sexta-feira, 30 de novembro de 2012

un artista profético

Nunca me ha interesado especialmente la pintura hiperrealista. Hablaba de ello en cierta ocasión con mi amigo Casimiro Palacios, cuando él mencionó el nombre de un artista gallego, prácticamente desconocido, que había compuesto un centenar de obras de ese estilo a primeros de los años setenta.

Natural de Xinzo de Limia comenzó a pintar muy joven. Tras una breve estancia en París, residió varios años en los Estados Unidos durante la década de los sesenta. Allí conoció los trabajos de la escuela hiperrealista. De regreso a España se instaló en la localidad sevillana de Dos Hermanas, donde compuso entre 1971 y 1979, toda la serie de obras inspiradas en los patrones de esa corriente plástica. Lo peculiar de estas pinturas, me contó Casimiro, era lo que tenían de anticipatorio, casi de profético. Ambientadas en los paisajes urbanos de la Sevilla más popular incorporaban a sus escenas hiperrealistas elementos anacrónicos, curiosamente no del pasado, del futuro.
 
Más tarde, en su casa, me mostró un catálogo antológico editado en 1980, coincidiendo con el primer aniversario de la muerte del artista. En el volúmen aparecían escenas de la Semana Santa en las que un grupo de cofrades hablaba por unos aparatos muy semejantes a los teléfonos móviles o a una freidora de pescaítos de la Feria de Abril en su puesto, en el que, bajo unos raciales latones de Aceite Ybarra, se mostraba un inequívoco microondas. En otra los animados clientes de una tasca de Triana se arrancaban por palmas mientras una gitana gordísima los fotografiaba con una cámara en la que se veía una pantallita similar a la de las actuales máquinas digitales. En su don de clarividencia hiperrealista había llegado a pintar una réplica bastante aproximada del Puente de la Expo, construído en el 92.

Al ver aquellas reproducciones, como es lógico, le sugerí a Casimiro que no me tomase el pelo, ya que resultaba evidente que se trataba de fotomontajes. Él muy serio volvió a abrir el catálogo, me mostró el pie de imprenta fechado el siete de abril de 1980, luego me hizo palpar la textura del papel, reparar para la deficiente resolución de las reproducciones y finalmente extrajo otro volúmen de su biblioteca. Era una “Historia da nova plástica galega (1960-1981)”, editada por la Universidad de Santiago, en la que se reseñaba la obra de este artista, con una inequívoca mención a los anacronismos de su última etapa hiperrealista. En esas líneas pude conocer su absurdo y trágico final. Hiperrealista profético, no fue capaz de preveer su propia muerte atropellado, no por un vehículo inteligente que se desplazase por el aire, si no por un anacrónico coche de caballos para turistas bajo la sombra alargada de La Giralda.



quinta-feira, 29 de novembro de 2012

urgencias

Llegaron a su casa abrazados, entre risas y besos. Una vez dentro, delante de un par de copas, ella le dijo que iba un momento al servicio. Entonces él aprovechó para ir a su cuarto a asegurarse de que le quedaban preservativos. Rebuscó en el desorden de la mesita y debajo de unos calzoncillos encontró la caja. Estaba vacía.

- Lo siento -le dijo al volver al salón-. Tengo que salir un momento al coche. Me he olvidado el busca y no puedo estar sin él. No te lo he dicho, pero soy cardiólogo y estoy obligado a llevarlo conmigo las venticuatro horas.
 
Ella emitió una carcajada sarcástica.

- ¿Me vas a dejar así, ahora?

Él intentó besarla y ella se apartó, encuclillándose en el sofá. Encendió un cigarrillo con displicencia.

- Es sólo un momento -dijo él, saliendo por la puerta, sin tenerlas todas consigo.

Cerca de su misma calle había una farmacia de guardia. Corrió hacia ella. Llamó al timbre. Unos minutos después apareció un señor mayor, con cara de malas pulgas y una bata blanca puesta sobre un chándal. Se acercó a la rejilla con recelo:

- ¿Qué quiere usted?

- Buenas noches...Quería una caja de preservativos Control.

El señor de la bata blanca y el chándal lo miró de arriba abajo.

- ¿Y usted me molesta a estas horas para pedirme condones? ¿No sabe que sólo despachamos urgencias?

Él no se amilanó. La visión de la chica, fumando con desdén en el sofá, alentó su presencia de ánimo.

- En este caso sí es una urgencia...

El farmacéutico meneó la cabeza en sentido negativo.

- Si usted se va de putas y necesita un condón, eso no es una urgencia. Es un descuido.

Empezaba a sudar en frío. Pensaba en el reloj siguiendo su carrera imparable mientras la chica se cansaba de esperar.

- Mire usted -se encaró con el boticario, exhibiéndole su carnet del Colegio de Médicos, por la rejilla-. Soy médico y yo le digo a usted que los preservativos son una urgencia. O me los da o le denuncio al Colegio de Farmacéuticos por no atenderme.

El señor de la bata blanca y el chándal le dio la espalda. Se fue al fondo del mostrador y volvió con la caja de preservativos.

- Son nueve euros, pero antes, déjeme anotar su número de colegiado. Yo sí voy a elevar una queja al Colegio de Médicos.

- ¡Con mucho gusto! -repuso él, mostrándole su identificación de colegiado y un billete de diez euros- . Y puede usted quedarse con la propina. Yo también voy a anotar su número de colegiado.

Se despidieron con sendos gruñidos. Él, triunfante, con su caja de preservativos en la mano, cuando llegó al apartamento, encontró a la chica dormida en el sofá. Pensó si despertarla, pero no tuvo alma. Cogió una manta de lana de Cachemira de su habitación y la arropó. Se sentó junto a ella con una copa en mano, en la que el hielo ya se había confundido con el whisky. Pronto también él se quedó dormido, apoyando la cabeza al otro lado del sofá.

tunnel of love



Llevaban saliendo apenas una semana y esa misma tarde, cuando acudió a buscarla completamente borracho, se había dicho a sí misma que iba siendo el momento de que desapareciese de su vida. Al verlo en ese estado intentó zafarse de él con la primera excusa que se le ocurrió, pero él no era hombre capaz de aceptar una negativa. La agarró por un brazo y antes de que ella abriese la boca para protestar la habia sepultado bajo un chaparrón de carcajadas. Volvió a pensar que había llegado ciertamente el momento en el que aquel energúmeno despareciese de su vida.

Eran las fiestas del pueblo y las calles se hallaban atestadas de gente: jóvenes, viejos, familias enteras con sus retoños vestidos de punta en blanco. Pensó en ponerse a gritar pidiendo socorro. No lo hizo: dudaba de que alguien se percatase de su situación en medio de tal jaleo y además temía una reacción suya aún más violenta. 

Él se empeñó en arrastrarla hasta el recinto ferial y allí delante del Tren de la Bruja, la soltó, por fin. En su eufórica melopea se le había metido en la cabeza montarse a dar una vuelta en la atracción infantil. Se dirigió a la taquilla compró un tiquet y cuando se disponía a acceder al trenecillo, el propio feriante que hacía de bruja le advirtió de que sólo se permitía montar a los adultos que acompañasen niños. Pero él no era hombre que aceptase negativas. Se puso tan violento que el payaso de la escoba, tras consultar con la mirada a su jefe en la taquilla, decidió que lo mejor era dejarle pasar. Ella contemplaba la escena entre la estupefacción y el bochorno. Mientras él se subía a uno de los vagones en los que, afortunadamente, no había ningún niño, vio la puerta abierta para escapar y dejarlo allí plantado para siempre. No lo hizo porque realmente le tenía miedo.

Cuando el tren inició su marcha lo vio en su asiento, demasiado pequeño para su corpachón, escacharrándose de risa y lanzándole besos tan ridículos y vergonzosos como su presencia allí, rodeado de vagones con niños y padres que le miraban con horror. Lo vio dar dos vueltas en la misma actitud y que al salir del túnel lanzaba besos con la mano, ya no sólo a ella, a toda la concurrencia, chocando las palmas de sus manazas en los muslos, muerto de risa. En la tercer vuelta, el tren salió del túnel sin él. El trenecillo siguió su marcha adentrándose en el túnel y también en esta vuelta el asiento que ocupaba en su vagón estaba vacío. Finalmente la pequeña locomotora se detuvo. De él no había el menor rastro.

Por un instante tuvo la irreflexiva idea de acercarse al payaso para decirle que su medio novio había desaparecido. No lo hizo. Se alejó del lugar, apresurando el paso de sus tacones, antes de que aquel energúmeno volviese a aparecer.

quarta-feira, 28 de novembro de 2012

La serenidad de Sócrates

Había nacido en una aldea perdida allá en lo alto del puerto, entre montañas imponentes y majadas de un verdor que deslumbraba al mirarlo, por eso nunca le gustó la Naturaleza. Sin embargo, después de recuperarse del segundo infarto, los mé
dicos le habían recomendado un cambio radical en sus costumbres de vida, que incluía, además de la prohibición de fumar, beber y comer algunas de las cosas que más le gustaban, hacer deporte moderadamente. Y cómo nunca había practicado ningún deporte ni moderada ni excesivamente le rogó al cardiólogo que él mismo le sugiriese alguna actividad acorde con el estado de su principal órgano vital.

- ¿Le gustan las setas? En su nuevo régimen alimenticio le van como anillo al dedo, eso sí, preparadas a la plancha con sólo una gota de aceite de oliva. Puede usted ir a buscar setas por el monte. El mundo de las setas es apasionante. Siga mi consejo y acabará usted convirtiéndose en un experto de la micología.

A falta de mejor sugerencia había seguido el consejo del cardiólogo y después de dos años saliendo a buscar setas se había convertido, en efecto, en todo un experto micólogo.

Lo que no acababa de llevar del todo bien era la prohibición de fumar, tomar alcohol o bebidas con gas, alimentos ricos en grasas, nada de picantes ni de sal. La vida así, a veces le parecía una porquería. Ni siquiera le quedaba el consuelo del sexo, el cóctel de pastillas que estaba obligado a tomar todos los días para evitar un nuevo infarto le había provocado impotencia y las otras pastillas, las que le habían recetado para combatir la depresión por todos estos sinsabores, contribuían aún más a la inhibición de su ya precario deseo sexual. Como consecuencia de ello su mujer había buscado un amante y finalmente le había abandonado. Una vida así, cada vez le parecía menos digna de ser vivida.
Le quedaban las setas, el apasionante mundo de la micología y el moderado deporte de pasear por los bosques recolectando ejemplares de las más diversas especies.

Una tarde se encontró con una colonia de extraordinarios ejemplares de Amanita Muscaria. Recogió algo así como kilo y medio de ellas. De vuelta a casa se dispuso a comérselas una a una. Como le parecieran muy secas preparó una sartén con abundante aceite y añadió a las setas, dos chorizos y unos cien gramos de tocino que su mujer había dejado en la nevera cuando lo abandonó, lo sazonó abundantemente, especiándolo con unas generosas cucharadas de pimentón picante. Mientras lo cocinaba encendió un imponente puro que había comprado el día en el que dejó de fumar. Y como no encontró vino ni cerveza ni nada parecido regó su último convite con la vida con un botella entera de gaseosa, que fue degustando trago a trago con la misma serenidad que Sócrates al apurar su cicuta.

domingo, 25 de novembro de 2012

el calor perdido

Tras pasar largos años alejado de los suyos y de su lugar natal, había decidido volver con la añoranza del calor perdido en su ya remota juventud.

Al descender del coche una violenta ráfaga de aire helado le golpeó el rostro. Se subió los cuellos del abrigo y con las manos ateridas en los bolsillos comenzó a caminar por unas calles cuyo trazado le costaba identificar. Apenas quedaban edificios del tiempo en el que él se había marchado y en sus antiguos solares se erguían por todas partes impersonables bloques de pisos que podrían ser los de cualquier otro lugar.

Entró en un bar, atraído por el reclamo de un cartel en el escaparate que ponía: “Hay caldo casero”, con la intención de calentar el cuerpo y buscar en una guía telefónica a los familiares que debían seguir viviendo allí. Pidió una taza de caldo y un cuarto de hora después le trajeron un brebaje amarillento, con restos aún sin disolver del sobre de sopa instantánea, completamente frío. Entretanto había ido llamando a los únicos tres parientes cuyo nombre encontró en la guía y de los tres sólo uno había descolgado el teléfono: no parecía conservar gran recuerdo de él y le despachó bruscamente, arguyendo que “su” familia -es decir, la suya- le esperaba para cenar. 

Salió del bar, dejando la taza de sopa intantánea fría, prácticamente entera y una nueva ventolera polar le hizo subirse los cuellos del abrigo. Avanzó por aquellas calles desangeladas y sin un alma que alumbraban farolas de una potente luz rojiza en la que se mostraban aún más tétricos los bloques de pisos bajo los que yacían sepultados los recuerdos de aquellas viviendas de planta baja o todo lo más dos o tres pisos y galerías de madera acristalada que él recordaba. 

Cerca ya del lugar donde había aparcado el coche, a la vuelta de un callejón que lo mismo podría ser de Queens que de Vallecas, lo sorprendió el rastro de un olor en el que parecían venir todas juntas las reminiscencias de aquel calor perdido largos años atrás. Le bastó doblar la esquina para encontrar el lugar del que emanaba el aroma de los días que ya nunca más iban a volver y en los que el mundo era un confortable cobijo reforzado por el círculo afectivo de los vínculos familiares. Reconoció ese calor incluso antes de doblar la esquina. Era el calor de una churrería.

sábado, 24 de novembro de 2012

un mal sueño

El crío se despertó sobresaltado en medio de una pesadilla horrorosa. Soñó que era adulto y que regresaba después de muchos años al lugar de su infancia. Abría la puerta de la vieja casa familiar y allí le estaban aguardando, para ajustarle las cuentas, todos los amigos a los que no había vuelto a recordar y todos los juguetes con los que se cansó de jugar y abandondó en el cuarto de los trastos.

sexta-feira, 23 de novembro de 2012

hestories inocentes pa tiempos malos

Depués de tres nueches buscando cebera pel monte, la lloba volvió a la cubil colos restos que quedaran d'un cabritu despeñáu sabe Dios cuándo. Los tres llobatos salieron recibila mui contentos, moviendo'l rau.

- Mama, mama -aullaron, enllenándola de llambiotaes- ¿Qué mos traes pa comer?

La lloba dexó caer ente la ramasca los tucos de carne apodrigañao.

- ¡Otra vez, carroña, mama! -dixeron a coru los llobatos, decepcioaos.

- Ye lo qu'hai, fíos...Y da-y gracies que lo tenéis, qu'hai en tola collada y los contornos otros llobinos que de xuro güei nun cuemen...

- ¡Tamos fartucos de carroña, mama! -retrucaron, otra vez a coru, los cachorros.

Un d'ellos, arregañó los caniles y foi más llonxe na so protesta.

- Pos, yo quiero más pasar fame que comer esa puxarra...-gruñó, desafiando a la madre cola mirada.

- Pos yo tamién -dixo otru.

- Y yo -arrepostió'l terceru.

La lloba baltió a los tres d'un emburrión cola pata.

- ¡Cómo nun comáis, va venir l'home y entós si que vais ver la que ye bono!

Los tres cachorros, arrevollicáronse muertos de risa ente la xamasca.

- ¡L'home nun esiste! ¡Ye un cuentu! -dixo ún.

- ¡Si esiste! -retrucó'l más espabiláu-. Lo que pasa ye que nun nos puede facer nada porque somos especie protexía.

- ¡Eso! -dixo'l terceru.

La madre lloba llevó les pezuñes a la tiesta, aparentando un gran plasmu.

- ¡Ai, fíos del alma, inocentinos, qué poco sabéis! ¡Cómo se conoz que sois nuevos! Claro qu'esiste l'home y eso de que somos especie protexía sí que ye un cuentu. Esiste l'home y ye'l nuestru peor enemigu. Nun lo escaezáis enxamás. ¿Nun vos cunté yo la hestoria del Llobu y Capiruchu Encarnáu?. Pasó de verdá y nun hai tanto... ¿Alcordáisvos? Aquel llobu afamiáu que s'atopó con una cría humana que llevaba nuna cesta chorizos, quesu y una xarrina de miel y pidió-y un poco y ella envez de da-ylo, solmenó-y un cestazu con tol alma y el probe echó a correr y foi guardase nuna casa humana, porque pensaba que taba abandonada y había una vieya, que-y dio un sartenazu namás velu y escapó dando voces: “¡El llobu, el llobu!” y vinieron unos cazadores qu'andaben perende y al sentilos llegar al probe llobu nun se-y ocurrió otro que marutase cola ropa de la vieya y metese na cama aparentando que yera ella y los cazadores dicíen-y, sonsañones: “¡qué manes más peludes tienes, qué oreyes tan llargues, qué bocona tan grande pa ser una vieya!” y ellí mesmo lu molieron a palos, despelleyáronlu, cortáron-y la cabeza y fueron pal so pueblu col pelleyu y la cabeza nun palu col mesmu sonsañu:“¡qué manes más peludes tienes, qué oreyes tan llargues, qué bocona tan grande!”. Y aquella cría humana que-y llamaben Capiruchu Encarnáu y la vieya, que yera so güela, aplaudíen a los cazadores y espatarrábense de risa gritando: “¡El llobu, el llobu!”.

Los tres llobatos mientres la madre-yos cuntaba otra vez la hestoria de Capiruchu Encarnáu fueran plizcando a pocoñinos los restos del cabritu hasta dexar namás los güesos, que s'adormecieron rucando.

quarta-feira, 21 de novembro de 2012

¿por qué dicen que el amor es ciego?


    Aún no había anochecido y el letrero luminoso del bingo deslumbraba la calle entera. Tuve que volver a escuchar la pregunta, reparar para las gafas oscuras de aquel hombre y para el bastón blanco con el que se ayudaba para comprender que no se trataba de una broma.

    - Por favor, si es usted tan amable -repitió por segunda vez-, ¿podría decirme si hay un bingo por aquí cerca?

    Entonces todo pareció encajar. Supuse que el ciego buscaba el establecimiento de juegos de azar para ponerse a la puerta a vender cupones, como había visto hacer en más de una ocasión a otros repartidores de la ONCE.

    - Aquí mismo, en donde estamos hablando, tiene usted uno.

    Me dio las gracias, con una sonrisa nerviosa.

    - ¿Sabe? -me dijo-. Seguro que mi mujer está ahí adentro, jugándose la pensión. Me apostaría la cabeza a que está ahí, a no ser que haya otro bingo por aquí cerca... 
     
    Hice memoria y no recordé otro establecimiento similar situado por los alrededores.
    - Estamos alojados en el hotel X., en esta misma calle -me dijo-. Somos de un pueblo de Albacete y venimos en una excursión de jubilados. Hemos llegado esta misma tarde y fue deshacer las maletas o casi ni eso: se cambió de ropa, bajamos a la cafetería y me dijo que se iba a dar un paseo, a ver el mar...Claro, como sabe que uno ya no está para paseítos...Siempre me hace lo mismo. Cuando empieza la temporada de viajes para la tercera edad no nos perdemos uno: hemos recorrido ya toda España: la costa del Sol, la costa Brava, Murcia, Mallorca, las Rías Bajas, Santander... Y total como si nos quedásemos en nuestro pueblo. Ella sólo sale del hotel para ir al bingo y yo, practicamente ni salgo del hotel, todo lo más a la cafetería...

    - Ya...

    Detrás de las gafas oscuras todo el rostro se le enrojeció de ira.

    - ¿Usted cree que esto es vida? ¡Mecagüen los Quintos del 53! Yo es que a veces, de verdad, me dan ganas...de hacer una barbaridad...Y la haría, no le quepa a usted ninguna duda. Si no fuera ciego, le juro que...que...que me separaba, me adivorciaba de ella...¡Vaya que no! ¡Mecagüen los Quintos del 53!

    Todo su menudo cuerpo temblaba de indignación y especialmente la mano del bastón, haciendo que éste tamborileara frenéticamente contra el pavimento de la acera.

    - ¡Se lo juro que me adivorciaba, como hay Dios!

    Dejé que se desahogara sin interrumpirle. Lo cierto es que tampoco se me ocurría nada para calmar su ira, que iba en aumento. Ahora al tamborileo del bastón se le había añadido una especie de rabieta en la que pateaba con los dos pies, como si tuviese el baile de San Vito. Me dio la sensación de que el temblor se había extendido por toda la acera como un seismo.

    - Perdone -le mentí-. Antes le dije que aquí mismo, donde nos encontramos, había un bingo, pero no le detallé que aún estaba cerrado...Y por lo qué yo sé, creo que es el único bingo de la ciudad. No se preocupe, seguro que su mujer se ha ido a dar un paseo para ver el mar.

domingo, 18 de novembro de 2012

el hombre que amaba a todas las mujeres

No lo podía remediar. Cada vez que recibía una llamada o un mensaje de alguna de sus nuevas amigas se sentía como un caballo desbocado.

A punto de cumplir los cincuenta, seguía enamorándose de cualquier mujer que le resultase atractiva, igual que a los diecisiete. No sólo se enamoraba perdidamente de cada una, era capaz de llevar esa pasión hasta las últimas consecuencias, incluída la infidelidad. Algo inevitable si tenemos en cuenta que encadenaba sus enamoramientos unos con otros, como racimos de cerezas y sólo daba por concluídos aquellos cuando era su amiga quien decidía cortar la relación. Aún en esos casos procedía como un auténtico amante abandonado: lo embargaba una profunda tristeza, que luego se transformaba en desesperación y finalmente en una tenue melancolía. Como es lógico suponer, mientras atravesaba por todos estos procesos de ruptura, su actividad amatoria seguía siendo frenética, sin que ello le causara más trastorno que el de poder encajar sus, cada vez más promiscuas relaciones, en el limitado tiempo libre del que podía disponer a diario.

También tenía sus días negros, casillas recién pisadas en el calendario de la vida que de pronto amanecían cubiertas de oscuros nubarrones. En esos días más que un caballo desbocado se sentía como un títere al que manejaban a su capricho los hilos de un extraño regidor. Entonces un sombrío pensamiento se le posaba en medio de su habitual entusiasmo con la severidad plomiza de un cuervo en un extenso prado verde. Se decía: “Un día alguien o algo romperá esos hilos y caerás al suelo como un pelele desmembrado”. Pero eran pocos esos días y pasaban aprisa. Una vez despejados los nubarrones volvía a recuperar el brío de siempre y procuraba ponerse al día con el tesón de un verdadero atleta al que una repentina y leve lesión hubiese retirado momentaneamente de sus disciplinados entrenamientos.

Se murió en uno de esos días y de la manera más tonta. Descendía por las escaleras mecánicas de un centro comercial después de haber comprado una exquisita prenda de lencería para una de sus más recientes amigas y súbitamente un fallo en el sistema eléctrico del establecimiento provocó la brusca parada de las escaleras. Él iba, como siempre, con la cabeza llena de pájaros que revoloteaban de un lado a otro trayendo y llevando mensajes, sugerencias, nuevas citas, y el impacto del parón le hizo caer rodando por los escalones metálicos hasta llegar al suelo donde se golpeó en la base del cráneo, falleciendo en el acto.

En su declaración a la policía, el guardia de seguridad que acudió a socorrer al accidentado, afirmó que antes de agacharse a tomarle el pulso para ver si aún vivía, ya suponía que no, debido a la posición en la que había quedado tendido el cuerpo: “como el de un pelele desmembrado”.
Junto al cuerpo quedaban una bolsa de Women Secret y una tablet Samsung, con una agenda electrónica llena de citas y contactos, a los que, por primera vez en la que había sido su vida, iba a desatender.


sexta-feira, 16 de novembro de 2012

el buen traidor

Debía haberle hecho caso. Ahora me arrepiento. Lo qué no acabo de entender es por qué me lo advirtió en el último momento. ¿Para aliviar su conciencia? Hay gente así por el mundo. Y a veces no son los peores.

Estuve más de una semana escondido en su casa, me sentó en su misma mesa y compartí con su familia lo poco de bueno que entraba en aquel hogar miserable. Cuando mi amigo F. me confió a él, no dudó un momento en ayudarme sin recibir nada a cambio. “Hoy por tí, mañana por mí”, llegó a decir. Fue también él quien se ofreció a pasarme al otro lado.

El día en el que me acompañó hasta la frontera, su mujer me regaló una bufanda de lana que ella había confeccionado para mí y envolvió en un paño dos tortas de maíz aún calientes con un trozo de tocino.

Ya al borde del puente, mientras esperábamos emboscados entre los matorrales el cambio de turno de los guardias, me cogió del brazo inesperadamente y mirándome a los ojos me advirtió:

- No pases. Lo más seguro es que al otro lado te estén esperando.

Sostuvo sin pestañear mi mirada desconcertada.

- Entonces ¿por qué me has traído aquí?

- Se lo prometí a nuestro amigo -respondió-. La palabra dada llega hasta este momento. Ahora mi deber es avisarte de que al otro lado es muy probable que te estén esperando.

- ¿Y tú, por qué lo sabes? -repliqué.

- Eso no importa ahora -dijo, desviando la mirada-. Hazme caso, no cruces el puente. Regresemos a mi casa. Allí estarás a salvo por un tiempo.

Intenté que volviése a mirarme a los ojos.

- Lo que pasa, camarada -sonreí-, es que tienes miedo. Tienes miedo a que
te delate si me cogen. Es eso. Tienes miedo.
 
Contestó sin mirarme, casi con desprecio.

- Puedes pensar lo que quieras. Yo te digo que no pases.

Sonreí de nuevo. Observé las casetas de los guardias donde en ese momento se estaba produciendo el cambio de turno. No lo dudé. Me lancé al río y nadé con todas mis fuerzas hasta la otra orilla.

Debía haberle hecho caso. Al otro lado, justo a dos pasos del pequeño embarcadero donde supuestamente él me había dejado unas horas antes un hatillo con ropa seca y mi propia arma, se avalanzó sobre mi una jauría de guardias.

En la celda del puesto fronterizo fueron ellos mismos quienes me confirmaron que estaban esperándome, tal como me había advertido mi camarada. Claro, nadie mejor que él podía saberlo

segunda-feira, 12 de novembro de 2012

antes de que se enfríe el chocolate

Se habían citado, como todos los jueves, al comienzo del Paseo de Begoña, justo enfrente de donde estuvo el cine Goya y al lado del antiguo cuartel de la Policía Armada.

El primero en llegar fue Charly, gracias a la potencia motora de su carrito de cuatro ruedas. Cinco minutos más tarde, apareció Che, doblando la esquina de los Carmelitas, con su boina barojiana y apoyándose en “las gogós”, como había bautizado con cierto sentido del humor a sus inseparables muletas.

-Ya era hora -lo saludó Charly-. ¿Estuviste de copas con tus “gogós”, o qué?-

- ¡Mira el listo! -repuso Ché-. ¡Claro, como el señor viene en su “cochecito”..!.

Sonrieron los dos, intentando algo parecido a un abrazo.

- Ya ves, amigo Che. Si hace casi medio siglo, cuando vimos juntos ahí en el Goya, el filme de Ferreri, me hubiesen dicho que yo iba a acabar circulando en un “cochecito”... 

- ¡Y todavía te quejas! No ves que el mundo sigue igual de mal repartido que entonces, amigo Charly...En tu condición actual de mutilado de una pierna deberías circular con mis “gogós” y yo, con estas ancas que arrastro, con gran trabajo, debería poder ir plácidamente sentado en tu “cochecito”.

Se rieron, mostrando unas dentaduras tan precarias como sus últimos destinos. 

- ¡Qué mala leche tienes! No me extraña que siempre te hayas dedicado a la crítica... 

- Claro, amigo Charly...Y tu a la glosa...¿O sigues pretendiendo llamarlo ensayo? 

El glosador-ensayista le dirigió una aviesa mirada a su compañero de fatigas. Luego sonrió. Siempre era así. Se saludaban con unas pocas puyitas y a continuación, con el entusiasmo de los niños que cambian cromos, se informaban mutuamente del último artículo que habían logrado colocar en la revista tal o cual, publicaciones que sólo ellos conocían y alguno como ellos.

Avanzaron lentamente hacia el Café Dindurra. Habían estado recorriendo ese camino, con la misma morosidad, todos los jueves desde hacía casi cincuenta años. Ni aún cuando ambos se valían de sus propias piernas para recorrer ese trecho habían condescendido nunca a la prisa. Era una posición más moral, que vital, -habían reflexionado-, la misma que manifestaban en sus respectivas carreras literarias como articulistas de publicaciones difusas y lejanas. Se lo habían repetido muchas veces, consolándose el uno al otro: “Lo nuestro es una carrera de fondo” . 

Ya en el Café. Ante sendas tazas de chocolate y un platito con cuatro churros sin azúcar. Charly le preguntó a Che: 

- Oye ¿tú crees que somos unos fracasados? 

A Che, de la risa, se le cayó su media dentadura postiza en el chocolate. 

Con un trozo de churro que no siguió el mismo camino que la prótesis y aún se mantenía batiéndosele en el paladar dijo: 

- ¡Fdacasadod de qdué! ¿Tu no dtiened tu “codchecidto” y yo mid “gogod”!

Charly asintió con gesto grave.

- Sí, lo hemos dicho muchas veces: es una postura más que vital, moral, querido Che. Anda, vuelve a colocarte la dentadura, que se nos va a enfriar el chocolate.

quarta-feira, 7 de novembro de 2012

el ladrón del antifaz

Ella se había enamorado perdidamente de él mientras se visionaba en Comisaría, por tercera vez, la grabación del atraco a la gasolinera de F***. El Inspector Jefe quería estar seguro de que cualquiera de sus agentes pudiese reconocer aquella cara como si fuese la de su padre o su madre. No era un rostro fácil de olvidar. Ella pensó que realmente no se trataba de una cara vulgar y el detalle del antifaz, más que cómico, le había parecido romántico.

No tardaron en dar con el atracador. Lo pillaron literalmente con las manos en la masa, tras rodear con un espectacular dispositivo la panadería en cuyo horno trabajaba. Tenía una doble vida, dijeron los periódicos al día siguiente, reproduciendo la nota oficial: en los últimos meses había asaltado dieciocho gasolineras de toda la comunidad castellano-leonesa, mientras llevaba una existencia normal en un céntrico barrio de Zamora como obrador de una conocida tahona de la ciudad. Los papeles también reprodujeron el mote con el que lo había bautizado personalmente el Inspector Jefe: “El ladrón del antifaz”.

Ella participó en el operativo que condujo a la detención del asaltante de gasolineras. A pesar de la tensión con la que todos vivieron ese momento, mientras sus compañeros esposaban al detenido, se había retirado hacia los anaqueles de madera de pino donde reposaban las hogazas de pan trigo recién salidas del horno y aquel aroma a leña seca y a masa de harina fermentada, la había devuelto al calor de la infancia en una casa donde todas las mañanas la despertaba ese mismo olor a mundo bien hecho.

Cuando lo trasladaban a Comisaría ella se ofreció como voluntaria para custodiarle en el furgón policial junto a otro compañero. En un momento del trayecto sus miradas se habían cruzado y él aprovechó esa leve complicidad para quejarse de que le hacían daño las esposas. Ella cruzó una mueca burlona con su compañero y accedió a la petición del detenido:

- Te las aflojamos, para que luego no digas que te tratamos mal...

Se encontró con él por última vez cuando lo sacaban de los calabozos para conducirlo al Juzgado. En el pasillo que daba a la zona de celdas, sus miradas se volvieron a cruzar durantes unos segundos.

Luego lo había visto por televisión y en las fotos que reprodujo la prensa. Durante un tiempo le escribió a la cárcel cartas firmadas con un nombre falso y remitidas desde un apartado de correos, a las que él nunca contestó. Finalmente dejó de escribirle.

En su último destino en X., algunas tardes de lluvía y viento frío se acordaba de él, de aquellos ojos profundos y claros que en sus atracos él enmarcaba en un antifaz. Los jueves, después del servicio, acudía a una tienda de productos artesanales del centro, donde ese día llegaban tiernas y olorosas, delicadas hogazas de pan trigo de Zamora.

segunda-feira, 5 de novembro de 2012

ciudad gris

Le habían dicho que X., era una ciudad gris, húmeda, hostil. Un lugar para pasar dos o tres días. El sitio no daba para más.

A la humedad ya había tenido ocasión de conocerla desde la primer noche que pasó al raso, o lo que viene a ser lo mismo en X.: atechado en unos viejos soportales en obras, sobre un lecho de cartones. 

También la hostilidad lo había saludado desde las primeras horas de su estancia en la ciudad: hombres y mujeres de caminar rápido y mirada esquiva que le negaban la cara o lo apartaban directamente con un gesto de la mano que ni siquiera llegaba a materializarse como contacto físico.

En cuanto a la grisura, era el tono general con el que los días y las noches trazaban su paso por las calles de X. Sin embargo ese no era el único color que la ciudad le había mostrado: con la lluvia, el rocío y las heladas, el pavimento urbano se iluminaba de verdes o rojos de los semáforos, del oro viejo de las farolas y las luces de los coches, de azules, rosas, morados en el reflejo de los letreros luminosos y el neón de los establecimientos comerciales.

Una de esas noches de lluvia, refugiado junto a otros como él bajo el alero de una parada de autobuses y compartiendo todos el vino amargo de envases tetrabrik por un euro de los supermercados, oyó decir a un tipo algo acerca de la grisura, que le impresionó:

- Mi vida es gris, pero mi muerte no lo será...

Desde aquella noche convirtió aquella frase en su divisa existencial. Cuando apretaba el frío y la humedad en su lecho de cartones o cuando recibía alguna mala contestación de los hostiles paseantes de X., apretaba los dientes, cerraba los puños y se decía: “Mi vida es gris, pero mi muerte no lo será...”.

Lo repitió muchas veces a lo largo de los dos inviernos que sobrevivió a la humedad y a la hostilidad en aquel lugar donde le habían recomendado no quedarse más de dos o tres días.

Lo dijo aquella madrugada oscura, en medio de una reyerta, al caer con el cuello rebanado sobre las baldosas grises y encharcadas de lluvia de una de las plazas más céntricas de la ciudad:

- Mi vida será gris, pero mi muerte no...

Y el gris encharcado de las baldosas se tiñó de un rojo vivo de sangre, sobre el que comenzaron a proyectarse otros rojos: el de los semáforos, con sus verdes, el oro viejo de las farolas y las luces de los coches; los azules, rosas, morados en el reflejo de los letreros luminosos y el neón de los establecimientos comerciales.

un tiempu meyor