Vivía
frente a nosotros, en una vieja casona de galería que había
heredado de su única hermana. Se había trasladado allí
hacía unos años, después de que su salud se
resintiese, tras un par de infartos. Hasta entonces residía en
un antigüo almacén de las minas del Ponticu, habilitado
por él mismo como vivienda. Tenía allí un
pequeño huerto y algunos animales, dos o tres ovejas,
gallinas, conejos y un mastín enorme y bonachón que se
llamaba Trole. Había sido el último trabajador de la
explotación hullera, tras el cierre del pozo, era también
el más viejo de todos y por eso los patrones habían
tenido el detalle de contratarlo como guarda de los terrenos y las
instalaciones abandonadas. Luego los patrones se desentiendieron de
su propiedad y él se quedó allí, sin que nadie
se acordase de él. Acondicionó un almacén de
madera para convertirlo en su hogar y sembró berzas, patatas,
nabos, todo lo que le vino en gana, en aquella tierra que durante
décadas sólo había conocido el húmedo
peso de la cisca de carbón y la huella de los tacos de las
madreñas de los mineros que entraban en la caña del
pozo todos los días, a lo largo de tres turnos.
Era
amigo de mi padre y muchas tardes de verano nos acercábamos a
visitar a Olegario, al regreso de una de nuestras excursiones por el
monte. Mientras mi padre y él charlaban de sus cosas yo jugaba
con Trole o cumplía con alguna misión importante que
Olegario me encomendase, como buscar por toda la finca y recoger en
un cesto de mimbre los huevos que habían puesto las gallinas y
que podían estar en cualquier parte. Algunas tardes el antiguo
vigilante de la mina abandonada me entretenía retándome
a formar los trabalenguas más ingeniosos que se me ocurriesen
a partir de una palabra rara que él me proponía:
“valetudinario”, “agrimensor”, “perendengue”. Otras nos
deleitaba con su habilidad para realizar asombrosos trucos de magia
que había aprendido (como mi abuelo Estrada) en tiempos
difíciles en los que nadie le daba trabajo como minero y se
había visto impelido a ganarse la vida como viajante de los
productos más diversos por toda España. Mi padre, que
era hombre de sonrisa fácil, aunque no tanto de carcajada,
disfrutaba casi tanto como yo con aquellos pases de ilusionismo,
riéndose a mandíbula batiente y propinándome
codazos de entusiasta complicidad igual que si fuese otro niño.
Años
más tarde, cuando coincidimos como vecinos, al mudarse
Olegario a la casa que le había dejado en herencia su única
hermana, me apenaba encontrármelo por la calle, las escasas
ocasiones en que dejaba su refugio de la galería para salir,
tan viejo y atrofiado, con aquella mirada triste y apagada como el
rescoldo de un pitillo, tan distinta a la chispa maliciosa y
divertida que asomaba en sus ojos tiempo atrás, proponiéndome
un trabalenguas para la palabra “leguleyo” o ejecutando uno de
sus deslumbrantes números de magia.
Por la
noche, desde mi cuarto, se veía el brillo mortecino de una
bombilla alumbrando en una ventana de su galería, encendida
hasta altas horas. En las noches de verano, a veces, me llegaba el
rumor lejano de su aparato de diario en la ventana entreabierta, casi
ya como un murmullo del otro mundo.
Recuerdo
el día de su muerte. Mi padre ayudó a los empleados de
la funeraria a sacar el féretro hasta el coche que le había
de conducir a su último refugio. No tenía familia. Su
casa, junto a todo el edificio de galerías en el que había
sido su último morador, la derribaron a las pocas semanas de
su fallecimiento para construir un bloque de pisos.
La
primera noche en que me asomé a la terraza de mi cuarto para
contemplar con pena la galería de Olegario, ahora ya sin él,
un estremecimiento mil veces más poderoso que el de la helada,
que estaba cayendo, me recorrió el cuerpo. En el último
ventanal de la galería, donde se vislumbraba todas las noches
el brillo mortecino de una bombilla, la luz estaba encendida. Por un
instante pensé que todo era fruto de una ilusión
óptica, de la costumbre aún prendida en la memoria, por
haber visto durante más de diez años aquella luz. Me
restregué los ojos. La galería de Olegario seguía
encendida.
A la
mañana siguiente, tras un sueño agitado en el que no
conseguía apartar de la mente la visión de aquella luz
y todos los recuerdos que conservaba de mi viejo amigo, tuve el valor
de asomarme de nuevo al balcón. El ventanal de Olegario seguía
iluminado.
Ese
día, cuando volví del colegio a comer en casa, oí
a mis padres comentar, aquello que no podía ser ningún
secreto en un pueblo pequeño como el nuestro. Por lo visto, no
había sido yo el único en ver la luz encendida en casa
de Olegario, numerosos vecinos nuestros también la habían
notado. Con las prisas y sin ningún familiar que se hiciese
cargo de la vivienda, los funerarios o el servicio médico que
había acudido la madugada anterior a atender a Olegario, tras
llamarles él mismo por teléfono, no se percataron de
apagar aquella luz que él todas las noches dejaba encendida.
La
explicación del misterio alivió mi angustia, ese nudo
en el corazón que me oprimía desde la noche pasada.
Seguía triste por la repentina marcha de nuestro viejo amigo.
Me animé discurriendo que aquella bombilla sin apagar, más
que el descuido de los últimos que estuvieron junto a él,
se trataba de un truco final de magia con el que Olegario había
querido despedirse, un truco con mensaje sólo descifrable para
unos pocos cómplices: su memoria podía seguir viva en
la de esos contados amigos mientras no se les apagase aquella luz,
pequeña y sutil, que él, con fervor o miedo,
todas las noches dejaba encendida.
Qué buena historia!! Me gustó mucho. Quizás sea así, el mensaje de alguien que quiso que lo recordaran a través de esa luz encendida (pero sólo para aquellos que lo cuidaban a la distancia). Le dejo un saludo desde Buenos Aires.
ResponderEliminarQué buena historia!! Me gustó mucho. Quizás sea así, el mensaje de alguien que quiso que lo recordaran a través de esa luz encendida (pero sólo para aquellos que lo cuidaban a la distancia). Le dejo un saludo desde Buenos Aires.
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