quarta-feira, 10 de julho de 2013

perder el alma

Estaban tocando los timbales tranquilamente y de pronto, a una señal del senegalés inmenso que danzaba a su alrededor, se hizo el silencio más absoluto.

Pocos de los allí presentes parecieron entender el francés criollo en el que gritó con toda la fuerza de los pulmones:

- ¡Soy el profesor Baubou y puedo arrancaros el corazón a bocados!

Unos sonrieron, otros lo miraron espantados, la mayoría aplaudió.

Volvieron a repicar los timbales y el danzante dio tres giros enloquecidos de derviche y se quedó de rodillas, desafiando al público con la mirada.

- ¡Puedo arrancaros el alma!

Luego se irguió de un salto y rubricó su amenaza con una estruendosa carcajada.

Yo había comenzado a tirar fotos y al escuchar el segundo alarido de aquel tipo, guardé la cámara discretamente en la faltriquera y me confundí con el grupo de gente que observaba a los músicos y al danzarín.

Algunos se acercaron tímidamente a depositar monedas sobre la funda de uno de los instrumentos. Los demás optamos por seguir nuestro camino por el recinto de la feria.

En un lugar más tranquilo, con una caña de cerveza en la mano y un cigarrillo en la otra, recordaba la historia que me contó hace tiempo mi amiga A. Una noche de verano en un bar de Cimavilla me hablaba de su reciente viaje en solitario por Senegal.

Era una noche de finales de julio, calurosa y húmeda, en la que sonaban más verdaderas las memorias frescas de su periplo africano. En el bar se escuchaban los punteos melancólicos de la guitarra de Cheick Lo y su voz serpenteante y profunda como un canto de culebra. Mi amiga se había acercado a la barra interior para pedirles que pusieran aquel disco. La canción que oíamos -me dijo- contaba la historia de una chica a la que le habían arrancado el alma a bocados y vagaba por el brumoso país del extrañamiento, sin recordar su nombre, contestando como Ulises, a todos los que se lo preguntaban que su nombre era Nadie.

Ella había conocido a una chica similar en Dakar. Ésta sí recordaba su nombre, vasco del Norte, como ella: Itxaso. Era de Sara, en Labourd (Lapurdi en eusquera) y no se sabía muy bien, después de andar dando vueltas por media Europa, sin rumbo fijo, había acabado con una amiga bretona en Senegal. Trabajaron como guías en un hotel para turistas europeos de otro vasco, éste del sur y ya bastante viejo por aquel entonces, un antiguo contrabandista de vida barojiana, que no podía volver a su país por graves cuentas pendientes con la justicia. El viejo aventurero estaba enfermo y no tenía familia ni amigos en quien confiar en aquel país. El caso es que tras un agravamiento de su enfermedad les cedió la propiedad del hotel a Itxaso y a la bretona. Durante unos cuantos años explotaron con éxito el establecimiento. Luego la chica bretona murió en un accidente de automóvil y se quedó la de Sara al frente del negocio.

Fue por entonces cuando a Itxaso le arrancaron el alma del cuerpo. En principio todo empezó como un prosaico asunto de competencia comercial. A unos cien metros del hotel que regentaba la vasco-francesa un empresario local había construído un complejo hostelero veinte veces más extenso que aquél, con playa privada, circuito de aguas termales, campo de golf, casino y discoteca. El propietario disponía a la vez de una amplia agenda de contactos en el gobierno y en las distintas agencias internacionales de operadores turísticos, que favorecía aún más la prosperidad de su negocio. El hotelito de Itxaso nada podía hacer por competir con su poderoso vecino, sin embargo a éste se le había metido entre ceja y ceja que una extranjera y además mujer le hiciese sombra, aunque fuese una sombra muy pequeñita y difícilmente perjudicial para el desarrollo óptimo de su complejo de hostelería.

Un día el magnate se presentó en la recepción del hotel de Itxaso con la intención -dijo a la recepcionista nativa- de fecilitar personalmente a la propietaria por el éxito de su negocio y a la vez ofrecerle un regalo en prueba de buena vecindad. Cuando la tuvo delante, con gran cortesía le transmtió toda su admiración por lo bien que había sabido continuar y mejorar la gestión del hotel tras la retirada de su antiguo propietario. Tras la felicitación colocó encima del mostrador de la recepción un maletín y al abrirlo le mostró un delicado estuche en cuyo interior se guardaba una serie limitada y numerada de diamantes de valor incalculable. “Le ruego acepte este modesto detalle -le dijo- en prueba de mi admiración”. A continuación extrajo del maletín algo que denominó “un segundo obsequio”, era un contrato de compraventa de su hotel por un precio que él aseguró diez veces superior al valor real del establecimiento. Nunca había dudado de la capacidad de la mujer para dirigir su negocio ni para los negocios de éxito en general -intentó adularla-, sólo le faltaba dar un paso más para que él se rindiese a su buen hacer empresarial, que tuviese la visión de futuro suficiente como para venderle el hotel al precio que él y sus asesores financieros habían fijado en el contrato.

Itxaso sonrió, agradeció todos los elogios y rechazó el estuche de los diamantes. Tampoco estaba entre sus planes poner en venta el hotel, le dejó claro al ávido magnate. Él insistió: “piénsatelo bien, no va a haber nadie que te haga una oferta mejor” y luego pasó directamente a las amenazas veladas: “yo tengo muchos contactos, si quisiera sabría la manera de perjudicarte en tu negocio”. Las últimas palabras del empresario fueron una amenaza en toda regla: “Si ésa es tu última palabra, no dudes que te vas a arrepentir. Ni siquiera necesito perder el tiempo hundiendo tu miserable negocio. Un día vendré y te arrancaré el alma a bocados”.

Mi amiga A. y yo pedimos otra copa mientras desde el interior del bar seguía sonando el disco de Cheick Lo con su guitarra de cristal amargo.

- Supongo que en el mundo de los negocios ese tipo de amenazas son moneda corriente, si me permites el fácil juego de palabras -dije yo, prefiriendo que me tomase por superficial, antes de mostrarle el verdadero terror que me había producido la sentencia del magnate de Dakar-.

- En este caso -replicó ella, mojando los labios en la copa que nos acababan de poner- la amenaza era real y literal.

Me relató entonces, tal y como la propia Itxaso se lo había contado, que una noche había acompañado a un grupo de huéspedes europeos de su hotel a una zona de copas de la ciudad, donde confluían todos los turistas de paso por Dakar, un lugar tranquilo al que había acudido cientos de noches acompañando a los clientes de su establecimiento. En esa ocasión -no sabía bién cómo ni por qué- se había dejado embarullar por un joven senegalés muy atractivo y había abandonado al grupo que acompañaba para irse con el chico a una playa cercana a esa zona de copas. Allí sus escarceos eróticos los llevaron a revolcarse por la arena. Ella estaba algo bebida y se dejaba llevar por las manos apresuradas del joven. Entonces, mientras sus labios se fundían en un lío de lenguas e Itxaso sentía la erección de su compañero rozándole el vientre, el joven la empujó con violencia sobre la playa.

- ¡Te voy a arrancar el alma a bocados! -gritó, agarrándola por el cuello con una brutalidad que estuvo a punto de asfixiarla y que le hizo perder el conocimiento.

Cuando lo recobró, sintiendo el frío de la mañana en una playa donde unos cuantos turistas ingleses borrachos se lanzaban desnudos contra las furiosas olas de la pleamar atlántica, tenía la sensación de que no le quedaban fuerzas para levantarse ni siquiera para pensar. En las angustiosas horas que pasó tendida entre la arena sin ser capaz de incorporarse le golpeaba en la cabeza como un martillazo la voz de aquel tipo con el que se había equivocado tanto la noche anterior:

¡Te voy a comer el alma a bocados!

Itxaso no regresó a su hotel. Después de conseguir incorporarse y recomponer su ropa, vagó durante horas por aquella zona de copas turística en la que tantas noches había hecho de guía para sus huéspedes. Siguió vagando perdida, sin saber bien por donde iba, adentrándose por las calles que no frecuentan los turistas de Dakar.

Mi amiga A. la había encontrado en la antesala del aeropuerto de Dakar pidiéndoles unas monedas a los turistas europeos que descendían de sus taxis para entrar en la terminal. A mi amiga la había conmovido aquella mujer, sucia, envuelta en lo que había sido un vestido corto de seda y entonces no era n más que cuatro harapos deshilachados, con el cabello rojizo y enmarañado ocultándole la mirada. La invitó a comer y beber algo caliente en la cafetería del aeropuerto y se ofreció a ayudarla comprándole un billete para que pudiera volver a su país. Itxaso aceptó la invitación en la cafetería y rehusó no ya el billete de vuelta a Europa, sinó la sóla posibilidad de volver. Mientras devoraba -mi amiga, recuerda con una compasión, no exenta de veracidad: “como un animal muerto de hambre”- un plato de pasta y se bebía por el gollete de la botella tres cervezas, le iba contando su historia y el final de ella, que eran unos puntos suspensivos, escalofriantes, en los que intentaba explicar su negativa a abandonar la pesadilla en la que se encontraba sumida y la aceptación inexplicable de aquel destino sin ninguna salida: “No es fácil de entender y no todo el mundo puede entenderlo. La vida no siempre es comprensible. ¿Entenderías tú algo si yo te digo que a mi me arrancaron el alma a bocados?”.

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