito pequinés con las patas de atrás sujetas a ambas ruedas de patinete

- ¡Flecha! -le gritó el de la txapela- ¡Venga pa casa! ¡Me cago en tu madre!

El perro movió el rabo tímidamente y obedeció la orden, metiéndose en la casa de enfrente, con un ágil trompo de las patas rodantes.

- ¿Es suyo?
 
No sé por qué le pregunté, figurándome la respuesta.

- ¿A usted qué le parece?

El pequinés, travieso, asomó la cabeza a la puerta por donde unos segundos antes habia entrado velozmente. Observó con una mirada rápida e inteligente a su amo, distraído con aquel extraño y emprendió nueva fuga escaleras abajo. No aplaudí para no darle al fatuo de la txapela el gusto de confirmar que definitivamente se hallaba ante un retrasado. Me limité a soltar una carcajada, a modo de despedida, deseándole feliz carrera a Flecha y nuevos e infatigables desplantes a su inmerecido dueño.

Seguí mi camino. El faro y la capilla ya no debían estar muy lejos. La callejuela por la que subía, dejaba a un lado y a otro, veredas similares en las que un racimo de viviendas, encaramadas unas sobre las otras, iban formando ese mosaico de fachadas de cal blanca y vigas calafateadas con la misma pintura empleada para las lanchas pesqueras, que se veía desde abajo, desde el puerto y la villa. El sol, raramente juguetón y cálido de aquella mañana del último mes del año, enredaba entre las paredes de la callejuela con las sombras de lo aleros de las casas, tejiendo caprichosos contraluces. Abajo, sobre las lastras iluminadas de los muelles y de la plazuela tomada por las terrazas de los bares del puerto, grupos diseminados de visitantes domingueros iban proyectando sus sombras pequeñas, desde allí, casi, parecían las sombras de un grupo de hormigas revueltas.

Subí los últimos peldaños de la callejuela y tuve por fin a la vista la aguja del campanario de la capilla. Tras ella se erguía la torre del faro. Antes, sobre la villa y el puerto, se extendía un recinto de cruces blancas y media docena de panteones con ínfulas de mausoleos, sobresaliendo entre las rimeras de nichos todos iguales, como los bloques de edificios que, abajo, en la villa, habían afeado en las últimas décadas el lugar. En una de aquellas rimeras de nichos, sobre unos tablones alzados en un andamio, distinguí una figura vagamente familiar. Mientras me acercaba a los muros del cementerio pude reconocer al enano que había visto corriendo con una traladradora bajo el brazo. Visto de cerca no era tan enano, apenas un tipo bajito. Iba vestido con un chándal rojo con el escudo de la Selección Española y por lo que deduje, viéndole allí, un domingo, preparando, con herramientas de albañil, un nicho destinado, seguramente a algún próximo morador de la eternidad, debía de ser el enterrador del pueblo. Lo vi empleando la taladradora para acabar de perfilar la entrada del nicho con la misma diligencia con la que habría rematado la puerta de entrada a una casa nueva para una pareja de recién casados.

Llegué a la capilla. Entre la ermita y el faro había una gran campana de bronce. Se hacía sonar los días de niebla, se explicaba en varios idiomas en un panel informativo que la ilustraba, para guiar a los barcos pesqueros a enfilar por la bocana del puerto. A su lado una placa recordaba los nombres de marineros muertos en naufragios y la fecha de cada uno de ellos.

Era un mediodía inusitadamente soleado de diciembre. Desde aquella atalaya se veía la extensión del mar y los perfiles de la tierra, con sus intrincadas formas, como en los mapas. Mirando a tierra, el puerto y la villa, también parecían representar esa armónica geometría de los planos trazados a mano y vista. En la zona del plano que recogía el laberinto de callejuelas y viviendas superpuestas de la Cimalavilla por la que había subido uno hasta aquí se vislumbra el humo de algunas chimeneas, el brillo de algún espejo o cosa metálica y la sombra deshilachada de los requiebros y pasadizos por los que seguramente andaría Flecha rodando impulsado por la energía de sus patas delanteras y su instinto de supervivencia.

Lié un pitillo para fumarlo con gusto y calma desde aquella atalaya antes de descender de nuevo a la villa. El sol aún templaba el rostro y las manos, aunque se notaba que ya la tarde comenzaba a enfrescar. Aspiré la primera calada del cigarrillo, expulsando el humo lentamente. Cerré los ojos disfrutando de aquellas últimas caricias del sol. Pensé en dos o tres asuntos graves que me preocupaban y los volví a enviar a la carpeta de asuntos pendientes. Acabé el pitillo. Miré abajo. Allí en el aparcamiento, al lado del puerto nuevo, estaba mi coche. Emprendí el camino de regreso, sin ningún remordimiento a la espalda. Sonreí. En todos estos últimos años había habido, sin duda, domingos peores.

quarta-feira, 26 de dezembro de 2012

la cueva del tesoru

Vistos de cerca, aquellos maeros colos que cercaba la so casería, paecíen les llábanes d'un cementeriu colos nomes ocultos. Teníen dalgo de sagrao eses llendes aliñaes metanes la tierra pa estremar lo propio y lo ayeno. De cierto señalaben un recintu en centru del cualu guardábase un tesoru y el secretu d'esi tesoru.

Nora yera piquiñina y espabilada como una zarrica. Los sos movimientos seguros y rápidos recordaben tamién a los d'esi paxarín, amigu de les cereces duces y pariente del colibrí americanu. Tenía'l piel mui blanco, fino, ensin una engurria;les manes pequeñes y amañoses; y los güeyos, fondos, con un rellumu de picardía animando la mesma color del secretu qu'ella guardaba: el del acebache.

Conociera la so hestoria al través d'un amigu de Les Mariñes y paeciérame interesante pa sacar un reportaxe nel periódicu onde colaboraba como meritoriu. Yera la última minera del acebache, acebachera talladora tamién y propietaria del únicu xacimientu d'eses fasteres, malpenes allonxaes unos pocos kilómetros de les otres mines qu'inda siguíen a esplotase perende, les del llugar d'Argüero, nel conceyu de Villaviciosa. Agora les obres pa entamar una cantera al llau de la so finca amenazaben con esbarrumbar la cueva del tesoru.

El sitiu esactu de la cueva fuera'l secretu meyor guardáu d'aquella casería a lo llargo de xeneraciones. Como preba de lo antigüo de la esplotación de la mina pola familia del so difuntu home, Nora enseñóme un documentu en pergamín que guardaba nuna masera con otros papeles de la casa. Yera un contratu del cabildu la Catedral de Santiago pa merca-yos a aquellos acebacheros de Les Mariñes tol material qu'estrayeran de la so mina, n'esclusiva (a nun ser un diez por ciento que dexaben pa usu de los propietarios), destináu a la fabricación de rosarios y otros obxetos relixosos o profanos pa vender a los pelegrinos qu'acudieran a Compostela. El documentu taba datáu en marzu del 1830 y llevaba'l mesmu sellu del cabildru catedraliciu, la firma del ecónomu de Santiago y una robla ilexible, embaxo la que venía'l nome del acebacheru: Joseph Piñera Morís.

Nora deprendiera a picar l'acebache na mina familiar del so home, Benino Morís, a llimpiar les pieces estraíes de tierra y d'otros materiales. Fuera él tamién el que la enseñara a tallar figurines: cuentes de rosarios o cadenes, cigües, cruces y perendengues pa facer pendientes o pa llucir en faltriqueres de traxes tradicionales pa señorites de Llanes, que pa estremase de les aldeanes, mercaben a preciu d'oro les pieces d'acebache pa que destacaren más que les cuentes de coral de los traxes d'aquelles. Ente les variopintes figurines que m'amosó Nora llamáronme l'atención unes miniatures inspiraes nel Guernica de Picasso y otres, inda más curioses, que reproducíen con asombrosa fidelidá y precisión delles escultures de Giacometti como El Caminante, El Xugador de Golf o El Perru. Toes tallaes por ella, según me dixo, por encamientu d'un señor de Bilbao, abogáu pa más señes, que les dexara pagues y enxamás nunca volviera a recoyeles.

Xunta'l pergamín col sellu de la Catedral de Compostela l'acebachera enseñóme una carpetina de cartón onde guardaba tolos papeles de la so llucha contra la empresa concesionaria de la cantera qu'amenazaba la so mina y toles alegaciones presentaes al Ayuntamientu. Tenía copies feches de too y apurriómeles bien gustosa pa que yo lo sacara nel periódicu. Adxuntó-yos copia d'una carta qu'ella mesma escribiera al rotativu onde yo colaboraba y que nun-y publicaran onde narraba con toa clase de detalles y una gran claridá l'asuntu. Foi el mio compromisu de que, nesa ocasión, diba salir, por fin, nun periódicu l'atropellu que tentaba la empresa de la cantera contra un patrimoniu, que trescendía lo particular y bien podía considerase patrimoniu hestóricu del país, foi esa promesa, la que llogró que Nora me desvelase el so secretu meyor guardáu y me llevare a visitar la mina.

La cueva del tesoru afayábase na rimera d'una pandiella nel últimu cabu de la casería. Ende un falsu pozu d'agua tapecía la entrada al yacimientu d'acebache. Con bien de remango apartó la tapa de maera y engarabitóse, igual qu'una zarrica, en cantu'l pozu con una llinterna na mano. Asoméme horrorizáu al furacu per onde aquella muyerina taba a piques de somorguiase y per ónde, paez que pintaba, tenía yo de siguila. Vi una escaleruca de tables ruines y seguramente medio podres enfilar pa la boca escura del pozu. Más alló namás se vía escuridá y una incierta caída en vertical hasta'l sitiu onde debía poder llantase'l pie. Después vila a ella baxar garrada a les baldes de la escalera con aquelles manuques menudes y áxiles. Escomencé sentir un tembleque nes piernes que se me diba espardiendo pela rabaniella arriba hasta les últimes conexones de la espina dorsal coles terminaciones nervioses del celebru. Pensé tamién na posibilidá de que la paisanina s'esfrellase pel pozu abaxo y lo que diba tener ún de responsable na traxedia. Pa lo último dexé en pensar nel tratu que ficiera con ella y a lo postrero del too, en que, ¡recontra! Yera un paisanu y nun podía acoquiname por tan poca cosa. Engarabitéme garrándome a la falsa roldana del pozu ensin dexar de temblar. P'animame a baxar per aquella escaleruca qu'aparentaba tan precaria seguridá viénome a l'alcordanza esi cuentu popular d'un paisanu tan farfantón qu'acostuma dicir a tol que se-y pon por delantre: “Yo temblo de valiente”. Asina m'afayaba yo, de la que ponía un pie embaxo l'otru, naquel particular descensu al infiernu, temblando de valiente.

Por suerte el tramu de la escalera hasta dar en tierra firme adulces debía ser de metru y mediu como muncho. Bien lluego m'alcontré al llau de la mio guía qu'agora allumaba el chamizu con una llámpara de carburu. La galería taba toa entibada con mampostes pa evitar l'argayu del terreno y a entrambos llaos abríense los tayos escavaos a la busca les vetes onde s'afayaba l'acebache. Nora allumó cola so llámpara una d'eses parees n'abertal. Con una ferramienta asemeyada a una fesoria en miniatura escargatió na tierra y sacó un cachín de piedra, del tamañu d'un corchu. Amosómelu a la lluz del carburu: ende, entemecío ente unes llámines de cuarcita y arenisca escamplaba'l rellumor inconfundible del acebache. Púnxome la pieza na mano y rióse. Yera la primer vez que la vía rir franca, hasta entós rebiyaba nel xestu una ximuestra permamente de sonrisa irónica que paecía iguar el semblante d'una espresión natural. Agora ríase. Los güeyos escuros y picardiosos tamién se ríen. Aquella risa escamplaba'l mesmu rellumor del acebache, un brillu vieyu, anterior a les palabres, contemporaneu al escamplor del primer fueu nos güeyos d'un ser humanu. Entendí entós l'empeñu d'aquella muyerina d'apariencia ruina y voluntá de fierro por defender la so cueva del tesoru.

Comprometime a sacar la so hestoria nel periódicu ensin alverti-y a Nora, que n'última instancia, nun tenía ún la última palabra pa solventar que se publicase o non. En descargu de la mio concencia, puedo afitame en que taba tan convencíu y enfotáu nel interés del reportaxe, qu'entós nun se me pasó pela cabeza la posibilidá de que na Redacción nun compartieran el mesmu interés. Bien me pesó. Abondo más que la insensibilidá del redactor xefe en calificando de “mierdina” (asina, en diminutivo, pa que mancare más) el mio trabayu y argumentando qu'aquello nun-y interesaba nin a los vecinos aldeanos de l'acebachera, nel supuestu de que supieren lleer y afueyaran el nuestru diariu nel chigre del llugar. Atendí ensin gorgutar pa la escamuchina del redactor xefe, remembrándome una vez más lo qu'él y el Periódicu entendíen por un reportaxe de “periodismu humanu” y mentantu namás yera a pensar con qué rostru diba yo volver presentame énte Nora pa desplicá-y les razones poles que'l Periódicu nun sacara la so hestoria.

Nunca tuvi'l cuayu de dir a ufierta-y les mios disculpes, aquelles desplicaciones difíciles d'interpretar, mirándola a los güeyos. Disculpame por nun ser quien a caltener la palabra dada empara del secretu que Nora me desvelara. Sabía que si volvía mirala a aquellos güeyos, fondos y sabios, prendíos pol esllendor del acebache -la seña arguyosa del tesoru qu'ella guardaba-, nun diba haber na tierra un furacu onde pudiere escondeme de la mio vergüeña.

Sé por aquel amigu de Les Mariñes que la cantera llogró'l so propósitu d'esbarrumbar la mina de Nora. Que poco después ella púnxose mala y acabó morriendo nuna residencia xeriátrica. Apocayá pasé en coche al llau de lo que fuera la so casería. Una casa ensin teyáu onde les ortigues medraben y un horru que se tenía en pie como una bisarma. La cerca de maeros aparentaba agora más que nunca la filera de llábanes d'un cementeriu colos nomes ocultos de tolos qu'abellugaran dientro les sos llendes: acebacheros celosos d'un secretu que namás ellos conocíen y de los que namás queda l'alcordanza d'esti rescañu del so tesoru, esta pieza del tamañu d'un corchu, que Nora me regaló y qu'alcuando, nesos díes nos qu'ún nun ta seguru de nada, apierto na mano y el so calor antigu, si nun lo perdona too, polo menos conforta y acompaña.

quarta-feira, 19 de dezembro de 2012

un charco de oro

Caminaba sin rumbo fijo una de esas tardes húmedas y pesadas de Xixón en las que el alma parece caérsele a uno a los pies y que la lleva arrastrando por la calle como el cordón desanudado de un zapato.

Aún no había llegado el invierno y deambulaba uno por ese interregno lluvioso y sacudido por ráfagas de un viento calentón de las postrimerías otoñales que algunos denominan, por estas latitudes atlánticas: la estación de los suicidas. Contra el tópico extendido de que ciertos espíritus desesperados se quitan la vida en noches de frío vendaval y luna llena, yo siempre vi más propio que lo hicieran en tardes como estas, de plomiza humedad, en horas propicias a cualquier rutina doméstica: cuando los padres y las madres recogen a sus críos de las academias de idiomas y todavía se ve por las calles a gente corriente con prisa, cargando con sus bolsas de la compra.

Alimentaba a ese yo que siempre va con uno con pensamientos de esta naturaleza desde tempranas horas del día y para darle el remate a mi ya bien maltrecho estado de ánimo, en menos de media hora me había visto en el centro de dos sucesos, no sé hasta qué punto aleatorios, bastante desagradables: a la vuelta de una esquina en las inmediaciones de Begoña un bando de estorninos me había bombardeado con sus excrementos, evacuados al unísono, como al parecer lo hacen todo estas aves de vuelo colectivo, y al poco tiempo, una abuela que transportaba con inusitada energía a sus nietos gemelos en un carricoche de dimensiones similares a los de una limusina, me había atropellado con toda su mala intención al percibir que no estaba uno dispuesto a cederle el paso por el hueco de unos andamios instalados en medio de la acera. No sólo me había atropellado de forma bruta y deliberada, poniendo en riesgo la integridad de los bebés, también se permitió insultarme cuando yo intenté que se disculpara por su incívica conducta llamándome, nada menos que “sinvergüenza” y lo que más me dolió, porque nunca nadie me lo había llamado nunca hasta entonces y menos alguien cuarenta años más viejo que yo: “amargado de la vida”. No acostumbro faltar al respeto a la gente mayor y en situaciones conflictivas como la que acababa de vivir, si el otro es persona de edad, suelo dejarlo correr, porque es lo que me enseñaron en casa. En esta ocasión me sacó tanto de mis casillas aquella maldita abuela que no pude evitar caer en el intercambio de insultos: le llamé “faltosa” y “gamberra”.

En esas andaba uno, transitando calles mojadas y turbias del reflejo cansado del día que estaba a punto de morir entre sombras vacilantes y los malos pensamientos que llevaba a la espalda ese que siempre va conmigo. De pensar en los suicidas de la estación más propicia a sus últimos deseos había llegado a fantasear acerca de los instintos criminales que lleva dormidos en su interior hasta la más beatífica de las criaturas humanas. Me venían en tropel ideas como aquella, no recuerdo si de Desmond Morris o de Cioran, de que conviene especificar que no descendemos del mono, sin más, sinó de un mono asesino, las imágenes del preludio de “2001 Odisea en el Espacio” de Kubrick, mezcladas con otras de “La Naranja Mecánica”. Si alguien en esos momentos me hubiese parado en la calle para preguntarme cualquier cosa, dónde quedaba tal sitio o por la hora, no sé si no habría salido de mi rincón más oscuro y recóndito el mono asesino o al menos el mono aullador terrorífico.

Caminaba así por el centro de Xixón aquella tarde plomiza y de tan mala facha, cuando de pronto sentí, intentando sobreponerse al ruido del tráfico y a la sirena de una ambulancia, el sonido de un violín. En el estado de desasosiego en el que me encontraba, al principio lo tomé por una especie de alucinación sonora, si así puede decirse de lo que imaginamos oír. Luego, me fui acercando al lugar del que partía aquella música, cada vez más real cuanto más próxima. Y vi al violinista. Un hombre de edad indefinible vestido con uno de esos trajes grises y ajados que usaba la gente de pueblo hasta hace no demasiados años los días de fiesta. Reconocí la pieza que estaba interpretando con auténtico virtuosismo. Era la Partita nº 2 en re menor para violín solo de J.S. Bach. La tenía bien fresca en la memoria porque justo unos días antes me había bajado de Internet las seis Sonatas y Partitas para violín solo que Bach compuso hacia 1720, en sus días como maestro de capilla en Köthen, interpretadas por el gran músico belga Arthur Grumiaux. Y justo cuando cesaban los últimos acordes de la Giga para dar paso a la maravillosa Ciaccona, que concluye esta pieza, juro por lo más sagrado que vi convertirse el asfalto humedecido de uno de los cruces más impersonales de la ciudad en un auténtico charco de oro.

terça-feira, 18 de dezembro de 2012

perdido




Una vez concluído mi trabajo en aquella pequeña ciudad de provincias, me retiré al hotel para ducharme y cenar algo ligero en la misma cafetería del establecimiento. Luego salí a dar una vuelta por la zona antigua, con la intención de perdeme por su laberinto de callejuelas intrincadas, aprovechando la agradable temperatura de la noche, y tomarme una copa por el camino en cualquier bar que encontrase abierto.

Rodeé una hermosa colegiata de estilo mudéjar, admirando el brillo escarlata de sus ladrillos centenarios y el capricho elocuente de las torrecillas y pináculos. Tras ella, una placa de reciente instalación anunciaba la entrada en la antigua judería. Me perdí por sus rúas estrechas y empedradas, subí y bajé por el entramado de aquel barrio de casitas con fachada de cal y balcones de rejas o galerías azulejadas. Pasé ante el portalón blasonado de un edificio de gruesos muros de piedra, donde otra placa similar a la primera señalaba que allí había estado la sinagoga de aquellos sefarditas que transitaban hace no tantos siglos por estas mismas calles recitando versículos de la Torá o haciendo mentalmente las cuentas de sus diversos negocios. Recordé esos nombres de las que fueron un día, por barrios como éste, hermosas damas judías y que tanto maravillaban a don Álvaro Cunqueiro: doña Sol, doña Sombra, doña Sorprendida.

Al final, en uno de los recovecos de la antigua judería, un neón torcido y “ferruñosu” (como decimos en mi tierra) con la palabra Aqualung iluminando la noche en un callejón sin salida, me animó a meterme en el antro a tomar esa copa que me venía apeteciendo después del sandwich mixto de la cena. Dentro, unos tipos de aspecto patibulario que jugaban en un billar americano situado justo a la entrada me dirigieron una torva mirada a modo de saludo. La oscuridad era total allí y apenas un vago resplandor mortecino de velas de esas que se ponen en las iglesias y a los muertos el primer día de noviembre, ayudaba a guiarse por las tinieblas del local sin fastidiar el menisco chocando con la arista de la media docena de mesas rústicas de madera que componían el mobiliario principal del bar o con el trasero de cualquier parroquiano, emboscado en las sombras y apenas perceptible por el diminuto esplendor del cigarrillo encendido o el porro que llevase en la mano, a modo de esos cirios que dicen llevan, para alumbrarse en las brumas del más allá, las almas en pena.

Tras sortear los diversos obstáculos de aquel mar de tinieblas logré distinguir la superficie horizontal de la barra y al otro lado de ella a una mujer, de edad indefinida, en cuyo rostro, a la penumbra de una vela funeral de aquellas, se percibía que alguna vez había sido joven, aunque no, seguramente, muy atractiva. Llevaba un piercing con forma de cruz invertida en su nariz, corva y ligeramente torcida hacia la derecha y en la fachada delantera de la boca brillaban por su ausencia ambos incisivos superiores. Una luenga melena de medio lado, en la que ya peinaba más de dos canas, le cubría parte del rostro, dándole un aspecto aún más feroz. Unos siglos atrás, pensó uno, seguramente la habrían acusado de hechicera sólo por la facha. A mi, sin embargo, me dedicó una sonrisa tan generosa que, de no ser por los dientes ausentes y en otras circunstancias, tal vez me resultara simpática. Bajó el volúmen de los decibelios del equipo de música en el que un viejo tema de AZDC intentaba derrumbar las paredes del recóndito local, para preguntarme qué iba a tomar. Agradecí con un leve asentimiento de cabeza la cortesía y visto lo visto, de perdido al río, le pedí un whisky doble con una piedra de hielo. La odalisca señaló con unas uñas tan largas como su nariz y pintadas de un color que me pareció violeta, la fila, no muy extensa, de botellas que tenía tras de sí.

- Me da igual -contesté, sin mirar-, cualquiera estará bien con tal de que no sea DYC.

La mención negativa del brebaje destilado en Segovia movió a los patibularios del chapolín a dirigir nuevamente hacia mi sus miradas poco amistosas. En correspondencia, en lugar de mirarlos desafiándoles a demostrarme que el llamado whisky DYC -incluído el que se presenta como envejecido durante ocho años en barricas de roble- pueda ser bebida digerible por cualquier estómago que no sea de titanio, volví mi rostro hacia ellos con expresión de esfinge o de estátua, concentrando toda la energía de mi rostro en mantener las gafas crispadas de ferocidad, como había visto hacer más de una vez en televisión al escritor Francisco Umbral.

Sin relajar por un momento aquella pose a lo Umbral, que me parecía la más correcta para alejar de cualquier tentativa impertinente a las fieras, me fui bajando el whisky doble, entre cigarrillo y cigarrillo, hasta que en el fondo del vaso sólo quedó la esquirla aguada del hielo. Era el momento de pagar y largarme o de pedir otra copa. Me sentía a gusto allí, Tras los machacones AZDC habían sonado los Kinks y ahora, no sé si por cumplir con un rito ineludible al nombre del bar, se escuchaba íntegro el disco “Aqualung” de Jehtro Tull.

Terminé mi segundo whisky casi a la vez que el último acorde de la banda de Ian Anderson. Pagué y salí del tugurio, sin fijarme apenas en si los tipos patibularios del billar seguían jugando su partida. Tenía la sensación de que se me ha había ido el tiempo tontamente en el bar y al otro día me esperaba una intensa jornada de trabajo a más de doscientos kilómetros de aquel lugar.

Reconocí las vetustas rúas del barrio judío por las que me había ido perdiendo hasta llegar al “Aqualung”, seguí durante unos cuantos recovecos por donde me iba guiando el sentido de la orientación y llegué a una plazoleta, que me resultaba absolutamente desconocida. De ella partían media docena de callejuelas y lo cierto es que no sabía por cuál de ellas podría continuar el camino de regreso al hotel. Opté por la que me parecía más amplia y iluminada. La recorrí entera hasta una nueva encrucijada en la que se vislumbraban otras tantas salidas, como en la plazuela anterior. Me adentré por una de ellas, en esta ocasión, dejándome llevar por el azar. Callejeé así, prácticamente a ciegas, durante más de una hora sin conseguir hallar la ruta que me habría de llevar al hotel, en la parte nueva de la ciudad. Me parecía increíble que en un lugar tan pequeño hubiese sido capaz de estar andando más de una hora sin lograr salir del casco antiguo. Seguramente debía de estar dando vueltas en círculo por aquellas intrincadas callejuelas del laberinto. En todo el trayecto no encontré un sólo bar abierto, ni un sólo tugurio similar a aquel donde había entrado a tomar un par de copas, tampoco me había topado con un alma a quién preguntar. Me estaba empezando a poner nervioso. Recordé, con amargo humor, aquel deseo que me había llevado a dejar el hotel, para perderme por la pequeña ciudad de provincias y ahora tenía la desoladora impresión de que, realmente, me había perdido.

Encendí un cigarrillo, con el deseo de que la nicotina me ayudase a reflexionar o por lo menos a tranquilizarme para intentar ver la manera de salir del laberinto. En ese momento apareció una sombra tambaleante frente a mi. Por la torpeza de sus movimientos y su errática forma de desplazarse, de un lado al otro, de la callejuela, se notaba que el aparecido no debía estar en su mejor estado de sobriedad. Aún así me precipité a preguntarle por la calle y del nombre del hotel. El borracho intentó fijar su atención en lo que le decía. Soltó una carcajada, se dobló sobre sus propios riñones en una contorsión tan arriesgada que le costó volver a enderezarse.

- Usted, perdone -farfulló, intentando abrazarme-, yo es que no soy de aquí ...

Me desembaracé del borracho con un arranque que casi fue violento. Seguí callejeando, callejeé por aquel maldito barrio durante horas, toda la noche, sin conseguir salir de él. Cuando comenzaba a clarear el día, agotado y desesperado me senté en el pretil de una vieja iglesia. Miré hacia lo alto. Reconocí en el hilo dorado del sol que madrugba aquellas torrecillas y pináculos, los ladrillos escarlata de la colegiata de estilo mudéjar que había dejado atrás para adentrarme en la antigua judería. Me incorporé aliviado. Desde allí se veían las primeras calles de la ciudad nueva. Pronto reconocí el camino al hotel. Entré por la cafetería, al ver que ya estaba abierta y miré el reloj. Pasaban cinco minutos de la hora en la que había puesto la alarma para despertarme. Pedí un café doble de desayuno con un sandwich mixto, igual al que me había servido de cena. Luego subí a mi habitación a lavarme los dientes y recoger el equipaje. Me esperaba una larga jornada de trabajo a doscientos kilómetros de allí y una noche, casi tan lejana, en otro hotel de ciudad de provincias, en el que, estaba seguro, iba a dormir a pierna suelta, por lo menos hasta que sonase la alarma del despertador.




segunda-feira, 17 de dezembro de 2012

rueda d'afilador


Les primeres xelaes curioses del hibiernu tráenme siempre a l'alcordanza el son del birimbao del afilador Uxío Rosende, el Manquín, enredando col turdeburdiu d'aquelles mañanes fríes de Sama. Apaecía a emburriar, col únicu brazu útil, la so rueda pel vai del Nalón per eses feches, coincidiendo colos samartinos que s'entamaben peles aldees y onde siempre yera bienfayáu un peritu n'afilar cochellos de matachín, tisories y goraderes.

Natural, como tolos del so oficiu, de la parroquia ourensana de Nogueira de Ramuín, arreglaba paragües, aparatos de radio, relós de cadena, afinaba gaites, guitarres y curdiones de botón. Traxinaba tamién con café de Portugal y con pieces dentales d'oro, que mercaba, vendía y mesmo yera quien a colocar, mui curiosu, al que-y lo pidiere, cola so mano sana.

Yera mancu de guerra, o meyor dicir de postguerra. Una vez, siendo yo bastante guaje, alcuérdome que foi cuando mataron a Carrero Blanco (que mio güelín Estrada, morrió unos díes después), tando yo con otru amigu de correríes nun chigre onde díbemos mirar a los más grandes cómo xugaben al futbolín y onde un par d'años después, muertu Franco, vi la primer vez na vida un retratu del Che Guevara, sentí a Uxío L'Afilador cunta-yos a otros paisanos, cómo perdiera la manzorga. Polo visto, acabante la guerra, andara fuxíu pelos montes hasta qu'un garrapiellu de falanxistes dieran con él y con otros que también taben fugaos. Lleváranlos hasta una puente del ríu Sil, cerca Quiroga, ende sacaron les pistoles y mandáronlos que se llanzaren de la puente abaxo si nun queríen que los aventaren ellos a tiros. Unos saltaron la barandiella, a otros acribilláronlos ellí pa después tiralos al ríu, él llogró quedar coles manes garraes al borde de la puente. Entós un falanxista allegóse a él y con un cochellu de monte empezó a taraza-y lo deos: primero ún, después otru...Uxío aguantaba'l dolor apertando los dientes y garrándose con tol alma. El falanxista siguió tarazándo-y los deos que-y quedaben, hasta que-y dexó la manzorga convertida nun tucu sanguinolientu...cayó al ríu, nun sabía cómo pero nun s'afogó, llogró esmucise de los rabiones hasta la oriella y salir a tierra, guardándose ente la maleza.

Años más tarde, tando ya a rular perende aculló cola so rueda d'afilador llegó a una aldea de pasáu l'Altu O Cebreiro, ya en tierres de Llión, a una llegua de Piedrafita. Entró nuna tabierna a tomar una taza de vino y acolumbró nel que despachaba'l chigre una cara, qu'al pesar del tiempu pasáu, enxamás diba escaecer. Por si tuviere dalguna dulda, el chigreru, embaxo'l mandil, siguía a llevar la mesma camisa azul qu'aquel día na puente de xunta Quiroga. Pidió una taza vino, el taberneru púnxo-ylo, ensin decatase muncho d'él. Uxío envez d'arrimala a los llabios pa beber quedo mirando a los güeyos pal que lu despachara. Mirólu de tala manera que'l chigreru, incómodu, féxo-y un guiñu cómpliz y allegó-y la taza más cerca:

- ¡Qué, home! ¡Entón cómo é que non bebe!

L'afilador, ensin dexar de miralu, arremangó cola mano sana la manga del otru brazu y calcó el tucu de la otra, xunta la taza.

-¿E tí, -dixo, apartando el vino cola mano mutilada- cómo é que tés tan mala cabeza que non te lembras de min?

Alcuérdome de la conmoción que provocó ente los paisanos el relatu del afilador. Munchos d'ellos diéron-y la mano, otros un abrazu. Convidáronlu ente toos y el chigreru mesmu dixo ende, con muncha solemnidá, que d'esi día pa en delantre l'afilador tenía carta blanca nel establecimientu pa pidir lo que gustara, de beber o de picar, que lu convidaba la casa y que si alcuando nun tuviere onde atechar ellí diba ser siempre agospiáu y bienveníu. Uxío devolvió les amueses d'amistá y los brindes con non poco de reparu finxíu. Yo tenía media vista puesta nel futbolín, pero miembro perfectamente, que daqué achispáu, como taba, arrimóse a la barra y ensin afectación nenguna, díxo-y al chigreru.

- Lo mío no tiene mayor importancia, aunque se agradece el ofrecimiento y por no desairarle, hombre, si usted tuviese la bondad de ponerme un vasito de esa botella de Chivas que tiene ahí, con una piedrita de hielo, para alegrarla, tampoco le iba a decir que no... 

Yo marché pa en casa bien lluego, porque llegaba la hora de la merienda y los deberes. Uxío l'Afilador quedó ellí, arrodiáu de tolos paisanos del chigre que-y cuntaben unos y otros, atropellándose, les sos hestories de la represión fascista. Él, atendíalos gustosu, asintiendo cola cabeza y ensin separase de la botella de Chivas, cola que diba rellenando, a pasinos el so vasu.

Apocayá tuvo ún pela Ribeira Sacra. Amás de los vinos escelentes que se pueden prebar per eses rieres de los ríos Sil y Miño, al sur de la provincia de Lugo y al norte de la d'Ourense, pueden visitase más d'un cientu de xoyes del románicu que dexaron, colos sos viñares, les ordes medievales de Cluny y de San Benito, nes orielles d'esos ríos. Nuna d'estes xoyes, güei convertida en Parador Nacional, el Monesteriu de San Estevo de Ribas do Sil, nun rinconín del claustru, tuvi ocasión de ver una rueda d'afilador mui curiosamente restaurada. Saqué-y delles fotos y después, de la que reparaba pa caún de los detalles d'esti inxeniu de los afiladores-paragüeros de Nogueira de Ramuín, nuna de les tablines que sofitaben el bancu de la piedra d'afilar, descubrí, de casual, la última noticia d'aquella sombra prestosa de les mañanes fríes de la infancia, l'últimu ecu daquel birimbao que sonaba igual al que tantos llaneros solitarios del Oeste ficieran sonar al calicor d'una foguera en territoriu enemigu, yera malpenes una inscripción tayada a navaya: “U. Rosende. 10-11-77”. Quién me lo diba dicir. Depués de tantos años, ensin saber d'él, sentí un respingu al conocer la fecha esacta na que la so rueda currimundos aparara'l camín.

quinta-feira, 13 de dezembro de 2012

la vieja escuela

Sobre el portalón de la vieja escuela, en el centro de la fachada de la que había sido vivienda del maestro, aún se distinguía en la placa comida por el óxido el escudo de la República y el rótulo del Ministerio de Instrucción. El paisano que nos abrió la puerta no sabía explicarse cómo había podido sobrevivir aquel recordatorio de una de les principales prioridades del segundo régimen republicano. Tal vez estaba demasiado alto para que alguien se subiese en una escalera a arrancarlo y desde las ventanas de la casa del maestro tampoco parecía una tarea fácil.

La escuela había seguido abierta hasta finales de los años sesenta del siglo pasado. Cuándo le preguntamos al paisano cómo recordaba él la manera en la que se produjo el cese de la actividad educativa en el local, sonrió con amargura. Lo relataba como un auténtico cuento de terror:

-Primero se llevaron el encerado. Luego los libros. Más tarde al maestro y al final, también a los nenos.

quarta-feira, 12 de dezembro de 2012

pecado mortal

       Después de su famoso desliz lo habían destinado a una parroquia apartada del occidente asturiano, de la que dependían otras seis feligresías rurales. El primer día que hizo la ruta completa, el templo que más le sorprendió fue el de Santa Rita, una diminuta capilla en cuyo interior apenas cabían un par de bancos y tres reclinatorios individuales con asiento de esparto, distribuídos, en un estrecho hueco que había a la derecha del altar. 

Le hizo gracia también el confesionario, situado justo en el hueco restante del otro lado, apenas un par de tablas separadas por medio de otra en vertical en la que se hallaba labrada una rejilla de no más de diez centímetros entre cada ángulo del perfecto cuadrado, para verbalizar el acto de la confesión. Probó a sentarse en el banco reservado al sacerdote y no fue capaz de encajar en él, ni siquiera intentando ponerse de lado, con medio cuerpo fuera. Esperaba que a ningún feligrés se le pasase por la cabeza la idea de confesarse, en cuyo caso, había resuelto situarse él en el banco exterior -más ancho- y al penitente en el banquillo del altar, que además de estrecho se encontraba unos veinte centímetros por encima del nivel del otro.

Para complicar más el asunto, los cajones donde se guardaban la casulla y el resto de ornamentos, estaban pegados al banquillo interior del confesionario, de modo que hubo de arrastrar, con gran dificultad, el armatoste, hasta donde se lo permitía el límite con los bancos destinados a los feligreses, para abrir los cajones y una vez extraídos los ornamentos litúrgicos, volver de nuevo a colocarlo todo en su sitio.

Mientras se vestía aparecieron en el umbral de la portecilla de entrada a la ermita un par de mujerucas de mirada sombría y enlutadas desde las zapatillas de las madreñas hasta el pañuelo.

Con un gesto, que pretendía ser amable las invitó a pasar. Se presentó con su nombre de pila como el nuevo coadjutor de la parroquia, sin más formalidades, y les anunció que en un cuarto de hora comenzaría la misa, aunque tampoco iba a tener inconveniente -añadió, con un guiño cómplice- en esperar unos minutos más por si algún otro feligrés se retrasaba en llegar.

Una de las ancianas alzó su mano derecha, como seguramente la habían enseñado hacía muchos años en la escuela.

         - Don Mario -murmuró, con un hilillo de voz-. A misa sólo venimos    nosotras. Puede usted empezar cuando quiera y Dios disponga. 
          
           Al cura se le quedó congelado el guiño cómplice. Intentó sonreir.
          
           - Bueno, en ese caso, podemos empezar cuando ustedes quieran, a no   ser que alguna de ustedes se quiera confesar antes.


            Había dicho esto último, de manera inconsciente, mientras no se le quitaba de la vista el rústico apaño con el que algún aldeano mañoso del lugar había dotado a la capilla de su correspondiente mobiliario sacramental.
La anciana que no había abierto la boca, fue la que alzó en esta ocasión su mano derecha.
         - Si no fuese mucha molestia -dijo, con un vozarrón, más propio de un musculoso tenor que de aquel cuerpecillo enjuto y encorvado-. ¿Podría usted confesarme?
    - ¡Por supuesto! -repuso el sacerdote, con un entusiasmo nada convincente 

    -. Ahora mismo. Faltaría más. -Le indicó, bajando la vista el lugar del confesionario- Acérquese usted, señora.

    Ella se arrodilló, persignándose ante el artilugio y primero que él lo pudiese evitar se acomodó en el banco exterior, murmurando entre dientes una imcomprensible letanía.

    El sacerdote, con su mejor sonrisa, la ayudó a levantarse y le indicó el otro banco.

    - Por favor, siéntese usted ahí. Será más cómodo para los dos.

    La señora lo miró estupefacta, luego dirigió la vista a su amiga, en cuya cara también se dibujaba el horror. Volvió a persignarse y ayudada por el sacerdote se encaramó al banquillo.
    Las patitas le quedaban colgando, sin llegar a rozar el suelo. Aún así acercó sus labios a la rejilla de la tabla, con toda su devoción:

    - ¡Ave María Purísima!

    - Sin pecado concebida -respondió el cura. También su corpachón, más bien orondo, sobresalía notablemente del banco exterior y hasta su propio cuello, su rostro, las gruesas gafas a través de las que vio con espanto aquellas patitas colgando en el banquillo de la penitente.
    Interrumpió la confesión. Se levantó, un tanto abrumado y le dijo a la pobre señora.

    - Mire, vamos a hacer una cosa. Teniendo en cuenta las limitaciones de este templo para la correcta administración del sacramento de la confesión, lo mejor es que nos sentemos ambos en uno de los bancos centrales y será la única manera de poder hacer bien las cosas. 

    La anciana le dirigió una nueva mirada de estupor, pero se dejó llevar hasta el primer banco frente al altar. El sacerdote aguardó a que ella repitiese el Ave María Purísima, con la mirada perdida en la imagen de Santa Rita que presidía la capilla.

    - Disculpe, Don Mario -musitó la señora, con su potente vozarrón degradado a una sorda gárgara-. ¡Es que me da apuro! ¿No podía usted quedarse ahí y yo me confieso en el banco de atrás...y usted no vuelve la cabeza mientra me confieso. 

    El cura no pudo disimular un resoplido de impaciencia.

    - Muy bien -replicó-, sea así si usted está más cómoda...Aunque ya sabe que para Dios no hay secretos y el sacramento de la confesión es tan válido a través de un confesionario, que cara a cara...Pero en fin...Vamos a hacerlo así. 

    La anciana se desplazó hacia el banco de atrás con una agilidad que no dejó de sorprender al confesor y sin más dilaciones, volvió a decir:

    - ¡Ave María Purísima! 

    - Sin pecado concebida.

    El cura iba a comenzar con las preguntas preliminarles, cuando le sorprendió el vozarrón de la penitente golpeándole la nuca como un vendaval.

    - ¡Don Mario, antes de que me pregunte cosa alguna, tengo que confesar un pecado gravísimo, un pecado mortal.

    Desde algún rincón de la ermita, entre la puerta y el banco donde se hallaba confesando su amiga, escuchó el hilillo de voz de la otra anciana

    - ¡Ay, Señor Mío, Jesucristo!

    Por un momento sintió la tentación de amonestar a la testigo, invitándola a esperar fuera hasta que concluyese la administración del sacramento, pero recordó sus palabras acerca de que para Dios no había secretos y además pensó el las bajas temperaturas que reinaban a esas horas en el exterior del templo, y se contuvo. Obvió la interferencia y la escucha de su otra única feligresa y respondió a la que se confesaba

    - Bueno, permítame que le diga... yo no creo que haya podido cometer usted un pecado tan grave y mucho menos mortal..Más bien tengo la impresión de que es usted una buena cristiana, una mujer piadosa, incapaz de cometer ningún acto que pudiera ofender a Dios, Nuestro Señor..

    El vozarrón de la anciana le golpeó en la nuca, ahora con más fuerza. Con él le llegó también un inconfundible vaho con olor a cocido de berzas con chorizo, morcilla y tocino, como hacía tiempo no le era dado percibir en el aliento de ningún cristiano.

    - ¡Lo mío no tiene perdón de Dios, don Mario! ¡Es gravísimo! ¡Pecado Mortal! ¡Ay, Señor!

    Mientras la escuchaba, se divertía figurándose al hombretón capaz de llegar al tono de voz de aquella viejecita de aspecto frágil y consumido, incluso le vinieron a la memoria, como un regocijo algo blasfemo, ciertas escenas de la película “El Exorcista”, que a él, particularmente siempre le habían provocado una tremenda hilaridad.

    - ¡Lo suelto, porque me quema en la lengua! -prosiguió el vozarrón- ¡Ay, Señor Mío! ¡Dios me perdone, pero a veces sueño que mi marido me palpa en la cama como si fuera una novilla de buen año! ¡Ay, Virgen del alma! ¡Y yo sé que eso es un pecado gravísimo, mortal.

    El sacerdote volvió a la realidad de golpe, alucinado por la confesión que acababa de escuchar. Titubeó, sin saber qué replicar. Optó por quitarle importancia.

    - Mire usted. El matrimonio es uno de los sacramentos más sagrados. Cuando un hombre y una mujer se unen ante Dios y hasta que la muerte los separe, entre ellos sólo cabe el amor y el respeto mútuo...Si su marido le hiciese eso que usted me confiesa, de forma tan sincera... ante los ojos del Señor, el único pecador sería él y no la esposa que padece tal humillación...Pero, por lo que me ha parecido entender, nos es que su marido, abuse de sus naturales deberes conyugales, sinó que es usted la que lo sueña...En cuyo, caso, me veo en la obligación de tranquilizarla y consolarla...No tenga usted remordimientos por lo que no sucede en la realidad...Ante Dios los sueños no son pecado...Acaso puedan ser un eco de nuestro subconsciente, en cuyo rincón más profundo tal vez anide el brote de una conducta pecaminosa...Pero hasta la fecha, señora, para Dios, sólo se peca cuando se actúa, los sueños pertenecen a otra dimensión, a otra jurisdición...vamos a decir...¿Acaso ha intentando alguna vez en la realidad su marido hacerle eso que usted que ha confesado, lo intenta alguna vez? 

    El vozarrón tosió. Carraspeó profundamente y luego el vaho a cocido de berzas y embutido de cerdo emergió de nuevo con todo su poder evocador.
    - ¡Ay, Señor! ¡Mi marido, el pobre, en treinta años que estuvimos casados nunca jamás me faltó al respeto! Bien lo sabe Dios... Estas cosas las sueño ahora, veinte años después de que él me dejase viuda y descanse en el cielo. Por eso pienso yo que esto no puede ser normal, que tiene que ser un pecado gravísimo y mortal... 

    El cura se quedó sin palabras. Miró a la imagen de Santa Rita deseando que ella le iluminara. Luego escuchó un rumor sordo, algo así como el crepitar de una rama seca en una hoguera. La iluminación eléctrica de la ermita tembló, como se dice en el Apocalipis que un día sucederá con el sol. De pronto toda la capilla se quedó a oscuras y un desagradable olor a cables chamuscados invadió el lugar. Don Mario buscó en los bolsillos del pantalón, bajo el manteo, su mechero y antes de que lo pudiese encender en busca de algún cirio con el que alumbrar tanta oscuridad le estremeció el hilillo de voz de su otra única feligresa.

    - ¡María, claro que lo tuyo es pecado mortal! ¡Fundiste los plomos! ¿Quieres más prueba del castigo de Dios?

vocación insolente

Eran unos críos. Él llevaba un gorro de lana negro encasquetado en la cabeza y una muñequera de esas que usaban en los setenta los horteras admiradores de Bruce Lee. Ella escondía su melena rubia y rizosa debajo de una gorra de béisbol y unas enormes gafas de sol imitación de Ray Ban. Hablaban entre ellos de artes marciales y de sus planes para opositar a la Policía en lugar de ir la Universidad.

Yo andaba por allí, esperando que los perros se cansasen de corretear por la playa y volviesen. Había comenzado a liar un cigarrillo. A mi espalda les oí exclamar a coro:

- ¡Ostia, es un coco!

Me volví. Observaban agachados lo que parecía, en efecto, un auténtico coco. El crío lo cogió sin vacilar. Lo colocó encima de una roca. Se remangó el brazo hasta dejar bien visible la muñequera.

- ¿Qué vas a hacer? -dijo la chica-. ¡Estás loco!

Él tomó aire y lo expulsó dos o tres veces. Se concentró en su objetivo, doblando una rodilla y tensando el brazo, sin dejar de respirar de aquella manera un tanto exagerada. Luego de un golpe seco y certero rompió en dos el coco con el canto de la mano y con tala mala fortuna que uno de los trozos fue a estrellarse en la cara de la chica. Del impacto se le cayeron las gafas a la arena.

El karateka se quedó con el brazo en el aire y los ojos muy abiertos.

- ¡Imbécil! -gritó la chica, frotándose con gesto de dolor la mejilla donde la había golpeado el trozo de coco-. ¡Eres subnormal! ¡Vete a la mierda!

El chico intentó acercarse a ella y recibió un fuerte empujón en el pecho. Entonces ella recogió sus gafas, les limpió la arena, le dio la espalda y se fue alejando hacia la rampa del paseo marítimo. Desde el lugar en el que yo me encontraba la escuché gimotear, como una niña pequeña. Observé la reacción del chico al repentino abandono de su amiga. Se lanzó a correr tras ella con el ímpetu de un velocista olímpico. En su camino, entre él y la chica había un grupo de rocas llenas de algas y moho verde. El atleta impulsó todo su cuerpo hacia arriba para superarlas de un salto, pero un inesperado pedrusco, al otro lado del obstáculo, seguramente tan lleno de algas y moho como el resto del roquedal, lo hizo patinar y caer de bruces sobre la arena.

Ella se volvió al oir el ruido del batacazo. Entonces, el accidentado se levantó con gran agilidad y emprendió de nuevo su carrera hacia la chica. Cuando llegó a su lado, al pie de la rampa, ella, sin mediar palabra, lo atrapó por la manga del anorax y con una certera llave de Judo lo derribó sobre el duro hormigón. Durante unos segundos el chico sufrió una especie de conmoción. Desde mi punto de observación llegué a pensar que la caída había sido ciertamente grave. La chica se agachó ofreciéndole una mano para levantarse y él, emergió de su estado de seminconsciencia, algo aturdido aún. Se agarró al brazo de la chica y cuando ella ya había conseguido levantarle, resbalaron ambos por el hormigón cubierto de algas verdes y moho. Cayeron, enlazados, de una forma bastante cómica en la arena de la playa. Ahora se reían. Acabaron dándose un beso.

A mi también me dio la risa. Los perros acababan de llegar a mi lado, jadeantes, con la lengua fuera y me miraban esperando algún premio, una chuchería o una caricia. Vi a los chicos subir la rampa cogidos de la mano y riéndose a carcajadas. Probablemente nunca llegarían a aprobar las oposiciones para la Policía y si lo conseguían no les auguraba un gran futuro como agentes de la Ley. Su verdadera vocación -deseé con toda mi alma que algún día se diesen cuenta- era la de cómicos ambulantes.