Nunca
me ha interesado especialmente la pintura hiperrealista. Hablaba de
ello en cierta ocasión con mi amigo Casimiro Palacios, cuando
él mencionó el nombre de un artista gallego,
prácticamente desconocido, que había compuesto un
centenar de obras de ese estilo a primeros de los años
setenta.
Natural de Xinzo de Limia comenzó a pintar muy joven.
Tras una breve estancia en París, residió varios años
en los Estados Unidos durante la década de los sesenta. Allí
conoció los trabajos de la escuela hiperrealista. De regreso a
España se instaló en la localidad sevillana de Dos
Hermanas, donde compuso entre 1971 y 1979, toda la serie de obras
inspiradas en los patrones de esa corriente plástica. Lo
peculiar de estas pinturas, me contó Casimiro, era lo que
tenían de anticipatorio, casi de profético. Ambientadas
en los paisajes urbanos de la Sevilla más popular incorporaban
a sus escenas hiperrealistas elementos anacrónicos,
curiosamente no del pasado, del futuro.
Más tarde, en su
casa, me mostró un catálogo antológico editado
en 1980, coincidiendo con el primer aniversario de la muerte del
artista. En el volúmen aparecían escenas de la Semana
Santa en las que un grupo de cofrades hablaba por unos aparatos muy
semejantes a los teléfonos móviles o a una freidora de
pescaítos de la Feria de Abril en su puesto, en el que, bajo
unos raciales latones de Aceite Ybarra, se mostraba un inequívoco
microondas. En otra los animados clientes de una tasca de Triana se
arrancaban por palmas mientras una gitana gordísima los
fotografiaba con una cámara en la que se veía una
pantallita similar a la de las actuales máquinas digitales. En
su don de clarividencia hiperrealista había llegado a pintar
una réplica bastante aproximada del Puente de la Expo,
construído en el 92.
Al ver
aquellas reproducciones, como es lógico, le sugerí a
Casimiro que no me tomase el pelo, ya que resultaba evidente que se
trataba de fotomontajes. Él muy serio volvió a abrir el
catálogo, me mostró el pie de imprenta fechado el siete
de abril de 1980, luego me hizo palpar la textura del papel, reparar
para la deficiente resolución de las reproducciones y
finalmente extrajo otro volúmen de su biblioteca. Era una
“Historia da nova plástica galega (1960-1981)”, editada
por la Universidad de Santiago, en la que se reseñaba la obra
de este artista, con una inequívoca mención a los
anacronismos de su última etapa hiperrealista. En esas líneas
pude conocer su absurdo y trágico final. Hiperrealista
profético, no fue capaz de preveer su propia muerte
atropellado, no por un vehículo inteligente que se desplazase
por el aire, si no por un anacrónico coche de caballos para
turistas bajo la sombra alargada de La Giralda.
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