Una
vez dejado atrás el barrio marinero me había adentrado
por las callejuelas que ascendían, monte arriba, hasta la
capilla y el faro. En todo el camino no me había encontrando
con un alma, apenas un rumor lejano de una radio o de un televisor
saliendo de alguna de las desvencijadas galerías de madera
delataba que el lugar no estaba totalmente deshabitado. De pronto, al
cruzar el arco de una especie de pasadizo con escaleras, sufrí
una alucinación seguida de otra. Vi pasar corriendo a un enano
vestido de rojo con una taladradora eléctrica bajo el brazo y
justo cuando el hombrecillo hubo desaparecido escaleras arriba,
apareció en dirección contraria un perrito pequinés
con las patas traseras sujetas a una especie de monopatín de
dos ruedas persiguiendo una pelota por donde yo subía.
Había
visto cosas así en sueños y en la realidad me venía
a la memoria el comienzo del viaje de Alicia por las latitudes de
Wonderland. Saqué la cámara con la intención de
fotografiar al pequinés rodante, pero, al igual que el enano
vestido de rojo, se había esfumado por cualquiera de las
múltiples bifurcaciones de aquel laberinto.
Sin
recobrarme de mi asombro y con la cámara en la mano, preparada
para disparar ante otras eventuales alucinaciones, seguí
ascendiendo por las escaleras. En un pequeño rellano, sentado
a la sombra de un tendejón de hojalata, me encontré al
primer ser humano con el que podía cruzar unas palabras. Por
su estatura tal vez tuviese algún parentesco con el
hombrecillo de la taladradora. Una inmensa boina, similar a un
txapela vasca, le cubría la cabeza y mantenía oculta
buena parte de su rostro menudo. Iba vestido con un mono de mahón
lleno de manchas de pintura de las más diversas tonalidades y
fumaba la colilla de un purito de esos que llamaban antiguamente
“señoritas” en una larga boquilla plateada. Tuve la
tentación de preguntarle por el enano y el perro patinador,
pero me contuve al ver la adusta expresión con la que me
observaba emboscado en las anchas alas de la boina
-
Buenos días -le dije- . ¡Se está bien a la
sombra, verdad!
Se
tomó su tiempo para responder. Dio un par de chupadas a la
boquilla.
-
¡Mejor se está al sol! -contestó,
enigmáticamente.
- La
verdad es que en un lugar tan bonito se debe de estar siempre bien,
al sol o a la sombra, ¿no? -repliqué, con diplomacia.
Volvió
a tomarse su tiempo.
- No
crea usted...
Sonreí,
asintiendo. Supuse que no sería correcto desengañarle
de que tenía delante a un auténtico bobo.
- Y,
oiga, esta parte del pueblo, este barrio ¿cómo se
llama?
Saboreó
la boquilla con el mismo placer que su cada vez más asentada
superioridad sobre aquel forastero tontaina.
- No
se llama de ninguna manera. No tiene nombre.
De
pronto, algo debió removerse en su conciencia, al percibir mi
decepción por la respuesta.
-
Bueno, los de abajo, los de la villa le llama a esto Cimalavilla.
Nosotros no lo llamamos de ninguna manera.
-
Ya...
Estaba
a punto de despedirme de mi ameno informador cuando reapareció
frente a nosotros el perrito pequinés con las patas de atrás
sujetas a ambas ruedas de patinete
-
¡Flecha! -le gritó el de la txapela- ¡Venga pa
casa! ¡Me cago en tu madre!
El
perro movió el rabo tímidamente y obedeció la
orden, metiéndose en la casa de enfrente, con un ágil
trompo de las patas rodantes.
- ¿Es
suyo?
No
sé por qué le pregunté, figurándome la
respuesta.
- ¿A
usted qué le parece?
El
pequinés, travieso, asomó la cabeza a la puerta por
donde unos segundos antes habia entrado velozmente. Observó
con una mirada rápida e inteligente a su amo, distraído
con aquel extraño y emprendió nueva fuga escaleras
abajo. No aplaudí para no darle al fatuo de la txapela el
gusto de confirmar que definitivamente se hallaba ante un retrasado.
Me limité a soltar una carcajada, a modo de despedida,
deseándole feliz carrera a Flecha y nuevos e infatigables
desplantes a su inmerecido dueño.
Seguí
mi camino. El faro y la capilla ya no debían estar muy lejos.
La callejuela por la que subía, dejaba a un lado y a otro,
veredas similares en las que un racimo de viviendas, encaramadas unas
sobre las otras, iban formando ese mosaico de fachadas de cal blanca
y vigas calafateadas con la misma pintura empleada para las lanchas
pesqueras, que se veía desde abajo, desde el puerto y la
villa. El sol, raramente juguetón y cálido de aquella
mañana del último mes del año, enredaba entre
las paredes de la callejuela con las sombras de lo aleros de las
casas, tejiendo caprichosos contraluces. Abajo, sobre las lastras
iluminadas de los muelles y de la plazuela tomada por las terrazas de
los bares del puerto, grupos diseminados de visitantes domingueros
iban proyectando sus sombras pequeñas, desde allí,
casi, parecían las sombras de un grupo de hormigas revueltas.
Subí
los últimos peldaños de la callejuela y tuve por fin a
la vista la aguja del campanario de la capilla. Tras ella se erguía
la torre del faro. Antes, sobre la villa y el puerto, se extendía
un recinto de cruces blancas y media docena de panteones con ínfulas
de mausoleos, sobresaliendo entre las rimeras de nichos todos
iguales, como los bloques de edificios que, abajo, en la villa,
habían afeado en las últimas décadas el lugar.
En una de aquellas rimeras de nichos, sobre unos tablones alzados en
un andamio, distinguí una figura vagamente familiar. Mientras
me acercaba a los muros del cementerio pude reconocer al enano que
había visto corriendo con una traladradora bajo el brazo.
Visto de cerca no era tan enano, apenas un tipo bajito. Iba vestido
con un chándal rojo con el escudo de la Selección
Española y por lo que deduje, viéndole allí, un
domingo, preparando, con herramientas de albañil, un nicho
destinado, seguramente a algún próximo morador de la
eternidad, debía de ser el enterrador del pueblo. Lo vi
empleando la taladradora para acabar de perfilar la entrada del nicho
con la misma diligencia con la que habría rematado la puerta
de entrada a una casa nueva para una pareja de recién casados.
Llegué
a la capilla. Entre la ermita y el faro había una gran campana
de bronce. Se hacía sonar los días de niebla, se
explicaba en varios idiomas en un panel informativo que la ilustraba,
para guiar a los barcos pesqueros a enfilar por la bocana del puerto.
A su lado una placa recordaba los nombres de marineros muertos en
naufragios y la fecha de cada uno de ellos.
Era un
mediodía inusitadamente soleado de diciembre. Desde aquella
atalaya se veía la extensión del mar y los perfiles de
la tierra, con sus intrincadas formas, como en los mapas. Mirando a
tierra, el puerto y la villa, también parecían
representar esa armónica geometría de los planos
trazados a mano y vista. En la zona del plano que recogía el
laberinto de callejuelas y viviendas superpuestas de la Cimalavilla
por la que había subido uno hasta aquí se vislumbra el
humo de algunas chimeneas, el brillo de algún espejo o cosa
metálica y la sombra deshilachada de los requiebros y
pasadizos por los que seguramente andaría Flecha rodando
impulsado por la energía de sus patas delanteras y su instinto
de supervivencia.
Lié
un pitillo para fumarlo con gusto y calma desde aquella atalaya antes
de descender de nuevo a la villa. El sol aún templaba el
rostro y las manos, aunque se notaba que ya la tarde comenzaba a
enfrescar. Aspiré la primera calada del cigarrillo, expulsando
el humo lentamente. Cerré los ojos disfrutando de aquellas
últimas caricias del sol. Pensé en dos o tres asuntos
graves que me preocupaban y los volví a enviar a la carpeta de
asuntos pendientes. Acabé el pitillo. Miré abajo. Allí
en el aparcamiento, al lado del puerto nuevo, estaba mi coche.
Emprendí el camino de regreso, sin ningún remordimiento
a la espalda. Sonreí. En todos estos últimos años
había habido, sin duda, domingos peores.
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