terça-feira, 30 de julho de 2013

caballos de cartón



En todos los tiempos el ser humano ha sentido la necesidad de fabular, soñar, deformar las cosas sucedidas para mejorarlas, mentir a los demás o mentirse uno mismo porque tal fantasía se coló en nuestra memoria y sirve para explicar algo incomprensible.

El mejor libro de relatos de Paul Auster no lo escribió el autor neoyorquino: “Creía que mi padre era Dios” recoge una parte de las historias que le enviaron a un programa de la radio oyentes prácticamente anónimos (sus nombres o sus iniciales no nos dicen nada de ellos). Son relatos presentados como verídicos por los propios informantes y en los que no resulta difícil detectar la mano de la fabulación, la memoria deformante o el eco de historias que siguen circulando entre la gente, con la misma vitalidad que en la edad media.

En una tierra como esta de Las Españas, tan poco dada a mirar sobre lo propio que tenga algo de carácter y antigüedad, no abundan las recopilaciones de historias orales contemporáneas, más allá del morbo por las llamadas “leyendas urbanas” y tampoco parece que los Paul Auster de éxito en Madrid o Barcelona se muestren muy interesados en la tradición popular, con ciertas excepciones situadas en las culturas periféricas no castellanas.

A poco que uno tenga afición por pegar la hebra con el resto de la humanidad, con personas corrientes de vida corriente, más allá de nuestros cerrados círculos personales o profesionales, notará que las leyendas, las fabulaciones, los mitos, siguen tan vivos en la conversación habitual de la gente como lo han estado desde que un ser humano tuvo la tentación de contar algo, no tal vez como había sucedido, sino añadiéndole de propia cosecha un interés que no estaba desarrollado del todo en la realidad.

En colectivos o grupos más o menos “cerrados” o con un margen muy amplio de autoidentificación: de los presos comunes a los altos ejecutivos de multinacionales, de los mineros o los policías a comunidades étnicas como los gitanos o los vaqueiros, a veces aparecen estas leyendas de manera más notable para el que las escucha desde fuera del grupo.

Me vienen a la memoria tres ejemplos recogidos en otros tantos de estos grupos “cerrados”. El primero, un relato, considerado verídico (como en los siguientes casos) por el informante, un recluso veterano que en un acto literario en la prisión de Villabona me lo contó. El protagonista de la historia era un delincuente muy famoso tanto por sus múltiples fugas como por haber inspirado una o dos películas sobre su vida. Mi informante aseguraba que lo había conocido en nó sé qué cárcel y que allí el famoso delincuente se ganaba unas perrillas a costa de la bisoñez de los novatos invitándoles a un juego de apuestas en el qué siempre ganaba él: les mostraba una caja de fósforos, la agitaba cerca del oído de la víctima para que pudiese percibir que dentro sólo había una cerilla. “¿Cuántas cerillas hay en la caja?”, preguntaba, poniendo una cifra a la apuesta. Si el novato contestaba que una, entonces él con una gran chulería, extraía el fósforo de la caja, lo encendía y lo tiraba al suelo, pisoteándolo. Luego le enseñaba la cajita vacía al novato: “Fallaste. No hay ninguna”. Es un relato que me volvió a contar otro preso en la misma cárcel, varios años después y en el que sólo cambiaba la identidad del protagonista, en este caso un primo suyo. Que no era una historia de la tradición  “local” de la prisión de Villabona, lo pude comprobar no mucho tiempo después al oír en un programa de televisión el mismo relato de la caja de fósforos a un tal Dieguito el Malo, un presidiario con largas condenas y nuevo recordman  en fugas del mundo carcelario español, lo atribuia como cierto a una antigüo compañero de rejas: “qué ese sí que era malo”.

El siguiente ejemplo se lo escuché a un gitano que vende libros de segunda mano en el Rastro del Piles en Xixón. Hablaba de Franco y decía que el dictador no se había portado tan mal con los gitanos como con los quinquis. Su explicación: durante la guerra civil le llevaron a Franco a una familia de gitanos capturados cerca del frente. Los calés, lejos de amedrentarse ante el autoproclamado Generalísimo, se presentaron ante él mostrándole sus respetos y el más viejo de ellos, saludándolo como Príncipe de los Gitanos de España. A Franco que le gustaba mucho la pomposidad y los grandes nombres -afirmaba mi informante- aquello le cayó en gracia y dio la orden de que nadie bajo su mando molestase a ningun gitano. Es un relato que se transmite en la tradición oral de los roma españoles desde hace siglos y que remite a lo que diversos cronistas recogen como cierto de la llegada a la península de los primeros grupos de gitanos, unos venidos del Norte de África y otros a través de los Pirineos. Se presentaban ante las autoridades locales como Reyes y Príncipes Egiptianos, Condes, Duques, Marqueses...

El tercer ejemplo me lo ofreció un vaqueiro del concejo de Belmonte de Miranda. Me contó por sucedido cierto en su juventud la misma historia que relata Jovellanos en una de sus famosas cartas a Ponz sobre los hechos que tuvieron lugar en la parroquia de Ouviñana, en Cuideiru, cuando el día de la fiesta mayor, los mozos vaqueiros, envalentonados por la sidra de la romería, decidieron entrar en la iglesia parroquial para sacar la viga de madera que los discriminaba de los xaldos (no vaqueiros) en el templo y arrojarla a un río, terminando así con la infamante segregación en ese lugar.  Mi informante aseguraba que no sólo lo había vivido, sinó que él mismo había sido uno de esos mozos vaqueiros que sacaron la viga, en su caso, de una parroquia mirandesa. Dudo que aquel paisano hubiese leído a Jovellanos o conociese de segunda mano la historia y es más problable que ya en los tiempos en los que la recoge como cierta el ilustrado xixonés fuese una leyenda que circulaba entre las brañas de arriba y abajo del occidente asturiano.

No todas estas leyendas orales tienen el mismo interés literario o estético. Lo corriente es que refieran sucesos no del todo extraordinarios, simples episodios que si se siguen recordando y transmitiendo es porque conservan alguna utilidad como elemento de cohesión social o de autoafirmación de una comunidad o de una familia o de una vida.

En esa maravillosa serie documental de la TPA que es “Güelos” de Ramón Lluis Bande escuché por los menos a dos de los informantes relatar de pasada un episodio que mi padre siempre contó por sucedido y real. Hablaban de los juegos de la infancia y los escasos y pobres juguetes que les fue dado conocer en sus tiempos. Ya digo al menos dos de estos “güelos” contaban que tuvieron un caballo o un burrito de cartón y que en cierta ocasión se les ocurrió ir a bañarlo a un río -tal como habían visto hacer a los mayores con sus caballerías-, y claro, el caballo se había deshecho en el agua. Es la historia que le oí contar a mi padre cientos de veces. En aquellos años los niños pobres o medio pobres sólo podían optar a acariciar un caballo de cartón y es probable que a más de uno se le viniese a la cabeza la mala idea de ir a bañarlo al río. Sin embargo, me atrevería a asegurar que se trata de una leyenda, interiorizada como real por aquellos niños o, ya de adultos, por aquellos hombres.

Una característica común de las leyendas y relatos orales es su valor utilitario: simbólico, didáctico, a veces meramente lúdico. La historia del caballo de cartón que se diluyó en el río me gustaría pensar que es un perfecto ejemplo de cómo las leyendas sirven en ocasiones para explicar lo inexplicable. El tema de ésta bien podría ser el de la disolución de la infancia como edad de los juegos y de la felicidad inmediata. No es preciso haber leído a Manrique, a   John Donne, Cernuda o a Eugenio de Andrade para entender que así funciona el ingenio de los símbolos y las metáforas en la mentalidad humana: nuestras vidas son los ríos y la infancia un caballo de cartón que se diluye en el agua ante la mirada espantada de un niño que aún no sabe que ha dejado de serlo.

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