Ella
se había enamorado perdidamente de él mientras se
visionaba en Comisaría, por tercera vez, la grabación
del atraco a la gasolinera de F***. El Inspector Jefe quería
estar seguro de que cualquiera de sus agentes pudiese reconocer
aquella cara como si fuese la de su padre o su madre. No era un
rostro fácil de olvidar. Ella pensó que realmente no
se trataba de una cara vulgar y el detalle del antifaz, más
que cómico, le había parecido romántico.
No
tardaron en dar con el atracador. Lo pillaron literalmente con las
manos en la masa, tras rodear con un espectacular dispositivo la
panadería en cuyo horno trabajaba. Tenía una doble
vida, dijeron los periódicos al día siguiente,
reproduciendo la nota oficial: en los últimos meses había
asaltado dieciocho gasolineras de toda la comunidad
castellano-leonesa, mientras llevaba una existencia normal en un
céntrico barrio de Zamora como obrador de una conocida tahona
de la ciudad. Los papeles también reprodujeron el mote con el
que lo había bautizado personalmente el Inspector Jefe: “El
ladrón del antifaz”.
Ella
participó en el operativo que condujo a la detención
del asaltante de gasolineras. A pesar de la tensión con la que
todos vivieron ese momento, mientras sus compañeros esposaban
al detenido, se había retirado hacia los anaqueles de madera
de pino donde reposaban las hogazas de pan trigo recién
salidas del horno y aquel aroma a leña seca y a masa de harina
fermentada, la había devuelto al calor de la infancia en una
casa donde todas las mañanas la despertaba ese mismo olor a
mundo bien hecho.
Cuando
lo trasladaban a Comisaría ella se ofreció como
voluntaria para custodiarle en el furgón policial junto a otro
compañero. En un momento del trayecto sus miradas se habían
cruzado y él aprovechó esa leve complicidad para
quejarse de que le hacían daño las esposas. Ella cruzó
una mueca burlona con su compañero y accedió a la
petición del detenido:
- Te
las aflojamos, para que luego no digas que te tratamos mal...
Se
encontró con él por última vez cuando lo sacaban
de los calabozos para conducirlo al Juzgado. En el pasillo que daba a
la zona de celdas, sus miradas se volvieron a cruzar durantes unos
segundos.
Luego
lo había visto por televisión y en las fotos que
reprodujo la prensa. Durante un tiempo le escribió a la cárcel cartas
firmadas con un nombre falso y remitidas desde un apartado de
correos, a las que él nunca contestó. Finalmente dejó
de escribirle.
En su
último destino en X., algunas tardes de lluvía y viento
frío se acordaba de él, de aquellos ojos profundos y
claros que en sus atracos él enmarcaba en un antifaz. Los
jueves, después del servicio, acudía a una tienda de
productos artesanales del centro, donde ese día llegaban
tiernas y olorosas, delicadas hogazas de pan trigo de Zamora.
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