Tras
pasar largos años alejado de los suyos y de su lugar natal,
había decidido volver con la añoranza del calor perdido
en su ya remota juventud.
Al
descender del coche una violenta ráfaga de aire helado le
golpeó el rostro. Se subió los cuellos del abrigo y con
las manos ateridas en los bolsillos comenzó a caminar por unas
calles cuyo trazado le costaba identificar. Apenas quedaban edificios
del tiempo en el que él se había marchado y en sus
antiguos solares se erguían por todas partes impersonables
bloques de pisos que podrían ser los de cualquier otro lugar.
Entró en un bar, atraído por el reclamo de un cartel en
el escaparate que ponía: “Hay caldo casero”, con la
intención de calentar el cuerpo y buscar en una guía
telefónica a los familiares que debían seguir viviendo
allí. Pidió una taza de caldo y un cuarto de hora
después le trajeron un brebaje amarillento, con restos aún
sin disolver del sobre de sopa instantánea, completamente
frío. Entretanto había ido llamando a los únicos
tres parientes cuyo nombre encontró en la guía y de los
tres sólo uno había descolgado el teléfono: no
parecía conservar gran recuerdo de él y le despachó
bruscamente, arguyendo que “su” familia -es decir, la suya- le
esperaba para cenar.
Salió del bar, dejando la taza de sopa
intantánea fría, prácticamente entera y una
nueva ventolera polar le hizo subirse los cuellos del abrigo. Avanzó
por aquellas calles desangeladas y sin un alma que alumbraban farolas
de una potente luz rojiza en la que se mostraban aún más
tétricos los bloques de pisos bajo los que yacían
sepultados los recuerdos de aquellas viviendas de planta baja o todo
lo más dos o tres pisos y galerías de madera
acristalada que él recordaba.
Cerca ya del lugar donde había
aparcado el coche, a la vuelta de un callejón que lo mismo
podría ser de Queens que de Vallecas, lo sorprendió el
rastro de un olor en el que parecían venir todas juntas las
reminiscencias de aquel calor perdido largos años atrás.
Le bastó doblar la esquina para encontrar el lugar del que
emanaba el aroma de los días que ya nunca más iban a
volver y en los que el mundo era un confortable cobijo reforzado por
el círculo afectivo de los vínculos familiares.
Reconoció ese calor
incluso antes de doblar la esquina. Era el calor de una
churrería.
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