Caminaba
sin rumbo fijo una de esas tardes húmedas y pesadas de Xixón
en las que el alma parece caérsele a uno a los pies y que la
lleva arrastrando por la calle como el cordón desanudado de un
zapato.
Aún
no había llegado el invierno y deambulaba uno por ese
interregno lluvioso y sacudido por ráfagas de un viento
calentón de las postrimerías otoñales que
algunos denominan, por estas latitudes atlánticas: la estación
de los suicidas. Contra el tópico extendido de que ciertos
espíritus desesperados se quitan la vida en noches de frío
vendaval y luna llena, yo siempre vi más propio que lo
hicieran en tardes como estas, de plomiza humedad, en horas propicias
a cualquier rutina doméstica: cuando los padres y las madres
recogen a sus críos de las academias de idiomas y todavía
se ve por las calles a gente corriente con prisa, cargando con sus
bolsas de la compra.
Alimentaba
a ese yo que siempre va con uno con pensamientos de esta naturaleza
desde tempranas horas del día y para darle el remate a mi ya
bien maltrecho estado de ánimo, en menos de media hora me
había visto en el centro de dos sucesos, no sé hasta
qué punto aleatorios, bastante desagradables: a la vuelta de
una esquina en las inmediaciones de Begoña un bando de
estorninos me había bombardeado con sus excrementos, evacuados
al unísono, como al parecer lo hacen todo estas aves de vuelo
colectivo, y al poco tiempo, una abuela que transportaba con
inusitada energía a sus nietos gemelos en un carricoche de
dimensiones similares a los de una limusina, me había
atropellado con toda su mala intención al percibir que no
estaba uno dispuesto a cederle el paso por el hueco de unos andamios
instalados en medio de la acera. No sólo me había
atropellado de forma bruta y deliberada, poniendo en riesgo la
integridad de los bebés, también se permitió
insultarme cuando yo intenté que se disculpara por su incívica
conducta llamándome, nada menos que “sinvergüenza” y
lo que más me dolió, porque nunca nadie me lo había
llamado nunca hasta entonces y menos alguien cuarenta años más
viejo que yo: “amargado de la vida”. No acostumbro faltar al
respeto a la gente mayor y en situaciones conflictivas como la que
acababa de vivir, si el otro es persona de edad, suelo dejarlo
correr, porque es lo que me enseñaron en casa. En esta ocasión
me sacó tanto de mis casillas aquella maldita abuela que no
pude evitar caer en el intercambio de insultos: le llamé
“faltosa” y “gamberra”.
En
esas andaba uno, transitando calles mojadas y turbias del reflejo
cansado del día que estaba a punto de morir entre sombras
vacilantes y los malos pensamientos que llevaba a la espalda ese que
siempre va conmigo. De pensar en los suicidas de la estación
más propicia a sus últimos deseos había llegado
a fantasear acerca de los instintos criminales que lleva dormidos en
su interior hasta la más beatífica de las criaturas
humanas. Me venían en tropel ideas como aquella, no recuerdo
si de Desmond Morris o de Cioran, de que conviene especificar que
no descendemos del mono, sin más, sinó de un mono
asesino, las imágenes del preludio de “2001 Odisea en el
Espacio” de Kubrick, mezcladas con otras de “La Naranja
Mecánica”. Si alguien en esos momentos me hubiese parado en
la calle para preguntarme cualquier cosa, dónde quedaba tal
sitio o por la hora, no sé si no habría salido de mi
rincón más oscuro y recóndito el mono asesino o
al menos el mono aullador terrorífico.
Caminaba
así por el centro de Xixón aquella tarde plomiza y de
tan mala facha, cuando de pronto sentí, intentando
sobreponerse al ruido del tráfico y a la sirena de una
ambulancia, el sonido de un violín. En el estado de
desasosiego en el que me encontraba, al principio lo tomé por
una especie de alucinación sonora, si así puede decirse
de lo que imaginamos oír. Luego, me fui acercando al lugar del
que partía aquella música, cada vez más real
cuanto más próxima. Y vi al violinista. Un hombre de
edad indefinible vestido con uno de esos trajes grises y ajados que
usaba la gente de pueblo hasta hace no demasiados años los
días de fiesta. Reconocí la pieza que estaba
interpretando con auténtico virtuosismo. Era la Partita nº
2 en re menor para violín solo de J.S. Bach. La tenía
bien fresca en la memoria porque justo unos días antes me
había bajado de Internet las seis Sonatas y Partitas para
violín solo que Bach compuso hacia 1720, en sus días
como maestro de capilla en Köthen, interpretadas por el gran
músico belga Arthur Grumiaux. Y justo cuando cesaban los
últimos acordes de la Giga para dar paso a la maravillosa
Ciaccona, que concluye esta pieza, juro por lo más sagrado que
vi convertirse el asfalto humedecido de uno de los cruces más
impersonales de la ciudad en un auténtico charco de oro.
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