sexta-feira, 16 de novembro de 2012

el buen traidor

Debía haberle hecho caso. Ahora me arrepiento. Lo qué no acabo de entender es por qué me lo advirtió en el último momento. ¿Para aliviar su conciencia? Hay gente así por el mundo. Y a veces no son los peores.

Estuve más de una semana escondido en su casa, me sentó en su misma mesa y compartí con su familia lo poco de bueno que entraba en aquel hogar miserable. Cuando mi amigo F. me confió a él, no dudó un momento en ayudarme sin recibir nada a cambio. “Hoy por tí, mañana por mí”, llegó a decir. Fue también él quien se ofreció a pasarme al otro lado.

El día en el que me acompañó hasta la frontera, su mujer me regaló una bufanda de lana que ella había confeccionado para mí y envolvió en un paño dos tortas de maíz aún calientes con un trozo de tocino.

Ya al borde del puente, mientras esperábamos emboscados entre los matorrales el cambio de turno de los guardias, me cogió del brazo inesperadamente y mirándome a los ojos me advirtió:

- No pases. Lo más seguro es que al otro lado te estén esperando.

Sostuvo sin pestañear mi mirada desconcertada.

- Entonces ¿por qué me has traído aquí?

- Se lo prometí a nuestro amigo -respondió-. La palabra dada llega hasta este momento. Ahora mi deber es avisarte de que al otro lado es muy probable que te estén esperando.

- ¿Y tú, por qué lo sabes? -repliqué.

- Eso no importa ahora -dijo, desviando la mirada-. Hazme caso, no cruces el puente. Regresemos a mi casa. Allí estarás a salvo por un tiempo.

Intenté que volviése a mirarme a los ojos.

- Lo que pasa, camarada -sonreí-, es que tienes miedo. Tienes miedo a que
te delate si me cogen. Es eso. Tienes miedo.
 
Contestó sin mirarme, casi con desprecio.

- Puedes pensar lo que quieras. Yo te digo que no pases.

Sonreí de nuevo. Observé las casetas de los guardias donde en ese momento se estaba produciendo el cambio de turno. No lo dudé. Me lancé al río y nadé con todas mis fuerzas hasta la otra orilla.

Debía haberle hecho caso. Al otro lado, justo a dos pasos del pequeño embarcadero donde supuestamente él me había dejado unas horas antes un hatillo con ropa seca y mi propia arma, se avalanzó sobre mi una jauría de guardias.

En la celda del puesto fronterizo fueron ellos mismos quienes me confirmaron que estaban esperándome, tal como me había advertido mi camarada. Claro, nadie mejor que él podía saberlo

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