Le
habían dicho que X., era una ciudad gris, húmeda,
hostil. Un lugar para pasar dos o tres días. El sitio no daba
para más.
A la humedad ya había tenido ocasión de conocerla desde la primer noche que pasó al raso, o lo que viene a ser lo mismo en X.: atechado en unos viejos soportales en obras, sobre un lecho de cartones.
También la hostilidad lo había saludado desde las primeras horas de su estancia en la ciudad: hombres y mujeres de caminar rápido y mirada esquiva que le negaban la cara o lo apartaban directamente con un gesto de la mano que ni siquiera llegaba a materializarse como contacto físico.
En cuanto a la grisura, era el tono general con el que los días y las noches trazaban su paso por las calles de X. Sin embargo ese no era el único color que la ciudad le había mostrado: con la lluvia, el rocío y las heladas, el pavimento urbano se iluminaba de verdes o rojos de los semáforos, del oro viejo de las farolas y las luces de los coches, de azules, rosas, morados en el reflejo de los letreros luminosos y el neón de los establecimientos comerciales.
Una de esas noches de lluvia, refugiado junto a otros como él bajo el alero de una parada de autobuses y compartiendo todos el vino amargo de envases tetrabrik por un euro de los supermercados, oyó decir a un tipo algo acerca de la grisura, que le impresionó:
- Mi vida es gris, pero mi muerte no lo será...
Desde aquella noche convirtió aquella frase en su divisa existencial. Cuando apretaba el frío y la humedad en su lecho de cartones o cuando recibía alguna mala contestación de los hostiles paseantes de X., apretaba los dientes, cerraba los puños y se decía: “Mi vida es gris, pero mi muerte no lo será...”.
Lo repitió muchas veces a lo largo de los dos inviernos que sobrevivió a la humedad y a la hostilidad en aquel lugar donde le habían recomendado no quedarse más de dos o tres días.
Lo dijo aquella madrugada oscura, en medio de una reyerta, al caer con el cuello rebanado sobre las baldosas grises y encharcadas de lluvia de una de las plazas más céntricas de la ciudad:
- Mi vida será gris, pero mi muerte no...
Y el gris encharcado de las baldosas se tiñó de un rojo vivo de sangre, sobre el que comenzaron a proyectarse otros rojos: el de los semáforos, con sus verdes, el oro viejo de las farolas y las luces de los coches; los azules, rosas, morados en el reflejo de los letreros luminosos y el neón de los establecimientos comerciales.
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