terça-feira, 30 de julho de 2013

caballos de cartón



En todos los tiempos el ser humano ha sentido la necesidad de fabular, soñar, deformar las cosas sucedidas para mejorarlas, mentir a los demás o mentirse uno mismo porque tal fantasía se coló en nuestra memoria y sirve para explicar algo incomprensible.

El mejor libro de relatos de Paul Auster no lo escribió el autor neoyorquino: “Creía que mi padre era Dios” recoge una parte de las historias que le enviaron a un programa de la radio oyentes prácticamente anónimos (sus nombres o sus iniciales no nos dicen nada de ellos). Son relatos presentados como verídicos por los propios informantes y en los que no resulta difícil detectar la mano de la fabulación, la memoria deformante o el eco de historias que siguen circulando entre la gente, con la misma vitalidad que en la edad media.

En una tierra como esta de Las Españas, tan poco dada a mirar sobre lo propio que tenga algo de carácter y antigüedad, no abundan las recopilaciones de historias orales contemporáneas, más allá del morbo por las llamadas “leyendas urbanas” y tampoco parece que los Paul Auster de éxito en Madrid o Barcelona se muestren muy interesados en la tradición popular, con ciertas excepciones situadas en las culturas periféricas no castellanas.

A poco que uno tenga afición por pegar la hebra con el resto de la humanidad, con personas corrientes de vida corriente, más allá de nuestros cerrados círculos personales o profesionales, notará que las leyendas, las fabulaciones, los mitos, siguen tan vivos en la conversación habitual de la gente como lo han estado desde que un ser humano tuvo la tentación de contar algo, no tal vez como había sucedido, sino añadiéndole de propia cosecha un interés que no estaba desarrollado del todo en la realidad.

En colectivos o grupos más o menos “cerrados” o con un margen muy amplio de autoidentificación: de los presos comunes a los altos ejecutivos de multinacionales, de los mineros o los policías a comunidades étnicas como los gitanos o los vaqueiros, a veces aparecen estas leyendas de manera más notable para el que las escucha desde fuera del grupo.

Me vienen a la memoria tres ejemplos recogidos en otros tantos de estos grupos “cerrados”. El primero, un relato, considerado verídico (como en los siguientes casos) por el informante, un recluso veterano que en un acto literario en la prisión de Villabona me lo contó. El protagonista de la historia era un delincuente muy famoso tanto por sus múltiples fugas como por haber inspirado una o dos películas sobre su vida. Mi informante aseguraba que lo había conocido en nó sé qué cárcel y que allí el famoso delincuente se ganaba unas perrillas a costa de la bisoñez de los novatos invitándoles a un juego de apuestas en el qué siempre ganaba él: les mostraba una caja de fósforos, la agitaba cerca del oído de la víctima para que pudiese percibir que dentro sólo había una cerilla. “¿Cuántas cerillas hay en la caja?”, preguntaba, poniendo una cifra a la apuesta. Si el novato contestaba que una, entonces él con una gran chulería, extraía el fósforo de la caja, lo encendía y lo tiraba al suelo, pisoteándolo. Luego le enseñaba la cajita vacía al novato: “Fallaste. No hay ninguna”. Es un relato que me volvió a contar otro preso en la misma cárcel, varios años después y en el que sólo cambiaba la identidad del protagonista, en este caso un primo suyo. Que no era una historia de la tradición  “local” de la prisión de Villabona, lo pude comprobar no mucho tiempo después al oír en un programa de televisión el mismo relato de la caja de fósforos a un tal Dieguito el Malo, un presidiario con largas condenas y nuevo recordman  en fugas del mundo carcelario español, lo atribuia como cierto a una antigüo compañero de rejas: “qué ese sí que era malo”.

El siguiente ejemplo se lo escuché a un gitano que vende libros de segunda mano en el Rastro del Piles en Xixón. Hablaba de Franco y decía que el dictador no se había portado tan mal con los gitanos como con los quinquis. Su explicación: durante la guerra civil le llevaron a Franco a una familia de gitanos capturados cerca del frente. Los calés, lejos de amedrentarse ante el autoproclamado Generalísimo, se presentaron ante él mostrándole sus respetos y el más viejo de ellos, saludándolo como Príncipe de los Gitanos de España. A Franco que le gustaba mucho la pomposidad y los grandes nombres -afirmaba mi informante- aquello le cayó en gracia y dio la orden de que nadie bajo su mando molestase a ningun gitano. Es un relato que se transmite en la tradición oral de los roma españoles desde hace siglos y que remite a lo que diversos cronistas recogen como cierto de la llegada a la península de los primeros grupos de gitanos, unos venidos del Norte de África y otros a través de los Pirineos. Se presentaban ante las autoridades locales como Reyes y Príncipes Egiptianos, Condes, Duques, Marqueses...

El tercer ejemplo me lo ofreció un vaqueiro del concejo de Belmonte de Miranda. Me contó por sucedido cierto en su juventud la misma historia que relata Jovellanos en una de sus famosas cartas a Ponz sobre los hechos que tuvieron lugar en la parroquia de Ouviñana, en Cuideiru, cuando el día de la fiesta mayor, los mozos vaqueiros, envalentonados por la sidra de la romería, decidieron entrar en la iglesia parroquial para sacar la viga de madera que los discriminaba de los xaldos (no vaqueiros) en el templo y arrojarla a un río, terminando así con la infamante segregación en ese lugar.  Mi informante aseguraba que no sólo lo había vivido, sinó que él mismo había sido uno de esos mozos vaqueiros que sacaron la viga, en su caso, de una parroquia mirandesa. Dudo que aquel paisano hubiese leído a Jovellanos o conociese de segunda mano la historia y es más problable que ya en los tiempos en los que la recoge como cierta el ilustrado xixonés fuese una leyenda que circulaba entre las brañas de arriba y abajo del occidente asturiano.

No todas estas leyendas orales tienen el mismo interés literario o estético. Lo corriente es que refieran sucesos no del todo extraordinarios, simples episodios que si se siguen recordando y transmitiendo es porque conservan alguna utilidad como elemento de cohesión social o de autoafirmación de una comunidad o de una familia o de una vida.

En esa maravillosa serie documental de la TPA que es “Güelos” de Ramón Lluis Bande escuché por los menos a dos de los informantes relatar de pasada un episodio que mi padre siempre contó por sucedido y real. Hablaban de los juegos de la infancia y los escasos y pobres juguetes que les fue dado conocer en sus tiempos. Ya digo al menos dos de estos “güelos” contaban que tuvieron un caballo o un burrito de cartón y que en cierta ocasión se les ocurrió ir a bañarlo a un río -tal como habían visto hacer a los mayores con sus caballerías-, y claro, el caballo se había deshecho en el agua. Es la historia que le oí contar a mi padre cientos de veces. En aquellos años los niños pobres o medio pobres sólo podían optar a acariciar un caballo de cartón y es probable que a más de uno se le viniese a la cabeza la mala idea de ir a bañarlo al río. Sin embargo, me atrevería a asegurar que se trata de una leyenda, interiorizada como real por aquellos niños o, ya de adultos, por aquellos hombres.

Una característica común de las leyendas y relatos orales es su valor utilitario: simbólico, didáctico, a veces meramente lúdico. La historia del caballo de cartón que se diluyó en el río me gustaría pensar que es un perfecto ejemplo de cómo las leyendas sirven en ocasiones para explicar lo inexplicable. El tema de ésta bien podría ser el de la disolución de la infancia como edad de los juegos y de la felicidad inmediata. No es preciso haber leído a Manrique, a   John Donne, Cernuda o a Eugenio de Andrade para entender que así funciona el ingenio de los símbolos y las metáforas en la mentalidad humana: nuestras vidas son los ríos y la infancia un caballo de cartón que se diluye en el agua ante la mirada espantada de un niño que aún no sabe que ha dejado de serlo.

Ol.leras de Perl.lunes


Ol.leras en Perl.lunes, Somiedu. Una vaqueira con casa d'abaxo n'Argumosu de Valdés y casa d'arriba en Perl.lunes díxome una cosa bien guapa de las ol.leras (onde el lleche tebio recién catao esfrez con agua corriente pa conservase en brano, eliminando'l posu no fondo las ol.las):

"El l.leite ya l'augua tou naz de la tierra, ya l'augua ía la mai del l.leite...porque ía la que cría las paciones que crían las vacas que crían el l.leite que cría a la xente...ya pur esu l'augua l.lambe tan sonce'l l.leite nas ol.leras...."

( Traducímoslo al castellano pa qu'otros amigos puedan disfrutar un daqué d'unes palabres casuales qu'a mi me supieron a esconxuru máxicu o a poema breve: "La leche y el agua, ambos nacen de la tierra, y el agua es la madre de la leche...porque es quien cría los pastos que crían a las vacas que crían la leche y a la gente...Por eso el agua lame tan dulcemente la leche en las ol.leras". )

sábado, 27 de julho de 2013

mater (dolor)osa

¿Qué espectatives tienen los que visiten Asturies per primer vez? Énte la fachada del Monesteriu de San Salvador de Curniana (de lo que va quedando d'él, cada vez más cerca de les ruines, como alerten los vecinos énte la desidia de les autoridaes competentes https://www.facebook.com/pages/Salvemos-la-Iglesia-y-el-Monasterio-de-Cornellana-de-la-ruina/597948423553969?fref=ts) atópome con unos amigos madrilanos que nun conocíen esta tierra. Los sos nenos, una pareya de ximielgos qu'aparenten el vivu retratu de Zipi y Zape, vienen decepcionaos de Somiedu porque nun vieron nengún osu al pesar de les esperances que-yos dieran los guíes turísticos locales.

Por amenorgar un daqué la decepción de los rapacinos, pregúnto-yos si quieren ver una osa y énte la incredulidá d'ellos y la sorpresa de los padres, enveredo a tola familia énte los mesmos murios del cenobiu pa ensiña-yos l'escudu principal. Embaxo'l cuadrante superior, qu'amuesa la figura del Salvador, una osa colos tetos abultaos de recién parida garra en cuello a una nena.

-¡Se la va a comer! -salta Zipi.
-¡La está estrangulando! -arrepostia Zape.

Los ximielgos ponen cara de nun creer una palabra de la que-yos cuento que la osa de piedra, llonxe de causa-y nengún dañu a la rapacina, tienla en cuello pa da-y de mamar. Ye l'emblema fundacional del monesteriu. La neña representa a la fundadora, la infanta Cristina, fía del rei Bermudo II de Lleón. La llienda cuenta que de bien pequeñina quedó perdida per aquelles biesques que xunen les tierres altes lleoneses colos montes y los vais del suroccidente asturianu y que la recoyó una osa pa curiala y criala como si fuera nacida de les sos mesmes coraes. Depués la osa llevóla hasta la vera d'un ríu onde baxaben por agua unos monxos ermitanos d'esos montes. Ya moza, la fía del rei mandó alzar una ilesia y un cenobiu nel sitiu onde la osa la dexó a salvu, consagrándolu por ello a Cristo San Salvador y llantando en piedra la estampa del animal nel dintel cimeru de la portalada.

Llevélos de siguío a la llamada, precisamente, Puerta de la Osa, nel ala oeste del monesteriu. Ende ta llabrada en piedra la representación más vieya del animal emblemáticu de San Salvador de Curniana, en cantu'l dintel d'un arcu que nos sos pies amuesa otres dos figures d'oses a entrambos llaos. Dellos estudiosos de la iconografía románica caltienen que la pieza central, la que caltién una figura humana ente les garres, ye de cierto un lleón, emblema del Reinu onde se fundó'l monesteriu y de xuro, tamién, representación del Lleón de Xudá. Puede ser. Sicasí les figures animales que tienen polos pies de l'arcada son inequívocamente dos oses.

Los mios amigos tenten congraciase colos fíos prometiéndo-yos qu'al día siguiente van dir ver a dos oses como aquelles, pero de carne y güesu, les famoses Paca y Tola. Ensin querer entemeteme n'asuntos familiares nun-yos oculto la mio disconformidá col destín d'atración pa turistes a les que condenaron de cuantayá a los probes animales del cercáu de Proaza unos tipos responsables d'una fundación supuestamente conservacionista. Fálo-yos de la vida en cautividá de Paca y Tola desque yeren dos esbardines güerfanes hasta los sos díes actuales, ya a les puertes de la vieyera y la decrepitú, nuna condena superior n'años a la de los presos etarres más veteranos. Del grotescu y disparatáu episodiu del semental Furaco, con tol so siguimientu mediáticu y el triste final: la cría malformada que parió Tola, ya muerta o sacrificada por instintu pola propia madre énte la so improbable supervivencia.

Esta hestoria murnia y truculenta despierta más l'interés de los ximielgos Zipi y Zape que la de la osa del Monesteriu de Curniana. Cuénto-yos arriendes que de la que yo tenía el so tiempu había n'Ovieu, no más céntrico de la capital, nel Parque San Francisco otra osa prixonera: Petra. La xaula onde la teníen metía les autoridaes del Conceyu o quien-y corrrespondiere aquella innoble responsabilidá nun debía tener más de tres metros de diámetru, descontando l'espaciu qu'ocupaba una especie de cueva artificial. Los rapacinos diben a retratase delantre d'ella y a meté-y ente les rexes barquillos con miel, la única dulzura que debió tener aquel probe animal en tolos sos años d'encierru. Llevaba ellí dende principios de los años cincuenta, de mano xunto a un esbardu hermanu, al que bautizaron como Perico y que malpenes sobrevivió en cautividá tres o cuatro años. De la que morrió dalgún macabru intelixente de la cosa público tuvo la ocurrencia de que lu disecaran y nesa espantible suerte de posteridá debe siguir el pelleyu de Perico escaecíu en dalgún cuartu de los trastos municipales de Vetusta.

A los nenos de los mios amigos madrilanos decepcionólos saber que los restos disecaos del hermanu de Petra nun s'esponíen al públicu en dayures. Por quita-yos de la cabeza el dir a ver a les prixoneres Paca y Tola, volvimos al sitiu de partida, énte l'escudu de San Salvador de Curniana y la osa que tenía en cuello a una rapacina. Pregunté-yos a Zipi y Zape por qué cuidaben ellos que l'animal taba a devorar a la neña o a estrangulala. Miráronme entrambos como si fuera bobu.

-Es lo que se supone que hacen los monstruos...-respondió Zipi o igual foi Zape.

Di-yos la razón, aceptando por válidu el so razonamientu. El casu ye que nun yeren los únicos que calteníen tala creyencia por verdadera. Saqué de la chistera una hestoria vieya que-y sintiera cuntar en cierta ocasión a un vaqueiru retiráu que ficiera, mientres la salú-y lo permitió, casi un cientu de primaveres el camín de les brañes de la mariña a los pastiales altos de Somiedu. De la qu'inda andaba a xubir el ganao dende la so braña de Valdés hasta Santa María del Puertu, una primavera nel alto, que tuvo a nevar hasta bien entráu mayu, tolos vaqueiros xuntaron a conceyu pa tratar d'un asuntu que los traía reconcomiaos: delles xatines aparecieran muertes pela nueche con traza de que les acometiera un osu...xunta los restos de los animales apaecíen buelgues fresques que dexaben impresa la firma del depredador. Los vaqueiros solventaron l'asuntu decidiendo toos a una entamar una batida a la busca l'animal que-yos taba provocando tantu trastornu. La única voz que se llevantó entós a la escontra del alcuerdu xeneral foi la d'aquel brañeiru que munchos años después diba cuntame esta hestoria. “Nun ía un osu -dixo'l discrepante-, que ía una osa, ya you a una osa nun la mato pur muita estroza que nus puoda faere...Diba sere comu matar a la mia propia mai, mirái lo que vus digo, bien lo sabe Dious...”. Los otros vaqueiros miraron con plasmu al so compañeru, unos pensaron qu'atocheciera, otros que bebiera más vino de Lleón de la cuenta -que ye cabezón y anecia a la xente, bebío n'escesu-. Entós él cuntó-yos aquella hestoria, de cómo-y salvara la vida una osa, siendo él rapaz y qu'enxamás-y cuntara a naide, por neta vergüenza.

La primer vez que lu mandaran solu los de so casa a baxar el ganao dende Santa María del Puertu a les brañes d'hibiernu de la mariña valdesana, foi una añu nel que la seronda aprució enantes de que'l calandariu la señalara y vieno a mediaos d'ochobre, después d'unes selmanes tan soleyeres y templaes como les del veranu, endemoniada de vendavales, xarazaes y hasta un envión de ñeve tempraniega. Los vaqueiros más veteranos namás notar el fustaxe d'aquella otoñada enveredaron el so ganao del puertu abaxo ensin esperar más amenacies del tiempu; él yera un novatín y quedó de los últimos que tovía nun atopaben el día de volver a les brañes d'hibiernu na mariña. Nuna nueche de nevadona, daquella nieve traicioniega d'entráu ochobre, salió de la so cabana cola guiada y un candilexu d'esquistu a buscar les sos vaques pa guiales a la corripia del Puertu y p'abellugar a les críes a techu d'una corte. La ñeve diba posando el so mantu blancu de fríu y muerte nos caminos y pastiales de la braña hasta les costeres onde pasaba la nueche el ganao. El rapaz andaba alloriáu, zapicando pel camín de ñeve y allumando la fosca biesca de solombres col candilexu. Debió trompicar en cantu d'un tochu que la ñeve nun tapara del too o nun furacu, cayó de focicos, perdiendo el candilexu y la guiada y esfrellando la frente contra una peña. Nun sabía precisar el tiempu que tuvo ellí, ensin sentíu, tiráu ente la ñeve, a mercé de los falompios que caíen del cielu y lu diben pasiquino sepultando nuna mortaxa de xelu. Despertáronlu unos rebusquinos na cara, la sensación prestosa d'un calor que lu aidaba a recobrar la consciencia y l'aliendu. Abrió los güeyos y pensó que siguía soñando, que sufría alucinaciones. Había una osa grandísima enriba d'él, con una cabeza tan grande como la d'un toru cubridor, sentía los rebusquinos del so focicu na cara y la so llingua, llarga y moyarienta, escalecía, llambiéndolu cola mesma mansedume delicada d'un perru. En cuantes l'animal percibió que'l rapaz daba señes de vida y movimientu separtóse d'él y pasu ente pasu foi allonxándose pel camín de la ñeve hasta desapaecer na escuridá. “Si gúei toi vivu foi gracias a aquel.la osa”, dixo el vaqueiru a los sos compañeros. “Pudo cumeme, dame una dentiel.lada na gorxa ya cumeme como si fuora un pitu ya siguir el sou camín tan tranquila...ya nun lo fixo...L.lambioume ya l.lambioume hasta que despertare comu si fuora un esbardín de sou...Ya esu a min nun se me vai esqueicer de pur vida...Nun conteis cunmigu pa dir matar una osa, que primeiro sacrifico a las mias nuviel.las una pur una, bien lu sabe Dious”.

Prestóme ver los efectos de la maxa de les histories vieyes escentellar nos güeyos atentos de Zipi y Zape y na sonrisa cómpliz de los mios amigos madrilanos. Agora foi ún de los ximielgos, nun sé si Zipi o Zape, el que me dio una lleción de sentíu común y sensibilidá que, ciertamente, nun esperaba.

- Yo paso de ir mañana a ver a esas osas enjauladas. No se lo merecen...



quinta-feira, 25 de julho de 2013

zona cero

Las lecturas del azar. Después de casi dos meses ordenando libros, la blblioteca de casa aún me regala sorpresas inesperadas. La definición de fantasma, según James Joyce, en un libro de Alberto Vega que daba por perdido: “¿Qué es un fantasma? Preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta hacerse impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.”

Amigo de las confortables monotonías, de las vueltas al mundo desde la ruta circular de las calles de La Felguera o Sama, cordial, prudente, discreto. Al poeta Alberto Vega sólo la Muerte le fue capaz de desbaratar sus rutinarias y admirables costumbres, incluída la última con la que la desafiaba desde la enfermedad: su columna semanal en el diario “El Comercio” de Las Cuencas.

Recuerdo perfectamente la última vez que nos vimos porque aquella tarde en el parque viejo de La Felguera la propia Muerte andaba por allí merodeando. Después de participar en un acto literario junto a Vanessa Gutiérrez y Xuan Bello, estábamos conversando con Alberto en un grupo y por el paseo central del parque pasó Luis Cadórniga, de los Polino, un primo hermano de mi padre, con el que siempre tuve una relación muy cercana. Iba del brazo de su mujer Ángeles, como todas las tardes, camino de la terraza de la Sidrería el Parque a tomarse una pintina de vino. Al verme, en lugar de acercarse a saludar, me hizo un gesto extraño con la mano, sonriendo. Como en el relato del Mercader de Bagdag, de las Mil y Una Noches, el gesto que yo interpreté como saludo afectuoso era en realidad un gesto de despedida. Ignoraba también entonces que cuando estreché la mano del poeta Alberto Vega esa tarde al marcharme, con el deseo de volver a vernos pronto, iba a ser la última vez en la que nos encontráramos.

Me acuerdo de esa tarde con emoción porque nunca más volví a ver con vida a ninguno de los dos. Pocos meses después, con escasas semanas de diferencia, nos despedíamos -ya sin posibilidad de un gesto compartido- en la iglesia de San Pedro de La Felguera, un templo que siempre me pareció que tenía algo de sinagoga, no sé si porque sólo he tenido ocasión de entrar en él en funerales de gente querida y por encima de la palabrería hueca y formularia de los responsos del cura, había algo allí, un misterio íntimo que me unía a otras personas con las que sólo tenía en común el dolor de esos momentos.

En los poemas de Alberto Vega abundan los fantasmas y las apariciones o desapariciones espectrales. “Fantama” se titula precisamente el texto que encabeza la cita de Joyce, aunque de todas las composiciones reunidas en ese volúmen “Cuaderno de la ciudad” (que repoduce en una cubierta y contacubierta de Helios Pandiella el diseño y el propio papel de los cuadernos de ejercicios de caligrafía de las escuelas de los setenta), la que prefiero y no puedo leer hoy sin un cierto estremecimiento por lo que tiene de profética, es la titulada “Zona”. Alude a la que fue zona juvenil de copas en los años ochenta en el popular barrio felguerino de La Pumar y que hoy es sólo un populoso rincón de calles nuevas con edificios de pisos que se han comido a las viejas casucas, donde los espacios que ocupaban los bares nocturnos albergan ahora ruidosas sidrerías y vinaterías.

Zona

Aún se llena de muchachas y de círculos
la plaza aquella, giran todavía
en la tarde los colores de sus ropas
por las calles del barrio hasta perderse luego
entre el humo delirante y las cervezas

(Ellos saben que a la hora acostumbrada
se irá tanto deseo de los ojos.

Algunos permanecen aguardando la música
improbable y feliz de una aventura).

Yo nunca más he vuelto, aunque se dice
que un hombre sin pasado algunas noches
-especialmente tristes- contempla las paredes
y fuma silencioso y se emborracha
y paga con decoro y se va y nadie sabe
que ha cumplido una cita con sus sueños de aire.



Tampoco uno ha vuelto a aquella plaza desde que pasó allí sus últimas noches de copas en el año 86 y cuando lo ha hecho al lugar que entonces era la Zona por excelencia de buena parte de la juventud del Valle del Nalón, ya todo había desaparecido y cambiado, ni siquiera había ya ruinas ni escombros de todo aquello. En ciertas noches -especialmente tristes de invierno y con niebla-, tal vez si acompañásemos a aquel fantasma de los versos de Vega, podríamos desvelar entre las sombras la visión sobrenatural de una especie de Zona Cero (la única especie de Zona que podría ser ya) en la que las almas en pena de todos los que perdieron el camino antes de llegar a cumplir los treinta o los cuarenta vienen a congregarse aquí en compaña non sancta, algunos de ellos, seguramente sin haberse enterado del todo de su actual condición de difuntos. No se alumbran con fachos de cera ardiente como sus parientes de épocas más crédulas y si se ve el destello débil de una llamita, seguro que no es el alma de naide, tal vez sea uno de los supervivientes que viene a cocinar en su cucharilla o su papel de plata el último suspiro que le une al mundo de los vivos.

Si se acaba perdido por ahí una de esas noches de Walpurgis para espectros locales o transeuntes, cualquiera de los luminosos y sencillos poemas de Alberto Vega podría servir como esconxuru para salir de ella y volver a la bendita realidad de los días grises. Versos como esos titulados “Centro” y que en el caso si son proféticos es porque nos recuerdan que una de las formas de felicidad que nos promete la literatura y que en pocas -siempre merecidas- ocasiones cumple, es el de la pervivencia de una voz y unas pocas palabras verdaderas más allá de la vida de quien las escribió. Lo sabía -con su discreta y prudente clarividencia- nuestro admirado amigo Alberto:

Hay un sabor a nada en cada trago,
en cada gesto avanza una prisa sin olas,
sin sentido los pájaros
sobrevuelan la luz roja de un semáforo,

fruta imposible y vana. Crece un canto
de peces de latón y hojas enfermas
en oídos abstractos,
un rumor a hombre solo por debajo del ruido.

Yo camino despacio

(Es decir, estoy vivo).

terça-feira, 23 de julho de 2013

la moza de ánimas

(Para mi amigo Navia)

Era tan vieja aquella casa que en una luminosa mañana de verano el sol no la doraba, le pasaba por la fachada un paño humedecido de plata. A esa hora de la siesta el silencio en la aldea era absoluto. El sonido del disparador de mi cámara rebotaba en las vigas de madera y los voladizos de la callejuela estrecha. Debió de ser ese ruido el que hizo sacar la cabeza por aquel ventanuco a una señora con un pañuelo negro anudado tras la nuca y el rostro corroído de surcos como si en vez de muchos años tuviese la lepra.

Le di las buenas tardes y señalando a la cámara le pregunté si podía fotografiarla. Ella o no entendió lo que decía o no lo oyó o no consideró necesario responder. Mientras le tiraba unas cuantas fotos, acercó una mano a la boca, como si yo estuviese a cien metros de allí, encaramado en la loma que dominaba el pueblo.

- ¿Viene usted a ver a la Moza de Ánimas?

Sabía a lo que se refería porque una de las guías con las que viajaba hacía mención a esa figura, aún viva en aquella aldea: una mujer que salía todas las tardes, poco antes de que cayese el sol, a tañer una campana por las callejas empedradas, para llamar a la oración por el alma de todos los difuntos. Aún faltaban unas cuantas horas para que la Moza de Ánimas emprendiese su recorrido por el lugar, volteando su campana fúnebre. De haber dispuesto de más tiempo, no me habría importado quedarme hasta entonces para asistir al paso de la llamadora de las almas. Sin embargo mis planes eran otros, tenía previsto seguir recorriendo el pueblo durante un rato y salir con la intención de hacer noche al otro lado de la raya, ya en Portugal.


La mujeruca volvió a acercar la mano a los labios y a estirar el pescuezo hacia la calle.

- Porque si viene usted a verla, tarde llega, señor, que la pobre ayer mismo, sobre estas horas, le entregó el alma a Dios y hoy a las cinco la entierran. En cuarenta y dos años, que son los que estuvo la pobre llamando a difuntos, sin faltar una tarde, hoy van a ser las primeras vísperas en que no haya Moza de Ánimas en La Alberca...Mire usted, si es mala suerte la suya...

Tuve la tentación de responderle que para suerte mala la de la pobre señora de la campana, porque lo mío tendría remedio en otra ocasión que visitase La Alberca. Me interesé, en cambio, por la situación de desamparo en la que iban a quedarse hoy las ánimas de la parroquia sin la llamada a la oración por su eterno descanso de su fiel servidora.

- Ella rogará por todos desde el cielo -contestó la vieja-, no se preocupe usted, que nuestro Señor lo tiene todo bien dispuesto. Hoy mismo, tras el entierro, habrá Junta de Ánimas y se escogerá a la vecina que la sustituya para que mañana mismo ya salga a recorrer La Alberca con la campana. Si se queda en el pueblo, mañana tendrá usted ocasión de ver a la Moza de Ánimas y ya vería cómo se le pone la carne de gallina, como a todos los de fuera que nos visitan, que no hay cosa más bonita ni que emocione más en toda la provincia de Salamanca. Se lo digo porque una sobrina mía, tiene aquí mismo al lado, una fonda de turismo rural y si le dice que va de mi parte, le cobra lo mismo que en temporada baja...De verdad que merece la pena ver a la Moza de Ánimas, se le pondría la carne de gallina...

A pesar de la luminosidad del día, de la benéfica temperatura que se disfrutaba a la sombra de aquella calleja, de la amable y detallada información de la señora, en ese momento, a mí mismo se me estaba empezando a poner la piel de gallina. Rehusé la invitación de mi informante, agradeciéndole todos sus detalles y me despedí de ella.

- No se preocupe, ya habrá ocasión de escuchar y ver a la Moza de Ánimas algún día... Siempre va haber ocasión... Para hoy, tenía otros planes...

domingo, 21 de julho de 2013

la fuerza de los xustos

Os libros arden mal”, tituló Manuel Rivas la so extensa novela de la guerra civil en Galicia. El volume ábrese cola fotografía d'un grupu de voluntarios falanxistes presidiendo brazu n'alto una quema de llibros na Dársena de A Coruña nos primeros díes del alzamientu militar.

Al pesar de la mala calidá de la imaxe -reproducida de les planes d'un vieyu diariu coruñés-, poques como ella son a remanecer nel que la mira agora una estampa más violenta de la guerra del 36, onde nun fueron precisamente escasos los episodios de crueldá y horror intencionaos. Nunca ta de más alcordase d'esi llugar común de que s'empieza quemando llibros y acábase por quemar a la xente.

Ye verdá que los llibros arden mal. Esactamente a la temperatura de 451 graos na escala de Fahrenheit -como sabemos tolos ignorantes de la física que lleímos la novela de Ray Bradbury- y de 233 graos centígrados. Sicasí, una vez que prende la llama, el llibru, colos sueños, les idees o les tochaes que se vertieran nél, bien lluego queda indefensu, a mercé del fueu que va convertir eses palabres de tinta y papel nun tochu de pòvisa.

Dalgunos rapacinos del cursu 1937-38 de les Escueles de Sama tovía s'alcordaben setenta años después del tufu qu'esparde una pira de llibros quemando. Avanzaben en filera pel Parque Dorado encabezaos por don Sacramento, que los llevara a observar los efectos de la estación serondiega nes abondantes especies arbories del xardín públicu. Al final del parque, delantre la que fuera hasta unes selmanes enantes La Casa del Pueblo y onde agora s'abellugaba un destacamentu militar del II Tabor de Ceuta, alzábase una inmensa columna de fumo. El maestru, n'acolumbrándola, encamentó a los escolinos al so cargu que guardaran l'orde de la filera y nengún abandonara el grupu, mientres pasaben al llau de la foguera.

Los moros del destacamentu calecíen les manes alrodiu el fueu y de vez en cuando salía dalgún del edificiu con una caxa de cartón enllena de más combustible pa la pira y de la que lo echaba a ella, los sos compañeros celebrábenlo con grandes risotaes y palmes. Nel centru del fogaral consumíense sielles y meses desmembraes, con otros restos de mobiliariu, enriba de les sos brases, formando un balagar de rimeres atropellaes, decenes de llibros amburaben dende los sos llombos de cartolina entelada hasta'l so corazón de papel.

Don Sacramento dexó a los sos escolinos pa correr como un llocu hasta la foguera. Encaróse colos moros y a ún que tentaba echar una nueva caxa de llibros a la pira baltiólu en suelu con un furiosu emburrión. Los rapacinos contemplaben la escena plasmaos: enxamás vieran al so maestru perder los nervios d'esa manera. Los moros, de mano igual de plasmaos que los nenos énte la truñada d'aquel home, escomenzaron arrodialu con miraes amenazantes y el maestru, un paisanu pequeñacu, de complexón ruina y lentes de culo de botellla, quitó la chaqueta con desenvoltura pa enseñar la so camisa azul y desenfundar la pistola que llevaba na sobaquera. El grupu que lu arrodiaba foi retirándose a modo hacia l'edificiu de l'antigua Casa del Pueblo ensin apagar el bruque de les sos miraes enceses de rabia. Mentantu el maestru, cola pistola na mano apuntando al cielu, escomenzó a tentar retirar colos pies les rimeres de llibros qu'inda nun quemaran del too. Enantes de que pudiere consiguir apartar del fueu una rimera completa, un oficial español, musculosu y corpulentu como un osu, que remaneciera como de la mesma nada del interior del cuartel, desarmáralu y tiráralu al suelu dándo-y un violentu calzañazu na zancadiella.

-¡Usted mandará en su escuela y en la cantina de la Falange! -díxo-y, aidándolu a llevantase, de mui mala manera-. ¡Aquí mando yo!

Don Sacramento caltúvo-y la mirada con aquelles dos rayines cegarates que remanecíen tres los cristales gordos de los lentes.

-¡Lo que están haciendo es una barbaridad! ¡No se puede consentir! ¿Cómo pueden ser tan brutos?

El oficial repasólu d'arriba abaxo con una sonrisa socarrona.

-Son libros de los rojos...Y mis hombres tienen frío...

Seguru d'él mesmu y de l'autoridá que representaba ente aquel maestrucu enxencle de camisa azul y pistola que seguramente enxamás diba tener valor pa disparar, apuntó con un desterciu de toreru pa les rimeres de llibros qu'inda nun estrozaran les llames.

-Si en el brasero de su escuela no tiene leña para calentarse, coja aquí toda la que quiera, hombre...

Al maestru temblába-y el cuerpu enteru d'indignación, quería retrucar pero les palabres entarabicábense-y na llingua. Tuvo bastante aplomu pa contenese y pensar en frío. Buscó al grupu d'escolinos al otru llau de la carretera, féxo-yos una seña pa que s'allegaran. Entós encamentó-yos que caún d'ellos pañara un par de llibros d'ente los que taben perende espanzurriaos y dellos, inda col cantu medio xamuscáu. Él foi garrando otros cuantos hasta enllenar una de les caxes de cartón nes que los moros los sacaben de la biblioteca de l'Antigua Casa del Pueblo. Seguramente s'alcordó entós del “donoso escrutinio” del Quixote, pero él nun tenía vagar pa escoyer la salvación d'unos llibros énte otros siguiendo nengún criteriu moral nin estéticu.

Aquellos llibros salvaos de la foguera valieron pa entamar la pequeña biblioteca que don Sacramento asitió nel aula onde ponía escuela y que diba dir medrando pasu ente pasu con nueves aportaciones d'exemplares, unos mercaos a cuenta del presupuestu del Maxisteriu Nacional y otros donaos pol propiu maestru de los que mercaba tolos domingos nel Rastru de la Plaza L'Humedal de Xixón.

De la que se retiró don Sacramento, énte la indiferencia de les autoridaes eductives pa cola biblioteca que fuera tresnando nes Escueles Dorado de Sama, decidió donar una parte a la Biblioteca Municipal y otro a la del Casino de La Montera, onde exerció hasta el so pasamientu, el llabor de bibliotecariu oficial. Sucediólu nel puestu mio padre y ellí, naquelles tardes maravielloses nes que me folgaba acompañalu, tres díes a la selmana, escaciplando ente los anaqueles d'aquella biblioteca que nun avezaben más de docena y media de llectores (la mayoría pa sacar noveluches d'Agatha Cristie, Álvaro de Laiglesia, Ángel Palomino o Darío Fernández Florez), en más d'una ocasión atopé dalgún de los llibros que don Sacramento Collado salvara de la quema. Alcuérdome en concreto de l'autobiografía de Henry Ford, de los poemes en prosa de Baudelaire na traducción d'Enrique Díez Canedo, del “Nel y Flor” de Pin de Pría y de “La fuerza de los fuertes” de Jack London, toos roblaos col sellu del Grupo Local de Trabajadores de la Enseñanza de la UGT (l'agrupación sectorial que n'Asturies republicana llevaba les siegles, seguramente nada casuales de A.T.E.A).

Por circunstancies que nun soi a remembrar mui bien, ún d'aquellos exemplares rescataos de la Casa del Pueblo de Sama, el de Jack London acompáñame de casa en casa y de mudanza en mudanza dende los ya llonxanos díes nos que mio padre dexó el so puestu de bibliotecariu de la Sociedad La Montera. Seguramente lu saqué y después escaecióseme devolvelu. Nes mios desordenaes y desnortiaes llectures de l'adolescencia, el nome del novelista americanu yera pa mi siempre un valor seguru a la hora d'apostar por llibros que me diben desllumar: les sos aventures marineres o de tramperos y buscadores d'oro d'Alaska, abriéranme más d'un camín hacia los territorios d'autores superiores como Stevenson o Conrad y proporcionáranme bien de momentos d'emoción y felicidá.

Agora, después de tantes cases y tantes mudances, perdida tanta xente querida y tantes coses ensin preciu, préstame cariciar el llombu d'esti tomu de Jack London, como'l d'un vieyu perru fiel que me devuelve, callando, tol calor de la so compañía. “La fuerza de los fuertes”, alcuando, de la que lu afueyo y trompico con esti títulu, bien me gustaba poder cambialu por otru más acordies a les circunstancies nes que se salvó el llibru de la quema, precisamente de los que namás s'enfotaben na so violencia bruta y n'alcordanza d'aquel héroe enxencle con lentes de culo de botella, el pistoleru inverosímil de camisa azul que s'enfrentó a la barbarie col únicu arma pal que la vida seguramente lu dotara: la sensibilidá de percibir que nun se puede quebrar el cantu d'un páxaru, la risa d'un nenu o quemar un llibru impunemente. Y cuando lleo el titulu orixinal, la mio alcordanza deformante -que Jack London me perdone- siempre traduz: “La fuerza de los xustos”.

sexta-feira, 19 de julho de 2013

trébole de cuatro fueyes

Los llibros de vieyo guarden sorpreses que nunca van tener los exemplares plastificaos na so efímera vida como novedaes. Nesti “Aprendiz de Homero” de Nélida Piñón qu'atopé na pasada Selmana Negra por malpenes un euro (una recopilación d'artículos publicada n'español pol mexicanu Fondo de Cultura Económica), namás abrilu amuesa les llinies sueltes de una novela real fechada en La Habana, va malpenes un par d'años. Una muyer despídese de la so amiga regalándo-y el volume de la escritora galego-brasileira y el so deséu de que tolos sos sueños se cumplan. Nun abulta difícil figurase que'l llibru debió llegar a México o a España nel equipaxe de Julia, seguramente con otru garrapiellu de volúmenes lixeros, qu'en vista de ónde acabó ésti, aidaría a la amiga de Clara, a cumplir los sos primeros sueños en forma de euros, quiciabes el primer dinero que ganaba en saliendo de Cuba.

Nel interior del llibru, na páxina onde escomiencen les llinies d'una evocación de la memoria de Galicia nel sentir d'una familia d'emigrantes en Brasil, aparecía una fueya mustia, que podía ser de cerezal o quien sabe si de dalguna especie botánica cubana.

La costume d'entemeter ente les páxines d'un llibru una fueya o una flor -qu'inevitablemente acaben por mustiar- a manera de marcador de llectura ye más corriente nos volúmenes de versos, nun sé si porque los aveza, más que los de prosa, una clase de llector o llectora que podemos llamar cursi, ensin mieu d'ofender a naide. Esta fueya seca de cerezal o pariente suyu del trópicu que remaneció nel llibru de Nélida Piñón préstanos pensar que nun cayó ende por cursilería, sinón como un detalle delicáu de l'amistá de Clara por Julia.

Yo alcuérdome bien d'otru casu nel qu'atopé uns a fueya mustia nun volume en prosa. Foi nuna novela de Georges Simenon na biblioteca del casinu La Montera de Sama, onde mi padre redondiaba el so exigu sueldu d'administrativu tres tardes a la selmana y onde ún foi descubrir los caminos ensin fin del maraviellosu llaberintu de la lliteratura. Un veranu dediquéme a lleer toles noveles de la serie Maigret de Simenon y ente les páxines d'una d'elles, que yera casi hermana a les otres: una hestoria d'adulteriu de burgueses de mediu pelu que remataba nun asesinatu, apareció nada menos qu'un trébol de cuatro pétalos. Corrí con él na mano a enseñá-ylu a mio padre. Nun yera una simple fueya, aparecía pegada con lacre a una estampina de cartón con una cruz mui curiosamente decorada. Foi velo y llevase mio padre les manes a la cabeza: “¡Ési ye'l trébol de Diocleciano! ¡Mira ónde foi parar!”.

Baxando un poco la voz, porque nun-y prestaba que'l silenciu de la biblioteca vacia fuere a llevar les sos palabres al otru llau de la puerta de cristalera que la separaba del vestíbulu del casinu, falóme entós d'aquel Diocleciano, llector ávidu de toa clase de noveles policiaques, les de Simenon, Agatha Christie o el manchegu Francisco García Pavón (el de les célebres “Crónicas de Plinio”) y policía retiráu él mesmu. Llegara destináu a la cuenca del Nalón nos primeros años sesenta, coincidiendo coles fuelgues mineres d'esi tiempu y adscritu a la sección local de la Brigada Político Social.

Diocleciano yera de Rodrigatos del Obispo, un llugarín nun sé si de la provincia de Lleon o de Zamora, que nin siquier sal nel Google y polo visto tan aforrador hasta de la última perrina como diz el tópicu que son los de pasáu el puertu y enveredaes les parameres. Mio padre alcordábase de velu nes meses del casinu onde se prodigaben les timbes al tute, la brisca o el chincón, siempre mirando como los otros xugaben por nun arriesgar media perrona. Y que desque llegara a Sama, a él tocara-y coincidir con él viaxando nel tren de Xixón o na llinia de la Renfe a Oviéu y dizque de la que pasaba el revisor, él con muncha discrección metía la mano onde la billetera de l'americana y enseñaba una carterina que lu dispensaba siempre de pagar el pasaxe. En sabiendo que yera policía, mio padre tuvo bien de tiempu a cuidar que se valía d'amosar la so placa profesional -la famosa chapa- al revisor pa qu'ésti entendiera que taba nel vagón desempeñando llabores de vixilancia y non viaxando por vagar, evitando asina tener de pasar pela taquilla de la estación. 

De lo que se cuntaba fuera del casinu a propósitu de les sos actividaes como policía secreta diba falame, con más llibertá mio padre, munchos años después. Nel tiempu que-y tocó tratalu como llector habitual de la Biblioteca de La Montera remembraba que siempre foi bien correctu con él y que nin ende nin fuera lu molestó enxamás por cuenta de l'amistá fonda y d'años que xunía a mio padre con notorios militantes del clandestín Partíu Comunista. Cuando tuvo bastante confianza con él, a fuerza de sella-y tres veces a la selmana la fecha de devolución de les noveles policiaques que sacaba, nun d'esos viaxes en tren nos que coincidió col policía, asientu enfrente asientu, depués de velu una vez más siguir el so ritual d'amosa-y la cartera al revisor, Diocleciano brindó-y un guiñu de complicidá a mio padre dexándo-y ver lo qu'enseñaba: nun yera la placa profesional, sinón una cartulina mariellenta na qu'había un trébol de cuatro fueyes apegáu con llacre enriba una cruz de San Patricio. Eso foi lo que-y dixo el policía a mio padre.

Aquella tarde notábase-y nos güeyos que debía llevar en cuerpu más d'una copa de coñá y taba particularmente espansivu a la hora de charrar. Faló-y a mio padre del significau d'aquel trébole enriba la Cruz de San Patricio, un emblema que pocos conocíen fuera del ámbitu ferroviariu (nel que polo visto yera seña persabida hasta polos empleaos más novatos de que'l pasaxeru tenía drechu a viaxar de baldre) y menos nel ámbitu xeneral de la vida corriente y social. Na memoria emocionada del veteranu policía escamplaba una hestoria de la guerra civil. 

A finales de xulio del 36 enfilara con un grupu de voluntarios de Falange nel Tren Hullero que cubría la llinia ente Lleón capital y Bilbao pa dir a reforzar los efectivos que'l xeneral Mola enviara dende Pamplona pa cercar la capital del gobiernu separatista de José Antonio Aguirre. Al día siguiente de llegar a la llinia de frente del Cintu de Fierro de Bilbao entraron en combate colos milicianos republicanos y nacionalistes. Nuna de les amarraces él grupu nel qu'él lluchaba acabó copáu por un batallón de gudaris. Yeren malpenes cuatro combatientes los que llograron abrise pasu ente los cuerpos de los sos compañeros coles armes aventaes al suelu y les manes n'alto precándo-y a los soldaos enemigos que-yos respetaren la vida. Arrodiaos por decenes de milicianos y gudaris coles armes tovía calientes del combate, nengún d'aquellos cuatro prixoneros tenía enfotu en que salieren vivos del trance. Dellos de los que los arrodiaben prevocábenlos con insultos, otros emburriábenlos cola punta los sos fusiles, un par de milicianos col bicorniu encarnáu y negru de la FAI encañonáronlos coles sos pistoles y nesi entós obróse, dalgo, que Diocleciano, tantos años después, nun podía calificar d'otra manera que como un milagru. Metanes el turdeburdiu de combatientes hostiles alzóse una voz recia que falaba un español d'estraña fonética: “¡Alto, ahí, camaradas! ¡Que nadie toque un pelo a estos hombres!”. Los prixoneros vieron entós remanecer un cura, altu, roxu, cola sotana ceñía por una canana corrompinada de bales y un pistolón saliendo de la cartuchera.


Nunos momentos como ésos y énte una visión semeyante -confesába-y a mi padre el policía-, ún tien la sensación de que perdió el sentíu de la realidá y que ye'l terror el que produz un espeyismu o una alucinación”. Mientres asistíen plasmaos a aquella repentina aparición, el cura allegóse a los cuatro soldaos capturaos y dió-yos la mano ún per ún, presentóse con muncha corrección, diciendo que yera'l Padre William 0'Brien, irlandés voluntariu como capellán de gudaris nel Exércitu d'Euzkadi y enantes que lleal combatiente de les milicies republicanes del pueblu vascu, escrupulosu cumplidor de los mandaos de Cristu en cuestiones de misericordia. Después énte'l comandante del batallón de gudaris fízo-y xurar a ésti por Dios y Les Lleis Vieyes que la vida d'aquellos prixoneros diba respetase. 

Aquel cura salvó a Diocleciano y a los sos compañeros d'una muerte más que segura. Cuando tuvo la seguridá de que los enemigos capturaos taben a salvu entregó-yos un escapulariu cola Cruz de San Patricio que llevaba lacráu un auténticu trébole de cuatro fueyes, encamentándo-yos, cola so bendición, qu'aquel talismán diba vali-yos pa preservalos de cualaquier mal. Énte los cuatro prixoneros que salvaron gracies a la intervención del cura irlandés, amás de Diocleciano taba un tradicionalista navarru que diba acabar siendo director xeneral de la Rede Nacional de Ferrocarriles Españoles (RENFE). Una de les sos primeres xeres como responsable de la empresa estatal de tresporte ferroviariu foi mandar una circular que llegó hasta la última estación y apeaderu de la rede nel qu'encamentaba que la sola amuesa d'aquella enseña: la del trébole de cuatro fueyes enriba la Cruz de San Patricio dispensaba al que la portare de pagar billete per cualquier trayectu en tol territoriu nacional. Los cuatro sobrevivientes del cercu a Bilbao, enantes de separase, na so lliberación tres la toma de la capital vizcaína, fueron xuntos a una imprenta del Ensanche onde se rodara el periódicu nacionalista “Euzkadi” pa que-yos estamparen la enseña en cuatro ediciones limitaes. Después echaron a suertes a ver a quién-y tocaba l'orixinal y tocára-y a Diocleciano.

Ya retiráu de la Policía, nos años efervescentes de la transición, Diocleciano seguía a acudir fiel a la so cita na Biblioteca de La Montera les tres tardes a la selmana na que taba abierta y, un daqué alloriáu pola edá y la desmemoria, volvía a sacar noveles que ya lleera lo menos tres veces. Nuna d'elles, aquella de Simenon que debía ser de les últimes que yo entá nun lleera, debió dexar escaecíu, ya como cosa ensin mayor estima y apreciu, el trébole de cuatro fueyes lacráu enriba la Cruz de San Patricio. Cuantayá valiéra-y pa remembrar la ocasión na qu'un milagru lu llibró d'una muerte segura y deshonrosa. El día nel que dexó escaecíu el talismán nun llibru cualquiera, el que tenía entós nes manes, la muerte, seguramente-y debía pintar lo mesmo si llegaba segura que deshonrosa mientres llegare a tiempu y nun doliere, como de cierta edá pa en delantre empieza a doler la vida.

Agora sabe ún por recordances de los que lo vivieron qu'aquel famientu llector de noveles policiales de la Biblioteca de La Montera, onde mio padre redondiaba el so modestu salariu d'empleáu administrativu tres tardes a la selmana, nun yera un policía especialmente compasivu colos sos deteníos por motivos políticos. Polo visto, despintárase-y bien despintada la llección d'humanitarismu cola qu'aquel cura irlandés, voluntariu del Exércitu Vascu, lu salvara a él y a los sos compañeros d'infortuniu de l'aplicación de les lleis de la guerra coles armes calientes. Tolo que se pudiere dicir al respective diba ser poco y de xuro igual de caliente pa nun escaecer ciertos episodios que merecíen otra xusticia na memoria de toos. Espero, col mesmu enfotu, que naide tome a mal la frivolidá qu'agora me reconcome, la de ser un nenu inocentón al que nin per un momentu se-y pasara pela cabeza apropiase d'aquel fetiche atopáu nuna novela de Simenon y que güei mesmo podía compartir fotografíáu equí como estes llinies nes que dos amigues se despiden en La Habana un día de febreru del inda cercanu 2011, colos meyores deseos y esa fueya mustia de cerezal o pariente cubana que prende de vida un llibru, compráu, como los que de verdá merecen la pena, por un euru qu'un lleva en bolsu de casual.

terça-feira, 16 de julho de 2013

la última romería

El veranu ye la estación de les fiestes o como la llamó nun preciosu ensayu sobre les celebraciones estivales don Julio Caro Baroja: “La estación del amor”. ¿Dirán tamién los muertos de romería?

Na mañana d'ayer los responsables de la residencia xeriátrica qu'hai delantre de mio casa decidieron convertir los xardines pelos qu'a diariu vexeten los sos internos nun prau de romería llenu de banderines de colores pa celebrar El Carmen, la virxe a la que tien encamentáu el nome la residencia. Un par de volaores a media mañana y al meudía misa al aire llibre, difundía por unos potentes amplificadores. Pela tarde verbena con una orquesta, nun sé si de mexicanos o colombianos, que nos atorollaron a base de bien colos sos boleros, cumbies y rancheres, amplificaes al altu la lleva. Dende la ventana acolumbrábase el surrealista y dalgo macabru escenariu de la romería: dos o tres familiares bailando delantre la orquesta, dalgún probe impedíu al que mareaben na so siella de ruedes ente los bailarines y decenes de vieyinos y vieyines totalmente ausentes, atechaos xunta los sos acompañantes, a la sombra de los árboles del xardín y de les sombrilles de hotel de dos estrelles sin piscina.

¿Yera necesario tou esi desaforáu ferial pa cellebrar la fiesta de la so patrona? ¿Nun valía con servir una comida especial -como faen na cárcel o nos comedores sociales el día de Navidá- y pongo por casu, ampliar l'horariu de visites, regalar unes mudes nueves o un camisón o un piyama a cada residente coles perres de la verbena y la misa particulares? ¿Cuántos de los cien o cientu y picu residentes de la clínica seríen a disfrutar de la fiesta, a enterase de lo que se celebraba?

Si piensa ún en tolos qu'inda caltienen el xuiciu en condiciones más o menos aceptables y nos menos que tamién conserven un estáu autónomu de movilidá amás de la cabeza nel so sitiu, ¿nun abulta una ausencia total de sensibilidá hacia ellos entamar un circu como ésti namás pa que los familiares de los internos ven lo bien que los traten?

Nun fala ún por falar o porque-y dexaran la cabeza como un bombo los amplificadores de la romería, incluída la decibélica retrasmisión de la santa misa. Alcuérdase ún perbién de la residencia onde pasó mio padre los sos últimos díes, na fase terminal de la so enfermedá. Yera un bon establecimientu priváu, con xardines amplios y hasta un estanque con pexes de colores del que cuidaben los propios residentes en meyor estáu, un sitiu n'apariencia afayadizu y agradable, con tratu “familiar” y mascotes que podíen cariciar los internos o enredar con elles, actividaes lúdiques y terapéutiques, etc. Yo recuérdolo como un auténticu infiernu nel que los residentes en meyores condiciones vitales -malpenes una docena- convivíen con cerca d'un cientu de persones que cuantayá perdieran cualaquier posibilidá de ser autónomes o de ser conscientes, xente que lloraba a voces, que berraba tochures, a los que-yos arroyaben regueres de saliva inconsciente pel cazu abaxo... Como dicen los propios vieyos: más o menos eso no que toos vamos acabar si nun morremos enantes, el personal avezao que pasa los sos últimos díes en cualaquier d'eses residencies por curioses y luxoses que seyan.

A ún daba-y por tentar metese na cabeza de los residentes que caltuviesen la llucidez en plenes facultaes metanes la romería buñuelesca del xardín xeriátricu. Aquellos boleros: “Toda una vida...”, “Espérame en el cielo...”, “La barca...”, “Lágrimas negras...” aquelles cumbies: “Antes me mato, linda/ que abandonarte otra vez...”., la ranchera de dudoso humor: “Tómate esta botella conmigo/ y en el último trago nos vamos...”. Teníen que sentiles como auténtiques puñalaes nel alma, burles siniestres a cuenta de les romeríes y verbenes de veranu que ya enxamás diben volver porque la fiesta cuantayá acabara pa toos y l'únicu enfotu yera ya el de poder terminar los díes de la manera más placida y repentina.

Esta nueche, asomo a la ventana y veo que siguen nel xardín de la residencia los restos de la feria, les banderines de colores colgaes de los árboles y les faroles, les sielles pal públicu nel xardín, hasta los amplificadores del improvisáu escenariu. A estes hores, alcuando, dende casa, siéntese un allaríu espeluznante que vien del últimu pisu de la residencia, seguramente el destináu a los internos en fases avanzaes de les sos enfermedaes. Peles mañanes presta asomar y ver enfrente un xardín, cuatro o cinco árboles de fragosidá considerable, la caseta del xardineru, esi pequeñu parquín que fai más habitable vivir nel centru d'una ciudá. Sicasí pela nueche, de la qu'ún asoma a echar l'últimu pitu a la ventana y ve una lluz prendida en dalgún de los cuartos de la residencia nun puede menos que respigase por si ye esa la llume de la muerte que ta de guardia, velando por tener de cumplir, una vez más el so penosu llabor. Ye entós cuando se cai na cuenta que l'edificiu vecín nun ye un hotel pa pensionistes xaraneros como los de Torrevieja o Benidorm, sinón la última morada de la vida y la esperanza. Un recintu d'altos murios de piedra que toles nueches arrodia una bestia famienta, allampiando pola so caza paciente y obstinada.

Y más que nes fiestes de prau del veranu y les romeríes de la estación del amor, siente ún ganes d'achucase abrazáu con tol alma a la vida que lu espera na cama, inda sepa lo muncho que s'asemeya esi milagru al xelu que se dilúe apriesa nel vasu de whisky una nueche de calor.

domingo, 14 de julho de 2013

casa deshabitada

A veces, al pasar frente a una casa deshabitada tenemos la impresión de que podríamos reconstruir el momento en el que la abandonaron sus últimos moradores: el postigo que se cierra para siempre en las manos de alguien que lleva una maleta o la puerta que olvidaron entreabierta los que salieron de la casa llevando un ataúd sobre los hombros.

En esta de Guarda, en Portugal, parece que todos sus habitantes huyeron de forma apresurada, unos lanzándose desde las ventanas, otros arrojándose por el balcón, deslizándose los más jóvenes agarrados a los cortinajes.

El tiempo, arquitecto y destructor, recuerda Marguerite Yourcenar en una de sus admirables misceláneas de artículos y ensayos. En ocasiones es también un extraordinario escenógrafo de sus propios dramas.

sábado, 13 de julho de 2013

miracielos

Nunca m'interesaron muncho les hestories d'espíes como nun fueran les d'Anacleto o de Mortadelo y Filemón. Va poco sentí contar una real de la guerra civil que, quitándo-y un poco de fierro, a mi remitíame inevitablemente a los monólogos de Gila.

Cuntábala el fíu d'unos exiliaos republicanos a México nuna cafetería del centru de Xixón habrá un par de selmanes. A mi sonábame dalgo de sentí-yla al nuestru tíu Lisio, inda siempre la tuviera por inventada.

Polo visto, de la que se formó en La Felguera, un comité de guerra, tres el güelpe militar del 18 de xulio, ún de los primeros voluntarios que se presentó énte él foi una especie de tontillocu del Molín d'Argüelles al que conocíen en too Llangréu como Miracielos. Los miembros del comité, mayoritariamente cenetistes, nun duldaron n'admitir al voluntariu, argumentando que la Revolución Social yera xera de tolos individuos, independientemente de la so capacidá de discernimientu o de la so salú mental, qu'a fin de cuentes -razonaben- nun dexaben de ser ficciones burgueses. El casu ye qu'al pesar de la fondura de les sos convicciones llibertaries bien lluego s'arrepintieron de la incorporación de Miracielos a les milicies felguerines: zascandil inquietu ú los hubiere, el voluntariu, facía la Revolución o la Guerra, pela so cuenta, faciendo lo que-y petecía y lo mesmo marchaba andando hasta'l frente d'Uviéu pa volver corriendo a anunciar que los lleales tomaran la ciudá y colgaran a Aranda per una pata de la Torre la Catedral que se ponía con hachu na mano delantre la boca'l túnel de Coruxona, pasao Tuilla, a facer guardia pa impidir que los facistes avanzaren en tren hasta les cuenques mineres. La verdá nun sabíen mui bien qué facer con Miracielos y a la fin, una asamblea del comité decidió encamenta-y simples llabores de recaderu: llevaba mensaxes d'un llau a otru de la retaguardia a la vanguardia o un panchón de pan o una fardela de picadura de tabaco o unos prismáticos que se-y escaecieran a un comandante de les milicies...

Nun sé sabe mui bien cómo (probablemente como resultáu d'una negociación ente los cenetistes de La Felguera y los socialistes de Sama a cuentes de reorganizar los sos efectivos) pero Miracielos acabó trespasáu a la milicia socialista como recaderu y bien aína en recaderu personal del mesmésimu Belarmino Tomás, que-y llegó garrar un fondu apreciu.

Nos meses finales de la guerra n'Asturies cuando Belarmino Tomás se convirtió nel Presidente del Conseyu Sobernau d'Asturies y Lleón, llevó con él a Xixón, a la sé del gobiernu autónomu na Plaza del Parchís, al so fiel y lleal recaderu. Con malevolencia, dalgunos conseyeros comunistes, balburdiaben en voz baxo que Miracielos yera'l brazu derechu de Belarmino, secretariu de confianza y asesor áulicu, que yera en cierto el felguerín el que dictaba les órdenes y contraórdenes político-militares de la defensa del frente asturianu. Un llevantu -aseguraba el fíu d'exiliaos que relataba la hestoria nuna cafetería dl centru de Xixón- como tantos otros que se difundieron col enclín de baltar el gran prestixu que tenía'l cabezaleru socialista ente les mases republicanes.

Lo cierto ye que los templaos nervios de Tomás taben a piques d'esfaraguyar la proverbial cachaza del dirixente mineru a cuenta de los enguedeyos que-y armaba el so “secretariu” Miracielos. Más d'una vez tuvo a puntu de mandalu fusilar depués que-y armare dalguna gorda, sicasí, a la fin, dába-y un poco de pena del rapaz y limitábase a pidí-y que se quitare d'en delantre. Cola mano isquierda que lu caracterizaba, Belarmino dicía-y entós: “Anda, compañeru, vete perende aculló a ver si vienen los facistes y si vienen, avises”. El recaderu, llonxe d'interpretar la indirecta, pañaba la misión que-y encamentara el másimu dirixente del Frente Popular n'Asturies y pasaba hores, alcuando díes enteros coles sos nueches, acolumbrando l'horizonte de les estremaes llinies de frente con unos prismáticos. Nel so estrictu sentíu del deber, llegaba a veces a esguilar -con gran riesgu pa la so vida y pa la de los viandantes de la Plaza'l Parchís- pela torre de la Iglesiona hasta los mesmos pies del Sagráu Corazón, dende onde, los díes escamplaos, disponía d'una bona panorámica de los alredores de Xixón y de munchos kilómetros a l'arrodiada. Belarmino reparaba pa él dende'l so despachu del Conseyu Soberanu y ponía una mano delantre los güeyos, diciéndo-yos a los sos collaboradores: “¡La madre que lu parió: Ésti mátase y yo nun lo quiero ver.”. Y a la media hora aparecía Miracielos, saludando col puñu na tenyera pa informar que se vía muncho fumo y muncha polvareda nel Mazucu.

Dizque los últimos díes del frente d'Asturies, cuando les tropes de Regulares del Terciu de Navarra y los moros del Tabor de Ceuta, avanzaben dende l'oriente, ensin atopar casi resistencia, Miracielo pasaba'l día engarabitáu na torre de la Ilesiona. La tarde na qu'aconceyó la última vez en Xixón el Conseyu Sobernau d'Asturies y Lleón, presidíu por Belarmino Tomás, presentóse en medio la reunión -que foi bien tensa, según toles cróniques que se conocen d'ella- un Miracielos fuera de sí, esprecetándose y berrando a grandes voces: “¡Qué vienen los facistes! ¡Acabo velos y tán ya bien cerca de Xixón! ¡Vienen los facistes, Belarmo! ¡Fai dalgo!”. Y el dirixente socialista, col rostru encarnáu y foscu poes enceses discusiones del Conseyu, debió sentir más que nunca ganes de sacar el pistolón de la cartuchera y escorrer al recaderu a tiros. En vez d'eso, tovía tuvo l'aplomu y la bonhomía pa pregunta-y a Miracielos: “¿Y per ónde dicen que vienen los facistes, compañeru?”. El dilixente vixía apuntó la pa ventana dende la que s'acolumbraba la estampa del Sagráu Corazón na torre de la Ilesiona: “¡Per ehí vienen, Belarmo, per ónde diz el santu col deu: de l'Alto L'Infanzón pa la Providencia vienen baxando! ¡Si nun me creyes a mi, enfótate nel santu, que lleva apuntando p'alló tola guerra y naide-y facía casu!”.

El fíu d'exiliaos republicanos -que nos dixo venía tolos veranos dende México a la tierra de los sos mayores- remataba'l relatu con una coda inverosímil polo forzada. Según él, Miracielos nun quiso seguir a Belarmino Tomás y el restu de dirixentes del Frente Popular cuando marcharon a embarcase nel Puertu del Musel camín de Francia. Quedara ellí, nes oficines del Conseyu Soberanu de la Plaza del Parchís, acompañando al xeneral Franco Mussió, na espera de les tropes enemigues. Y que cuando los oficiales facciosos desarmaron a Franco Mussió pa garralu presu, Miracielos llevó el puñu a la tenyera y presentóse al enemigu como xefe supremu de los espíes de Belarmino Tomás.

Yo más bien lu pinto siguiendo a Belarmino como la so propia sombra y embarcando naquella lancha bonitera que los diba llevar hasta la frontera francesa pa terminar volviendo a entrar na España republicana pel puertu de Barcelona. Y que tovía ellí, nel activu Centru Asturianu de la ciudá condal, onde los antiguos dirixentes del Frente Popular d'Asturies entamaron el so últimu serviciu a los sos paisanos, organizando l'apoyu y l'agospiu de los combatientes evadíos, Miracielos tuvo ocasión d'armales muncho y bien gordes o quien sabe de vali-y al so protector Tomás como únicu costín amigu nel que sofitase nes hores de la derrota. Puestos a fabular un final feliz pal felguerín, prestaba imaxinalu acompañando a Belarmino nel so exiliu de México, de pueblu en pueblu, como vendedor ambulante d'alpargates. Y que foi el mesmésimu Miracielos el que, nuna ocasión, al entrar col so compañeru nun chigre de Guanajuato qu'avezaben los refuxaos asturianos y sentir a un grupu d'ellos comentar: “¡Sí, hom ¿alcordáisvos de Belarmino Tomás? ¡Qué castrón! ¡Seguro que ta pegándose la gran vida n'Acapulco colo que nos robó n'Asturies!”. Foi Miracielos el que los dexó petrificaos y ensin ser a gorgutar: “¡Belarmino Tomás ye ésti señor y vende alpargates pelos pueblos conmigo!”.

sexta-feira, 12 de julho de 2013

estirpe

De su abuelo Marín, mi padre recordaba únicamente lo que había oído contar en casa. Con las primeras esperanzas del siglo XX había decidido abandonar su Andalucía natal para emprender una nueva vida al otro lado del mapa, en las prósperas tierras del Norte. Salió de su pueblo una mañana de comienzos de junio con otros tres muchachos. Un afilador de Nogueira de Ramuín que pasaba todas las primaveras por el lugar les había dicho que en Castilla necesitaban brazos jóvenes para la siega del trigo. Ésa era la parte inicial de su plan: trabajar en la cosecha y la trilla de los campos castellanos para reunir el dinero suficiente con el que seguir su viaje hacia Asturias.

Cerca de Medina de Rioseco contrataron a los dos paisanos de mi bisabuelo. El siguió su camino hasta las tierras de Peñafiel. Por allí le sorprendió la noche en campo abierto. La luna llena del mes de San Juan iluminaba la extensa llanura castellana como un faro sobre un fantasmal mar en calma. En una pequeña loma se vislumbraba el perfil de un caserón solitario.

Su primera noche sin la compañía de sus dos paisanos la pasó al arrimo de aquel caserón abandonado. Lo despertó con la luz del alba un extraño traqueteo, como si alguien estuviese afilando o puliendo sus herramientas sobre un yunque. Abrió los ojos y sobre su improvisado lecho vio dos cigüeñas en sendos nidos golpeando con el pico en sus balaustradas de cañas secas. Descubrió también la verdadera identidad del caserón: eran las ruinas de un castillo.

Mientras recogía su hatillo para continuar viaje escuchó voces alegres y risas tras la loma. Frente al castillo arruinado aparecieron entonces dos muchachas en bicicleta. Llevaban vestidos blancos de verano y el rostro sofocado por el esfuerzo de ascender por la pendiente. Una de ellas, la que parecía más atrevida, saludó al forastero y le preguntó sonriendo si era un vagabundo. Mi bisabuelo, que debía de tener más o menos la misma edad de las chicas, se sonrojó y con su rotundo acento del Sur, respondió que en el pueblo del que venía no se conocían vagabundos ni entre los perros y que tanto él como todos los de su casa eran honrados y cabales desde que el sol era sol y la luna luna y que aún así, a él le gustaba soñar con una vida mejor y de más provecho y que por eso andaba por aquellos caminos hacia Asturias para trabajar en las minas de carbón y ganar mucho dinero para poder casarse con una muchacha tan hermosa como las que tenía frente a sí.

Fueron entonces las dos chicas las que se pusieron coloradas ante el desparpajo del andaluz y la que se había dirigido a él, guiñándole un ojo con picardía, lo provocó retándole a que en lugar de una tierra tan lejana como Asturias por qué no probaba suerte en la villa donde ellas vivían a tres leguas de allí: Peñafiel. En Peñafiel tampoco se sabía lo que era un vagabundo y los más pobres de allí ataban sus perros con longaniza, le dijo, volviendo a sonrojarse levemente, por esta última exageración. Si queria trabajar y labrarse una pequeña fortuna no le hacía falta irse a quemar los pulmones en las minas del carbón del Norte, allí al lado, siguiendo el camino por el que ellas habían salido a pasear en bicileta podía encontrar todo lo que él deseaba y de hecho, le sugirió, su propio padre que regentaba una de las fondas más decentes y famosas de Peñafiel necesitaba en esos momentos un mozo de faenas para ayudarle en el negocio y que si le interesaba el trabajo no tenía más que presentarse en la Calle Mayor y buscar el Gran Hotel Capdevila, diciéndole al patrón que iba recomendado por su propia hija María.

A mi bisabuelo Marín tampoco le resultó indiferente el desparpajo de aquella chiquilla de ojos azules, melena rubia y gesto resuelto que le señalaba con su brazo largo y blanco, salpicado de pecas la dirección por la que aquel camino llevaba serpenteando por entre los verdes campos de trigo a la sombra remota del caserío de Peñafiel.

El padre de María, un ceñudo catalán, antiguo viajante de paños, que se había establecido en la villa vallisoletana como fondista, se sorprendió al escuchar la recomendación con la que se le presentaba aquel joven andaluz y aunque siempre receloso en los asuntos que concernían a la preservación de la virtud de su única hija, no dudó en poner a prueba al forastero a ver cómo se las desenvolvía trabajando en el Gran Hotel.

En la memoria recordada de mi padre se producía en ese punto del relato un fundido en negro, una elipsis que hacía pasar por alto episodios seguramente sin mayor interés que el de cualquier vida corriente en una villa menestral de la Castilla de las primeras décadas del siglo XX y que no se alejaría mucho de las impresiones que de ella dejaron en sus versos y sus prosas don Antonio Machado, don Miguel de Unamuno o el sucinto Azorín. La historia se reanudaba con un nuevo episodio que evocaba inevitablemente la huída hacia Belén de José el carpintero y María a lomos de una mula. Mi bisabuelo y María también salieron una noche a escondidas de Peñafiel, con una mula zamorana portando su exiguo equipaje. Huían de la ira del padre de María, que había amenazado con arrancarles la piel a trizas a los dos, tras conocer que su bien más preciado, después del Gran Hotel, su propia hija se había quedado embarazada por aquel mozo en el qué él había puesto toda su confianza. El viaje hacia las minas de carbón de Asturias emprendido por el abuelo de mi padre dos años antes contibuaba y ahora no iba sólo, le acompañaba una mujer y en ella el embrión de una nueva vida.

Mi abuelo José Marín Capdevilla nació en Ciañu, como su hermana Guadalupe un año más tarde. Hecho el oído al peculiar castellano que hablaban sus padres, uno con profundo deje del Sur y ella con su particular fonética catalana-castellana, recuerdo de niño la admiración que me producía el habla de mi abuelo paterno, a veces transitada de asturianismos, pero siempre muy rara, bien diferente a la que oía a mis padres o al resto de los vecinos de Sama. Aunque nacido y criado en Llangréu, en el corazón de la cuenca del Nalón, siempre conservó en su manera de ser y no sólo de hablar, en sus costumbres, en sus gustos, un poso fiel a las de sus mayores: jamás le vi tomar un vaso de sidra, sólo bebía vino y le encantaban las aceitunas y desayunar una tostada de pan regada con un chorro de aceite de oliva; de su madre catalana y del abuelo Capdevila que nunca llegó a conocer debió heredar cierta particular relación que tenía con el dinero, una obsesiva preocupación por el ahorro y por las posibilidades de mejorarlo comprando y vendiendo acciones bursátiles de poco riesgo y escasa cuantía.

De mis mayores, sé donde está enterrado mi padre, mis dos abuelos paternos, los tres, muy cerca unos de otros, en el Cementerio de Sama; los otros abuelos, los maternos, en el Cementerio nuevo de Blimea. De aquel Marín andaluz y su mujer María Capdevila que llegaron desde Peñafiel de Valladolid, donde sus destinos se cruzaron y se unieron hasta la muerte, nunca supe muy bien donde habían ido a reposar sus restos. En casa no habia costumbre de ir a llevarles flores el Día de los Difuntos y ni de crío ni de mayor, la verdad, se me ocurrió nunca preguntarle nada a mi padre, que es el que podía decirme algo al respecto.

La relación que tuve con todos mis abuelos nunca fue muy intensa. Los maternos murieron los dos cuando yo era demasiado niño y los recuerdos que conservo de ellos son cálidos y buenos, auqnue demasiado lejanos. A los paternos me tocó tratarlos más, aunque nunca percibí en ellos la misma calidez que guardo de los otros abuelos.

Sabiendo de él y de ella, sólo por lo que me contó mi padre que se decía en su casa, mi bisabuelo Marín, del que ni siquiera sé su nombre de pila y mi bisabuela María Capdevila, me resultan especialmente cercanos, vagos fantasmas familiares en los que a veces siento que palpita una emoción no demasiado extraña a mis propios impulsos vitales. Poco sé de ellos y lo único que sé me parece suficiente para recordarlos como si hubiesen descubierto la penicilina, fundado un imperio o conspirado para la redención social de la humanidad: se amaron y huyeron para salvar su amor y emprender una nueva vida lejos de los que les negaban la posibilidad de ser felices. Héroes de su propio destino en este mundo en el que a cualquier aventurero oportunista muerto en sus fatuos empeños redentores se le venera como a un nuevo Ulises o a un nuevo Ché Guevara.