Pasa
la juventud veloz todas las noches de los viernes y los sábados
en su coche prestado, como si tuviera aún más prisa por
vivir de la que le imprime la propia naturaleza. Supongo que hace
tres décadas yo mismo debía salir así algunas
noches, como estos que pasan ahora delante de uno pisando el
acelerador, más que con ganas de comerse el mundo, parece que
de atropellarlo. Aunque en aquellos tiempos, los famosos ochenta, en
mi pueblo teníen coche sólo los jóvenes que ya
trabajaban y algún hijo de papá, que no solía
parar por los mismos bares que nosotros. Ello no impedía que
sintiésemos la misma atracción por el vértigo de
la velocidad y del riesgo en todos los órdenes de la vida
corriente: de las lecturas al sexo, pasando por el consumo de la más
variopinta suerte de drogas legales e ilegales.
Sin
pretender volver a ser jóvenes ni aparentarlo algunos
proseguimos nuestra afición por la noche y sus veloces
peligros hasta bien entrados en la cuarentena, y aún hoy no
desdeñamos el gusto por dejar que nos amanezca o nos llegue la
hora del Angelus entre copas y conversaciones más o menos
gratas. No fue el caso de todos los que sobrevivimos a la, a menudo
exagerada, vorágine de los ochenta.
De vez
en cuando me cruzo en conciertos de verano o de los escasos locales
donde aún se permite programar música en directo a uno
de esos raros supervivientes que se quedó varado en una
especie de remolino o bucle del tiempo y mantiene la misma actitud
vital y estética de sus veinte años. Lo recuerdo
perfectamente de los primeros tiempos del Café Trisquel, en la
calle Pedro Duro, era uno más de una pandilla de rockers o
rockabillys -como se les llamaba entonces- en la que no solía
destacar como el que llevase la voz cantante del grupo o el que más
éxito tenía con las chicas: esa palma se la llevaban
dos tipos altos con un parecido, seguramente nada involuntario, con
el cantante Loquillo. Éste que digo, aparentaba una cierta
timidez, no exenta de pusilanimidad, y en lo único que llamaba
la atención era en su capacidad para emborracharse el primero
y en ese estado, cada vez más notorio, también acababa
siendo el último en desertar de la fiesta, con frecuencia
ayudado por el personal del bar de turno donde hubiese llegado su
hora. En los conciertos se le veía más seguro de sí
mismo que sentado en la tertulia de los rockabillys: allí, con
una cerveza tras otra en la mano, acompañaba a los músicos
contoneándose sobre los tacones de sus botas camperas o
meneando el tupé al ritmo de las canciones y de su particular
borrachera.
De
aquella pandilla del antiguo Trisquel no he vuelto a ver a ninguno de
los que la integraban habitualmente. Lo más seguro es que la
mayoría de ellos se haya recortado las patillas y la alopecia
haya echo lo propio con sus tupés engominados. Hoy serán
felices o infelices padres de familia que de vez en cuando escuchan
por Internet los temas de sus ídolos de juventud y pasarán
inadvertidos por la calle bajo sus actuales apariencias
convencionales. El único que sigue en sus trece es aquel chico
tímido y pusilánime, con poco éxito en materia
de ligues y demasiado en el de beber más que sus compañeros
de correrías. Ya no es ningún chico, las arrugas y las
canas, la expresión que se le ha ido dibujando en el rostro,
de una marcada amargura, delatan claramente su edad real. Tampoco su
manera de vestir -literalmente la misma de hace más de tres
décadas- contribuye a rejuvenecer el look del hombre: una
sobada cazadora de cuero con las cremalleras descarriladas y
consumidas por la herrumbre; una camiseta negra con la bandera
sudista que de tanto lavar o tal vez de lo contrario se diluye en
unos espectrales tonos grises, casi en blanco y negro; los levis
ajustados, que una vez fueron azul marino y que han ido adaptándose
a la arquitectura de sus frágiles huesos, hasta el extremo de
parecer pegados a ellos, como sucede con las mortajas de los cuerpos
momificados; y el cadáver de sus eternas camperas de Valverde
del Camino, que en el último concierto en el que lo vi -como
siempre, igual que hace más de treinta años, en primera
fila, dándolo todo agarrado a una botella de cerveza- pedían
a gritos un zapatero remendón que solucionase el desgaste de
los tacones y el hocico abierto de las punteras, por las que asomaba
el calcetín y algún indiscreto dedo.
Siempre
que me lo encuentro dan ganas de preguntarse cómo habrá
logrado sobrevivir todos estos años solo y aferrado a la
determinación de seguir siendo como ya no puede ser, mientras
a su alrededor todo cambiaba, su grupo se dispersaba, abandonándolo
en su rincón, todo iba poco a poco abandonándolo a su
suerte. Ni siquiera supe nunca cómo se ganaba la vida entonces
ni ahora. Alguna vez lo vi dejando publicidad por los buzones y en
otra ocasión ayudando a un repartidor de refrescos a descargar
la mercancía por los bares.
Nunca
volví a coincidir con él por ningún bar, no sé
si porque frecuenta otros garitos distintos a los de uno o en los que
podría recalar porque ponen música de esa que a los de
su tribu les gusta no para. Sólo lo he vuelto a ver en
conciertos. Durante la Semana Negra, frente al escenario central o
ante los de los pocos bares que siguen programando música en
vivo, intentando seguir con sus dedos en una invisible guitarra
eléctrica los endemoniados acordes de Rafa Kas o el swing de
Javi Savoy y sus Paramétricos. Las actuaciones gratuítas
del verano en la Plaza Mayor, incluso las fiestas “de prau” menos
alejadas de la villa, suelen ser los lugares donde he asistido a sus
últimas apariciones en público.
Hace
unos pocos años lo descubrí una noche en medio de la
marabunta de gente que llenaba el bar La Plaza de Cimavilla. Me
extrañó verle allí, en aquel ambiente tan
alejado de lo que él parecía empeñado en seguir
representando y mezclado o estrujado entre chicos y chicas, veinte o
treinta años más jóvenes que él. Entonces
vislumbré en el centro de la barra a un tipo trajeado que
sacaba a todos los que le rodeaban unos cuantos palmos de altura.
Estaba charlando con el músico Nacho Vegas y con el antiguo
director del Festival de Cine de Xixón, José Luis
Cienfuegos. A pesar de su estatura y de aquel traje de Armani tan
fuera de lugar, en un principio me costó reconocer en aquel
tipo cincuentón con trazas de agente comercial o de hampón
hortera, al rockero que conquistó todas las listas de éxito
en la movida de los ochenta. Nacho Vegas parecía escucharle
sin demasiado entusiasmo y bebía de poco a poco en su vasito
de whisky solo. Cienfuegos, con su entusiasmo habitual, debía
de estar ilustrándole acerca de sabe Dios qué
maravillas que la decaída estrella de rock simulaba compartir
con ceñuda atención. En eso sentí que me
empujaban por detrás, alguien estaba intentando abrirse paso
hacia el lugar que ocupaba el famoso ídolo de la movida. Hubo
un asomo de motín entre los que nos veíamos así
tan bruscamente comprimidos contra el resto de la clientela. Yo lo
dejé al reconocer en el autor de aquel atribulado avance entre
las masas hacia el hampón hortera al superviviente de los
rockabillys del Trisquel. Logró extender una mano hasta la
espalda de su ídolo y en el instante en que éste se
giró como si le acabase de picar una culebra, le sonrío
como si se encontrase con un viejo amigo:
- ¿Tú
eres El Loco? ¡Porque tú eres El Loco! ¡Choca esos
cinco! ¡Siempre te he seguido!
El
interpelado lo miró de arriba abajo con una actitud más
agresiva que distante.
- Sí, claro, yo soy El Loco.
Volvió
a repasarle de arriba abajo, estirando el cuello y la papada en un
rictus que seguía el mismo lenguaje gestual de agresividad
latente.
- ¿Y tú quién eres? -No se lo preguntó, se lo escupió-. ¿Tú quién coño eres?
Cienfuegos
hizo ademán de intervenir, pero el del traje de Armani lo
disuadió con una sonrisa socarrona, mientras Nacho Vegas
arrimaba su vaso de whisky a los labios, mirando hacia otra parte.
El
desvencijado rócker de la pandilla del Trisquel, bajó
la cabeza, como dicen que es costumbre entre los lobos viejos ante
los indiscutibles líderes de la manada ofrecer su cuello
humillado para que se lo destrocen de una dentellada, y con un
hilillo de voz, sin alzar la vista, aceptó tragarse la hiel de
la derrota:
- Yo
soy un don nadie...
Salgo
a pasear los perros por el Muro de San Llorenzo en esas noches de los
viernes y los sábados en los que pasa a toda velocidad la
juventud en su coche prestado intentando comerse el mundo o
atropellar lo que se le ponga por delante y a veces pienso en ese
pobre fantasma de la cazadora de cuero sobada y las botas camperas de
Valverde del Camino que hacen aguas enseñando dedos indecentes
de ahujereados calcetines, se parece bastante a la sombra que algunos
días confusos de nubes negras y remordimientos aún más
negros nos consumen recordándonos un tiempo en el que, sin
duda, pudimos ser mejores, más inteligentes o afectivos, menos
torpes y que, así pasen los años, sigue sin olvidar las
cuentas debidas. Esos días extraños en los que
agachamos el hocico, como los viejos lobos que ya poco esperan de la
ley del monte, y ofrecemos el cuello a las dentelladas del tiempo que
pasó. No ya don nadies frente al enemigo irrebatible:
simplemente nadies, sin un don que nos pueda adecentar, salvar de la
dentellada.
Es de las historias más desoladoras que has contado (y hay competencia en eso). Un abrazo.
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