El
remordimiento es una flor que crece de noche. Lo dice un bolero que
alguna vez escuché en la voz recia y delicada del gran
cantante mejicano José Alfredo Jiménez. Uno piensa en
aquellas noches de a comienzos de los ochenta en la Cuenca del Nalón
-los años de la movida, las primeras drogas ilegales y la
militancia política en una organización de extrema
izquierda- y, ahora, que también es de noche, le parece
escuchar el lento y escondido despliegue de los pétalos de esa
flor del alma.
De
aquellos años parece que son demasiados los amigos y cómplices
que hoy son vagas sombras de fantasmas. Uno siente remordimientos por
todas las veces en que no cumplió con las expectativas de
amistad que algunos de ellos habían depositado en mi.
También por todos los que he olvidado y ni siquiera soy capaz
de ponerles rostro o voz o de trazar un recuerdo que los devuelva por
un momento a la vida.
Ciertos
fantasmas siguen demasiado presentes y duele recordarlos. La sombra
de E., por ejemplo, compañero de tantas noches y tantos días.
En otras circunstancias -cabe decir a estas alturas, en otra posible
vida- tal vez habría llegado a ser un excelente actor, su
verdadera vocación, o lograrse como el fotógrafo
irreverente y dotado de una profunda mirada personal que probó
a ser; podría haber sido un buen profesor de enseñanzas
medias o un minucioso investigador. Cualquier cosa que se hubiese
propuesto. Al final decidió renunciar a todo, incluso al
magnífico sentido del humor que le ayudaba a lidiar con los
toros más bravos de la realidad cotidiana. Se enganchó
a la heroína a los trenta y ún años. Poco
después de haber probado suerte como profesor interino en un
instituto y luego como reportero gráfico de prensa, buscó
el único empleo compatible con su adicción: el de
pequeño traficante. Su carrera como yonqui y camello no pudo
ser más corta ni más terrible: no tenía madera
para sobrevivir en el margen oscuro de la vida como la de aquellos
que se han criado en la ley de la calle; amigos comunes me contaron
tiempo después de todo esto que los otros yonquis le robaban,
le amenazaban, le pegaban palizas. Pronto un nuevo enemigo, una
enfermedad de las que no perdonan, vino a sumarse a los que le
rodeaban por todas partes, cargado con la cruz de su mercancía.
Por lo visto llegó un momento en el que sólo salía
de casa por la noche. En la fase terminal de su enfermedad una amiga
lo recuerda en el hospital pidiendo a gritos morir y blasfemando por
lo mucho que duraba la agonía. Estuve en su funeral. Fue todo
muy triste. Lo llevaban en un ataúd que parecía de
chapacumen más que de madera, con una tétrica cruz como
adherida a la tapa con pegamento. Una mujer que los dos quisimos y a
la que él maldecía en los últimos tiempos,
lloraba desconsolada mientras sacaban el féretro de la iglesia
para meterlo en la funeraria.
Como
todos los que fuimos sus amigos la flor del remordimiento despliega
su olor amargo una noche sí y otra también por no haber
estado cerca de él cuando inició su última huída
de la vida. Ahora ya no tiene remedio y por eso duele ver como crece
todas las noches la flor del bolero de José Emilio Jiménez.
De
otros fantasmas no guarda uno memoria tan dolorosa, por muertos que
estén. Pienso en V., que se murió tranquilamente en la
cama mientras dormía y al que recuerdo siempre en situaciones
divertidas. A veces bromeaba asegurándonos que no tenía
pensado llegar a viejo, porque la ancianidad era una lata y un tiempo
en el que las únicas fiestas previsibles eran los funerales de
los demás. En ocasiones me consuelo interpretando la muerte
repentina de V. como su última broma. Él era bien capaz
de eso y de más. Fue siempre un buen amigo, leal, discreto y
por encima de todas las cosas, nada pesado. Aún hoy le
agradezco en el alma que al irse no me haya dejado en herencia ningún
remordimiento.
No
puedo decir lo mismo de M. De hecho no sé siquiera si sigue
vivo o muerto. A mi me gustaría que siguiera en este mundo y
volver a encontrármelo para pedirle disculpas por la faena
imperdonable que le hice. Seguramente él no albergue el mismo
deseo por volver a verme y menos para que me disculpe y rubriquemos
con un abrazo el imposible borrón y cuenta nueva. Hace ya casi
treinta años él me confió algo que era lo que
más apreciaba, los originales de los poemas que había
ido trazando desde hacía años y de los que no tenía
otra copia, para que yo se los entregase a un editor. Y yo los perdí.
Los dejé olvidados en la bandeja para equipajes del tren
Llaviana-Xixón una mañana de doblete y aunque me
desviví por lograr localizarlos en las oficinas de la compañía
ferroviaria, yendo día tras día a ver si habían
encontrado aquella carpeta llena de folios y versos que sólo
en esos folios existían, se perdieron para siempre. Nunca tuve
valor para volver a mirar a la cara a mi amigo ni para darle
explicaciones acerca de lo sucedido. Pasaron los años. Sigo
sin saber cómo podría reparar el mal causado a alguien
que confió en mí y al que, de la manera más
tonta, fallé, le hice una de las mayores putadas de su vida.
Ese perfume agrio de la flor del remordimiento se expande cada noche
en los jardines de uno envenenándolo de vergüenza.
Y los
otros remordimientos, su oscuro aliento emerge algunas noches en las
que uno no las tiene todas consigo. Ahora muchos de ellos se han
cubierto de la pátina de las viejas cosas soñadas y
recuperadas en la consciencia particular como fetiches de una cierta
poética. Aquella muchacha de ojos verdes, piel tan blanca y
melena de azabache, que cantaba canciones de Víctor Jara y a
la que acompañaba al salir del Insituto nocturno en autobús
hasta el lugar donde salía la última línea, sólo
por el placer de estar junto a ella; la mujer que lloraba en el
entierro de E. y a la que nunca más volví a ver;
aquella otra que me fue a despedir al aeropuerto en aquel primer
viaje a Nueva York y que me animaba, ante mis dudas sobre la aventura
de unos pocos días, con su voz ronca y fantasiosa a
“conquistar América”, y que, al regreso de esos pocos
días, ya había encontrado nueva pareja. La flor del
remordimiento que fue una noche larga con su día entre Xixón
y Llanes con alguien que me telefoneó unas semanas después
para ver si yo la podía ayudar en lo que no estaba en mi mano
ni tenía la más remota idea de cómo resolver y
que acabó para siempre cuando le dije que lo sentía
mucho, le deseé buena suerte y colgué el teléfono.
Hay
noches en las que uno se siente con más ganas de irse a dormir
que a salir de casa para ver cómo despliega sus pétalos
oscuros la flor del remordimiento. Son noches como esta, en la que el
sueño llega pronto a acariciar los párpados para que se
vayan cerrando y uno se duerma con la sensación de estar
desnudo de pesares, desprendido de todo lo que vivió y que
ahora ya no pesa, ni se recuerda apenas. Se siente uno tan cansado y
sin posibilidad ninguna, a estas horas de la vida, de enmendar nada,
que se mete en la cama, se arropa entre las sábanas y las
mantas, se abraza al cuerpo dormido de la compañera y deja que
afuera, en los jardines del tiempo y de la mala memoria, de la noche
traicionera, sigan desplegando sus pétalos fríos todas
las flores del remordimiento. Y ese perfume agrio, ahora, a él
ya no le llega.
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