Debía
haberle hecho caso. Ahora me arrepiento. Lo qué no acabo de
entender es por qué me lo advirtió en el último
momento. ¿Para aliviar su conciencia? Hay gente así por
el mundo. Y a veces no son los peores.
Estuve
más de una semana escondido en su casa, me sentó en su
misma mesa y compartí con su familia lo poco de bueno que
entraba en aquel hogar miserable. Cuando mi amigo F. me confió
a él, no dudó un momento en ayudarme sin recibir nada a
cambio. “Hoy por tí, mañana por mí”, llegó
a decir. Fue también él quien se ofreció a
pasarme al otro lado.
El día
en el que me acompañó hasta la frontera, su mujer me
regaló una bufanda de lana que ella había confeccionado
para mí y envolvió en un paño dos tortas de maíz
aún calientes con un trozo de tocino.
Ya al
borde del puente, mientras esperábamos emboscados entre los
matorrales el cambio de turno de los guardias, me cogió del
brazo inesperadamente y mirándome a los ojos me advirtió:
- No
pases. Lo más seguro es que al otro lado te estén
esperando.
Sostuvo
sin pestañear mi mirada desconcertada.
-
Entonces ¿por qué me has traído aquí?
- Se
lo prometí a nuestro amigo -respondió-. La palabra
dada llega hasta este momento. Ahora mi deber es avisarte de que al
otro lado es muy probable que te estén esperando.
- ¿Y
tú, por qué lo sabes? -repliqué.
- Eso
no importa ahora -dijo, desviando la mirada-. Hazme caso, no cruces
el puente. Regresemos a mi casa. Allí estarás a salvo
por un tiempo.
Intenté
que volviése a mirarme a los ojos.
- Lo
que pasa, camarada -sonreí-, es que tienes miedo. Tienes
miedo a que
te
delate si me cogen. Es eso. Tienes miedo.
Contestó
sin mirarme, casi con desprecio.
-
Puedes pensar lo que quieras. Yo te digo que no pases.
Sonreí
de nuevo. Observé las casetas de los guardias donde en ese
momento se estaba produciendo el cambio de turno. No lo
dudé. Me lancé al río y nadé con todas
mis fuerzas hasta la otra orilla.
Debía
haberle hecho caso. Al otro lado, justo a dos pasos del pequeño
embarcadero donde supuestamente él me había dejado
unas horas antes un hatillo con ropa seca y mi propia arma, se
avalanzó sobre mi una jauría de guardias.
En la
celda del puesto fronterizo fueron ellos mismos quienes me
confirmaron que estaban esperándome, tal como me había
advertido mi camarada. Claro, nadie mejor que él podía
saberlo
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