Llevaban saliendo apenas una semana y esa misma tarde, cuando acudió a buscarla completamente borracho, se había dicho a sí misma que iba siendo el momento de que desapareciese de su vida. Al verlo en ese estado intentó zafarse de él con la primera excusa que se le ocurrió, pero él no era hombre capaz de aceptar una negativa. La agarró por un brazo y antes de que ella abriese la boca para protestar la habia sepultado bajo un chaparrón de carcajadas. Volvió a pensar que había llegado ciertamente el momento en el que aquel energúmeno despareciese de su vida.
Eran las fiestas del pueblo y las calles se hallaban atestadas de gente: jóvenes, viejos, familias enteras con sus retoños vestidos de punta en blanco. Pensó en ponerse a gritar pidiendo socorro. No lo hizo: dudaba de que alguien se percatase de su situación en medio de tal jaleo y además temía una reacción suya aún más violenta.
Él se empeñó en arrastrarla hasta el recinto ferial y allí delante del Tren de la Bruja, la soltó, por fin. En su eufórica melopea se le había metido en la cabeza montarse a dar una vuelta en la atracción infantil. Se dirigió a la taquilla compró un tiquet y cuando se disponía a acceder al trenecillo, el propio feriante que hacía de bruja le advirtió de que sólo se permitía montar a los adultos que acompañasen niños. Pero él no era hombre que aceptase negativas. Se puso tan violento que el payaso de la escoba, tras consultar con la mirada a su jefe en la taquilla, decidió que lo mejor era dejarle pasar. Ella contemplaba la escena entre la estupefacción y el bochorno. Mientras él se subía a uno de los vagones en los que, afortunadamente, no había ningún niño, vio la puerta abierta para escapar y dejarlo allí plantado para siempre. No lo hizo porque realmente le tenía miedo.
Cuando el tren inició su marcha lo vio en su asiento, demasiado pequeño para su corpachón, escacharrándose de risa y lanzándole besos tan ridículos y vergonzosos como su presencia allí, rodeado de vagones con niños y padres que le miraban con horror. Lo vio dar dos vueltas en la misma actitud y que al salir del túnel lanzaba besos con la mano, ya no sólo a ella, a toda la concurrencia, chocando las palmas de sus manazas en los muslos, muerto de risa. En la tercer vuelta, el tren salió del túnel sin él. El trenecillo siguió su marcha adentrándose en el túnel y también en esta vuelta el asiento que ocupaba en su vagón estaba vacío. Finalmente la pequeña locomotora se detuvo. De él no había el menor rastro.
Por un instante tuvo la irreflexiva idea de acercarse al payaso para decirle que su medio novio había desaparecido. No lo hizo. Se alejó del lugar, apresurando el paso de sus tacones, antes de que aquel energúmeno volviese a aparecer.
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