Eran
unos críos. Él llevaba un gorro de lana negro
encasquetado en la cabeza y una muñequera de esas que usaban
en los setenta los horteras admiradores de Bruce Lee. Ella escondía
su melena rubia y rizosa debajo de una gorra de béisbol y unas
enormes gafas de sol imitación de Ray Ban. Hablaban entre
ellos de artes marciales y de sus planes para opositar a la Policía
en lugar de ir la Universidad.
Yo
andaba por allí, esperando que los perros se cansasen de
corretear por la playa y volviesen. Había comenzado a liar un
cigarrillo. A mi espalda les oí exclamar a coro:
-
¡Ostia, es un coco!
Me
volví. Observaban agachados lo que parecía, en efecto,
un auténtico coco. El crío lo cogió sin vacilar.
Lo colocó encima de una roca. Se remangó el brazo hasta
dejar bien visible la muñequera.
-
¿Qué vas a hacer? -dijo la chica-. ¡Estás
loco!
Él
tomó aire y lo expulsó dos o tres veces. Se concentró
en su objetivo, doblando una rodilla y tensando el brazo, sin dejar
de respirar de aquella manera un tanto exagerada. Luego de un golpe
seco y certero rompió en dos el coco con el canto de la mano y
con tala mala fortuna que uno de los trozos fue a estrellarse en la
cara de la chica. Del impacto se le cayeron las gafas a la arena.
El
karateka se quedó con el brazo en el aire y los ojos muy
abiertos.
-
¡Imbécil! -gritó la chica, frotándose con
gesto de dolor la mejilla donde la había golpeado el trozo de
coco-. ¡Eres subnormal! ¡Vete a la mierda!
El
chico intentó acercarse a ella y recibió un fuerte
empujón en el pecho. Entonces ella recogió sus gafas,
les limpió la arena, le dio la espalda y se fue alejando hacia
la rampa del paseo marítimo. Desde el lugar en el que yo me
encontraba la escuché gimotear, como una niña pequeña.
Observé la reacción del chico al repentino abandono de
su amiga. Se lanzó a correr tras ella con el ímpetu de
un velocista olímpico. En su camino, entre él y la
chica había un grupo de rocas llenas de algas y moho verde. El
atleta impulsó todo su cuerpo hacia arriba para superarlas de
un salto, pero un inesperado pedrusco, al otro lado del obstáculo,
seguramente tan lleno de algas y moho como el resto del roquedal, lo
hizo patinar y caer de bruces sobre la arena.
Ella
se volvió al oir el ruido del batacazo. Entonces, el
accidentado se levantó con gran agilidad y emprendió de
nuevo su carrera hacia la chica. Cuando llegó a su lado, al
pie de la rampa, ella, sin mediar palabra, lo atrapó por la
manga del anorax y con una certera llave de Judo lo derribó
sobre el duro hormigón. Durante unos segundos el chico sufrió
una especie de conmoción. Desde mi punto de observación
llegué a pensar que la caída había sido
ciertamente grave. La chica se agachó ofreciéndole una
mano para levantarse y él, emergió de su estado de
seminconsciencia, algo aturdido aún. Se agarró al
brazo de la chica y cuando ella ya había conseguido
levantarle, resbalaron ambos por el hormigón cubierto de algas
verdes y moho. Cayeron, enlazados, de una forma bastante cómica
en la arena de la playa. Ahora se reían. Acabaron dándose
un beso.
A
mi también me dio la risa. Los perros acababan de llegar a mi
lado, jadeantes, con la lengua fuera y me miraban esperando algún
premio, una chuchería o una caricia. Vi a los chicos subir la
rampa cogidos de la mano y riéndose a carcajadas.
Probablemente nunca llegarían a aprobar las oposiciones para
la Policía y si lo conseguían no les auguraba un gran
futuro como agentes de la Ley. Su verdadera vocación -deseé
con toda mi alma que algún día se diesen cuenta- era la
de cómicos ambulantes.
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