sábado, 23 de fevereiro de 2013

la flor del remordimiento

El remordimiento es una flor que crece de noche. Lo dice un bolero que alguna vez escuché en la voz recia y delicada del gran cantante mejicano José Alfredo Jiménez. Uno piensa en aquellas noches de a comienzos de los ochenta en la Cuenca del Nalón -los años de la movida, las primeras drogas ilegales y la militancia política en una organización de extrema izquierda- y, ahora, que también es de noche, le parece escuchar el lento y escondido despliegue de los pétalos de esa flor del alma.

De aquellos años parece que son demasiados los amigos y cómplices que hoy son vagas sombras de fantasmas. Uno siente remordimientos por todas las veces en que no cumplió con las expectativas de amistad que algunos de ellos habían depositado en mi. También por todos los que he olvidado y ni siquiera soy capaz de ponerles rostro o voz o de trazar un recuerdo que los devuelva por un momento a la vida.

Ciertos fantasmas siguen demasiado presentes y duele recordarlos. La sombra de E., por ejemplo, compañero de tantas noches y tantos días. En otras circunstancias -cabe decir a estas alturas, en otra posible vida- tal vez habría llegado a ser un excelente actor, su verdadera vocación, o lograrse como el fotógrafo irreverente y dotado de una profunda mirada personal que probó a ser; podría haber sido un buen profesor de enseñanzas medias o un minucioso investigador. Cualquier cosa que se hubiese propuesto. Al final decidió renunciar a todo, incluso al magnífico sentido del humor que le ayudaba a lidiar con los toros más bravos de la realidad cotidiana. Se enganchó a la heroína a los trenta y ún años. Poco después de haber probado suerte como profesor interino en un instituto y luego como reportero gráfico de prensa, buscó el único empleo compatible con su adicción: el de pequeño traficante. Su carrera como yonqui y camello no pudo ser más corta ni más terrible: no tenía madera para sobrevivir en el margen oscuro de la vida como la de aquellos que se han criado en la ley de la calle; amigos comunes me contaron tiempo después de todo esto que los otros yonquis le robaban, le amenazaban, le pegaban palizas. Pronto un nuevo enemigo, una enfermedad de las que no perdonan, vino a sumarse a los que le rodeaban por todas partes, cargado con la cruz de su mercancía. Por lo visto llegó un momento en el que sólo salía de casa por la noche. En la fase terminal de su enfermedad una amiga lo recuerda en el hospital pidiendo a gritos morir y blasfemando por lo mucho que duraba la agonía. Estuve en su funeral. Fue todo muy triste. Lo llevaban en un ataúd que parecía de chapacumen más que de madera, con una tétrica cruz como adherida a la tapa con pegamento. Una mujer que los dos quisimos y a la que él maldecía en los últimos tiempos, lloraba desconsolada mientras sacaban el féretro de la iglesia para meterlo en la funeraria.

Como todos los que fuimos sus amigos la flor del remordimiento despliega su olor amargo una noche sí y otra también por no haber estado cerca de él cuando inició su última huída de la vida. Ahora ya no tiene remedio y por eso duele ver como crece todas las noches la flor del bolero de José Emilio Jiménez.

De otros fantasmas no guarda uno memoria tan dolorosa, por muertos que estén. Pienso en V., que se murió tranquilamente en la cama mientras dormía y al que recuerdo siempre en situaciones divertidas. A veces bromeaba asegurándonos que no tenía pensado llegar a viejo, porque la ancianidad era una lata y un tiempo en el que las únicas fiestas previsibles eran los funerales de los demás. En ocasiones me consuelo interpretando la muerte repentina de V. como su última broma. Él era bien capaz de eso y de más. Fue siempre un buen amigo, leal, discreto y por encima de todas las cosas, nada pesado. Aún hoy le agradezco en el alma que al irse no me haya dejado en herencia ningún remordimiento.

No puedo decir lo mismo de M. De hecho no sé siquiera si sigue vivo o muerto. A mi me gustaría que siguiera en este mundo y volver a encontrármelo para pedirle disculpas por la faena imperdonable que le hice. Seguramente él no albergue el mismo deseo por volver a verme y menos para que me disculpe y rubriquemos con un abrazo el imposible borrón y cuenta nueva. Hace ya casi treinta años él me confió algo que era lo que más apreciaba, los originales de los poemas que había ido trazando desde hacía años y de los que no tenía otra copia, para que yo se los entregase a un editor. Y yo los perdí. Los dejé olvidados en la bandeja para equipajes del tren Llaviana-Xixón una mañana de doblete y aunque me desviví por lograr localizarlos en las oficinas de la compañía ferroviaria, yendo día tras día a ver si habían encontrado aquella carpeta llena de folios y versos que sólo en esos folios existían, se perdieron para siempre. Nunca tuve valor para volver a mirar a la cara a mi amigo ni para darle explicaciones acerca de lo sucedido. Pasaron los años. Sigo sin saber cómo podría reparar el mal causado a alguien que confió en mí y al que, de la manera más tonta, fallé, le hice una de las mayores putadas de su vida. Ese perfume agrio de la flor del remordimiento se expande cada noche en los jardines de uno envenenándolo de vergüenza.

Y los otros remordimientos, su oscuro aliento emerge algunas noches en las que uno no las tiene todas consigo. Ahora muchos de ellos se han cubierto de la pátina de las viejas cosas soñadas y recuperadas en la consciencia particular como fetiches de una cierta poética. Aquella muchacha de ojos verdes, piel tan blanca y melena de azabache, que cantaba canciones de Víctor Jara y a la que acompañaba al salir del Insituto nocturno en autobús hasta el lugar donde salía la última línea, sólo por el placer de estar junto a ella; la mujer que lloraba en el entierro de E. y a la que nunca más volví a ver; aquella otra que me fue a despedir al aeropuerto en aquel primer viaje a Nueva York y que me animaba, ante mis dudas sobre la aventura de unos pocos días, con su voz ronca y fantasiosa a “conquistar América”, y que, al regreso de esos pocos días, ya había encontrado nueva pareja. La flor del remordimiento que fue una noche larga con su día entre Xixón y Llanes con alguien que me telefoneó unas semanas después para ver si yo la podía ayudar en lo que no estaba en mi mano ni tenía la más remota idea de cómo resolver y que acabó para siempre cuando le dije que lo sentía mucho, le deseé buena suerte y colgué el teléfono.

Hay noches en las que uno se siente con más ganas de irse a dormir que a salir de casa para ver cómo despliega sus pétalos oscuros la flor del remordimiento. Son noches como esta, en la que el sueño llega pronto a acariciar los párpados para que se vayan cerrando y uno se duerma con la sensación de estar desnudo de pesares, desprendido de todo lo que vivió y que ahora ya no pesa, ni se recuerda apenas. Se siente uno tan cansado y sin posibilidad ninguna, a estas horas de la vida, de enmendar nada, que se mete en la cama, se arropa entre las sábanas y las mantas, se abraza al cuerpo dormido de la compañera y deja que afuera, en los jardines del tiempo y de la mala memoria, de la noche traicionera, sigan desplegando sus pétalos fríos todas las flores del remordimiento. Y ese perfume agrio, ahora, a él ya no le llega.



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