Después
de su famoso desliz lo habían destinado a una parroquia
apartada del occidente asturiano, de la que dependían otras
seis feligresías rurales. El primer día que hizo la
ruta completa, el templo que más le sorprendió fue el
de Santa Rita, una diminuta capilla en cuyo interior apenas cabían
un par de bancos y tres reclinatorios individuales con asiento de
esparto, distribuídos, en un estrecho hueco que había a
la derecha del altar.
Le hizo gracia también el confesionario,
situado justo en el hueco restante del otro lado, apenas un par de
tablas separadas por medio de otra en vertical en la que se hallaba
labrada una rejilla de no más de diez centímetros
entre cada ángulo del perfecto cuadrado, para verbalizar el
acto de la confesión. Probó a sentarse en el banco
reservado al sacerdote y no fue capaz de encajar en él, ni
siquiera intentando ponerse de lado, con medio cuerpo fuera. Esperaba
que a ningún feligrés se le pasase por la cabeza la
idea de confesarse, en cuyo caso, había resuelto situarse él
en el banco exterior -más ancho- y al penitente en el
banquillo del altar, que además de estrecho se encontraba unos
veinte centímetros por encima del nivel del otro.
Para
complicar más el asunto, los cajones donde se guardaban la
casulla y el resto de ornamentos, estaban pegados al banquillo
interior del confesionario, de modo que hubo de arrastrar, con gran
dificultad, el armatoste, hasta donde se lo permitía el límite
con los bancos destinados a los feligreses, para abrir los cajones y
una vez extraídos los ornamentos litúrgicos, volver de
nuevo a colocarlo todo en su sitio.
Mientras
se vestía aparecieron en el umbral de la portecilla de entrada
a la ermita un par de mujerucas de mirada sombría y enlutadas
desde las zapatillas de las madreñas hasta el pañuelo.
Con
un gesto, que pretendía ser amable las invitó a pasar.
Se presentó con su nombre de pila como el nuevo coadjutor de
la parroquia, sin más formalidades, y les anunció que
en un cuarto de hora comenzaría la misa, aunque tampoco iba a
tener inconveniente -añadió, con un guiño
cómplice- en esperar unos minutos más por si algún
otro feligrés se retrasaba en llegar.
Una
de las ancianas alzó su mano derecha, como seguramente la
habían enseñado hacía muchos años en la
escuela.
Al
cura se le quedó congelado el guiño cómplice.
Intentó sonreir.
-
Bueno, en ese caso, podemos empezar cuando ustedes quieran, a no ser que alguna de ustedes se quiera confesar antes.
Había
dicho esto último, de manera inconsciente, mientras no se le
quitaba de la vista el rústico apaño con el que algún
aldeano mañoso del lugar había dotado a la capilla de
su correspondiente mobiliario sacramental.
La
anciana que no había abierto la boca, fue la que alzó
en esta ocasión su mano derecha.
- Si
no fuese mucha molestia -dijo, con un vozarrón, más
propio de un musculoso tenor que de aquel cuerpecillo enjuto y
encorvado-. ¿Podría usted confesarme?
-
¡Por supuesto! -repuso el sacerdote, con un entusiasmo nada
convincente
-. Ahora mismo. Faltaría más. -Le indicó,
bajando la vista el lugar del confesionario- Acérquese usted,
señora.
Ella
se arrodilló, persignándose ante el artilugio y
primero que él lo pudiese evitar se acomodó en el
banco exterior, murmurando entre dientes una imcomprensible letanía.
El
sacerdote, con su mejor sonrisa, la ayudó a levantarse y le
indicó el otro banco.
- Por
favor, siéntese usted ahí. Será más
cómodo para los dos.
La
señora lo miró estupefacta, luego dirigió la
vista a su amiga, en cuya cara también se dibujaba el horror.
Volvió a persignarse y ayudada por el sacerdote se encaramó
al banquillo.
Las
patitas le quedaban colgando, sin llegar a rozar el suelo. Aún
así acercó sus labios a la rejilla de la tabla, con
toda su devoción:
-
¡Ave María Purísima!
- Sin
pecado concebida -respondió el cura. También su
corpachón, más bien orondo, sobresalía
notablemente del banco exterior y hasta su propio cuello, su rostro,
las gruesas gafas a través de las que vio con espanto
aquellas patitas colgando en el banquillo de la penitente.
Interrumpió
la confesión. Se levantó, un tanto abrumado y le dijo
a la pobre señora.
-
Mire, vamos a hacer una cosa. Teniendo en cuenta las limitaciones de
este templo para la correcta administración del sacramento de
la confesión, lo mejor es que nos sentemos ambos en uno de
los bancos centrales y será la única manera de poder
hacer bien las cosas.
La
anciana le dirigió una nueva mirada de estupor, pero se dejó
llevar hasta el primer banco frente al altar. El sacerdote aguardó
a que ella repitiese el Ave María Purísima, con la
mirada perdida en la imagen de Santa Rita que presidía la
capilla.
-
Disculpe, Don Mario -musitó la señora, con su potente
vozarrón degradado a una sorda gárgara-. ¡Es que
me da apuro! ¿No podía usted quedarse ahí y yo
me confieso en el banco de atrás...y usted no vuelve la
cabeza mientra me confieso.
El
cura no pudo disimular un resoplido de impaciencia.
- Muy
bien -replicó-, sea así si usted está más
cómoda...Aunque ya sabe que para Dios no hay secretos y el
sacramento de la confesión es tan válido a través
de un confesionario, que cara a cara...Pero en fin...Vamos a hacerlo
así.
La
anciana se desplazó hacia el banco de atrás con una
agilidad que no dejó de sorprender al confesor y sin más
dilaciones, volvió a decir:
-
¡Ave María Purísima!
- Sin
pecado concebida.
El
cura iba a comenzar con las preguntas preliminarles, cuando le
sorprendió el vozarrón de la penitente golpeándole
la nuca como un vendaval.
-
¡Don Mario, antes de que me pregunte cosa alguna, tengo que
confesar un pecado gravísimo, un pecado mortal.
Desde
algún rincón de la ermita, entre la puerta y el banco
donde se hallaba confesando su amiga, escuchó el hilillo de
voz de la otra anciana
-
¡Ay, Señor Mío, Jesucristo!
Por
un momento sintió la tentación de amonestar a la
testigo, invitándola a esperar fuera hasta que concluyese la
administración del sacramento, pero recordó sus
palabras acerca de que para Dios no había secretos y además
pensó el las bajas temperaturas que reinaban a esas horas en
el exterior del templo, y se contuvo. Obvió la interferencia
y la escucha de su otra única feligresa y respondió a
la que se confesaba
-
Bueno, permítame que le diga... yo no creo que haya podido
cometer usted un pecado tan grave y mucho menos mortal..Más
bien tengo la impresión de que es usted una buena cristiana,
una mujer piadosa, incapaz de cometer ningún acto que pudiera
ofender a Dios, Nuestro Señor..
El
vozarrón de la anciana le golpeó en la nuca, ahora con
más fuerza. Con él le llegó también un
inconfundible vaho con olor a cocido de berzas con chorizo, morcilla
y tocino, como hacía tiempo no le era dado percibir en el
aliento de ningún cristiano.
- ¡Lo
mío no tiene perdón de Dios, don Mario! ¡Es
gravísimo! ¡Pecado Mortal! ¡Ay, Señor!
Mientras
la escuchaba, se divertía figurándose al hombretón
capaz de llegar al tono de voz de aquella viejecita de aspecto
frágil y consumido, incluso le vinieron a la memoria, como un
regocijo algo blasfemo, ciertas escenas de la película “El
Exorcista”, que a él, particularmente siempre le habían
provocado una tremenda hilaridad.
- ¡Lo
suelto, porque me quema en la lengua! -prosiguió el vozarrón-
¡Ay, Señor Mío! ¡Dios me perdone, pero a
veces sueño que mi marido me palpa en la cama como si fuera
una novilla de buen año! ¡Ay, Virgen del alma! ¡Y
yo sé que eso es un pecado gravísimo, mortal.
El
sacerdote volvió a la realidad de golpe, alucinado por la
confesión que acababa de escuchar. Titubeó, sin saber
qué replicar. Optó por quitarle importancia.
-
Mire usted. El matrimonio es uno de los sacramentos más
sagrados. Cuando un hombre y una mujer se unen ante Dios y hasta que
la muerte los separe, entre ellos sólo cabe el amor y el
respeto mútuo...Si su marido le hiciese eso que usted me
confiesa, de forma tan sincera... ante los ojos del Señor, el
único pecador sería él y no la esposa que
padece tal humillación...Pero, por lo que me ha parecido
entender, nos es que su marido, abuse de sus naturales deberes
conyugales, sinó que es usted la que lo sueña...En
cuyo, caso, me veo en la obligación de tranquilizarla y
consolarla...No tenga usted remordimientos por lo que no sucede en
la realidad...Ante Dios los sueños no son pecado...Acaso
puedan ser un eco de nuestro subconsciente, en cuyo rincón
más profundo tal vez anide el brote de una conducta
pecaminosa...Pero hasta la fecha, señora, para Dios, sólo
se peca cuando se actúa, los sueños pertenecen a otra
dimensión, a otra jurisdición...vamos a decir...¿Acaso
ha intentando alguna vez en la realidad su marido hacerle eso que
usted que ha confesado, lo intenta alguna vez?
El
vozarrón tosió. Carraspeó profundamente y luego
el vaho a cocido de berzas y embutido de cerdo emergió de
nuevo con todo su poder evocador.
-
¡Ay, Señor! ¡Mi marido, el pobre, en treinta años
que estuvimos casados nunca jamás me faltó al respeto!
Bien lo sabe Dios... Estas cosas las sueño ahora, veinte años
después de que él me dejase viuda y descanse en el
cielo. Por eso pienso yo que esto no puede ser normal, que tiene que
ser un pecado gravísimo y mortal...
El
cura se quedó sin palabras. Miró a la imagen de Santa
Rita deseando que ella le iluminara. Luego escuchó un rumor
sordo, algo así como el crepitar de una rama seca en una
hoguera. La iluminación eléctrica de la ermita tembló,
como se dice en el Apocalipis que un día sucederá con
el sol. De pronto toda la capilla se quedó a oscuras y un
desagradable olor a cables chamuscados invadió el lugar. Don
Mario buscó en los bolsillos del pantalón, bajo el
manteo, su mechero y antes de que lo pudiese encender en busca de
algún cirio con el que alumbrar tanta oscuridad le estremeció
el hilillo de voz de su otra única feligresa.
-
¡María, claro que lo tuyo es pecado mortal! ¡Fundiste
los plomos! ¿Quieres más prueba del castigo de Dios?
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