No lo
podía remediar. Cada vez que recibía una llamada o un
mensaje de alguna de sus nuevas amigas se sentía como un
caballo desbocado.
A
punto de cumplir los cincuenta, seguía enamorándose de
cualquier mujer que le resultase atractiva, igual que a los
diecisiete. No sólo se enamoraba perdidamente de cada una, era
capaz de llevar esa pasión hasta las últimas
consecuencias, incluída la infidelidad. Algo inevitable si
tenemos en cuenta que encadenaba sus enamoramientos unos con otros,
como racimos de cerezas y sólo daba por concluídos
aquellos cuando era su amiga quien decidía cortar la relación.
Aún en esos casos procedía como un auténtico
amante abandonado: lo embargaba una profunda tristeza, que luego se
transformaba en desesperación y finalmente en una tenue
melancolía. Como es lógico suponer, mientras atravesaba
por todos estos procesos de ruptura, su actividad amatoria seguía
siendo frenética, sin que ello le causara más trastorno
que el de poder encajar sus, cada vez más promiscuas
relaciones, en el limitado tiempo libre del que podía disponer
a diario.
También
tenía sus días negros, casillas recién pisadas
en el calendario de la vida que de pronto amanecían cubiertas
de oscuros nubarrones. En esos días más que un caballo
desbocado se sentía como un títere al que manejaban a su
capricho los hilos de un extraño regidor. Entonces un sombrío
pensamiento se le posaba en medio de su habitual entusiasmo con la
severidad plomiza de un cuervo en un extenso prado verde. Se decía:
“Un día alguien o algo romperá esos hilos y caerás
al suelo como un pelele desmembrado”. Pero eran pocos esos días
y pasaban aprisa. Una vez despejados los nubarrones volvía a
recuperar el brío de siempre y procuraba ponerse al día
con el tesón de un verdadero atleta al que una repentina y
leve lesión hubiese retirado momentaneamente de sus
disciplinados entrenamientos.
Se
murió en uno de esos días y de la manera más
tonta. Descendía por las escaleras mecánicas de un
centro comercial después de haber comprado una exquisita
prenda de lencería para una de sus más recientes amigas
y súbitamente un fallo en el sistema eléctrico del
establecimiento provocó la brusca parada de las escaleras. Él
iba, como siempre, con la cabeza llena de pájaros que
revoloteaban de un lado a otro trayendo y llevando mensajes,
sugerencias, nuevas citas, y el impacto del parón le hizo caer
rodando por los escalones metálicos hasta llegar al suelo
donde se golpeó en la base del cráneo, falleciendo en
el acto.
En su
declaración a la policía, el guardia de seguridad que
acudió a socorrer al accidentado, afirmó que antes de
agacharse a tomarle el pulso para ver si aún vivía, ya
suponía que no, debido a la posición en la que había
quedado tendido el cuerpo: “como el de un pelele desmembrado”.
Junto
al cuerpo quedaban una bolsa de Women Secret y una tablet Samsung,
con una agenda electrónica llena de citas y contactos, a los
que, por primera vez en la que había sido su vida, iba a
desatender.
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