quarta-feira, 21 de novembro de 2012

¿por qué dicen que el amor es ciego?


    Aún no había anochecido y el letrero luminoso del bingo deslumbraba la calle entera. Tuve que volver a escuchar la pregunta, reparar para las gafas oscuras de aquel hombre y para el bastón blanco con el que se ayudaba para comprender que no se trataba de una broma.

    - Por favor, si es usted tan amable -repitió por segunda vez-, ¿podría decirme si hay un bingo por aquí cerca?

    Entonces todo pareció encajar. Supuse que el ciego buscaba el establecimiento de juegos de azar para ponerse a la puerta a vender cupones, como había visto hacer en más de una ocasión a otros repartidores de la ONCE.

    - Aquí mismo, en donde estamos hablando, tiene usted uno.

    Me dio las gracias, con una sonrisa nerviosa.

    - ¿Sabe? -me dijo-. Seguro que mi mujer está ahí adentro, jugándose la pensión. Me apostaría la cabeza a que está ahí, a no ser que haya otro bingo por aquí cerca... 
     
    Hice memoria y no recordé otro establecimiento similar situado por los alrededores.
    - Estamos alojados en el hotel X., en esta misma calle -me dijo-. Somos de un pueblo de Albacete y venimos en una excursión de jubilados. Hemos llegado esta misma tarde y fue deshacer las maletas o casi ni eso: se cambió de ropa, bajamos a la cafetería y me dijo que se iba a dar un paseo, a ver el mar...Claro, como sabe que uno ya no está para paseítos...Siempre me hace lo mismo. Cuando empieza la temporada de viajes para la tercera edad no nos perdemos uno: hemos recorrido ya toda España: la costa del Sol, la costa Brava, Murcia, Mallorca, las Rías Bajas, Santander... Y total como si nos quedásemos en nuestro pueblo. Ella sólo sale del hotel para ir al bingo y yo, practicamente ni salgo del hotel, todo lo más a la cafetería...

    - Ya...

    Detrás de las gafas oscuras todo el rostro se le enrojeció de ira.

    - ¿Usted cree que esto es vida? ¡Mecagüen los Quintos del 53! Yo es que a veces, de verdad, me dan ganas...de hacer una barbaridad...Y la haría, no le quepa a usted ninguna duda. Si no fuera ciego, le juro que...que...que me separaba, me adivorciaba de ella...¡Vaya que no! ¡Mecagüen los Quintos del 53!

    Todo su menudo cuerpo temblaba de indignación y especialmente la mano del bastón, haciendo que éste tamborileara frenéticamente contra el pavimento de la acera.

    - ¡Se lo juro que me adivorciaba, como hay Dios!

    Dejé que se desahogara sin interrumpirle. Lo cierto es que tampoco se me ocurría nada para calmar su ira, que iba en aumento. Ahora al tamborileo del bastón se le había añadido una especie de rabieta en la que pateaba con los dos pies, como si tuviese el baile de San Vito. Me dio la sensación de que el temblor se había extendido por toda la acera como un seismo.

    - Perdone -le mentí-. Antes le dije que aquí mismo, donde nos encontramos, había un bingo, pero no le detallé que aún estaba cerrado...Y por lo qué yo sé, creo que es el único bingo de la ciudad. No se preocupe, seguro que su mujer se ha ido a dar un paseo para ver el mar.

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