Los
temporales del invierno convierten el Playón de Bayas en un
inusitado Rastro. Basta darse un paseo a lo largo de este arenal de
más de cuatro kilómetros de largo una mañana de
tregua entre galerna y galerna para sorprenderse de la heteróclita
capacidad de rapiña del mar: a los troncos, palos, cañas
de bambú, ramas, árboles enteros arrancados de raíz,
habituales en cualquier playa del litoral atlántico, hay que
sumar aquí: botas de pescador, playeros, zapatillas de felpa,
zapatos de tacón, calcetines, restos de chubasqueros, muñecos
desmembrados, pelotas deshinchadas, castañas, avellanas,
manzanas, mandarinas y limones de las Mariñas, bolígrafos
ahogados, latas de conserva, botellas sin mensaje y botellines y
botellones de plástico, redes, anzuelos, bollas, amarras,
neumáticos, calderos, palanganas, vacinillas, tapas de
retrete, llaves oxidadas, tenedores, cuchillos, cucharas, tazas y
tazones, un cuerno, la piel de un carnero, el cascabel de un gato,
más botas de pescador, zapatos, playeros, sandalias del
verano, molduras de gafas, cojines despanzurriados, dos alfombras,
un reloj barato no sumergible, varios cedés, un manillar de
bicicleta, un pedal, una tabla calafateada con un mordisco en el
nombre de barco: “La Virgen Blan...”, más botellas,
botellines, botellones, un caballo de juguete sin cabeza, un Niño
Jesús de bazar chino, una vela de Difuntos...
En
Bayas la sorpresa no es nunca lo inesperado. Cada vez que vuelvo sé
que me voy a encontrar con algo que no veo todos los días
cuando paseo por la Playa de San Lorenzo o por las calles de Xixón.
La última vez vimos a un jinete entrenándose con un
caballo de carreras a lo largo del Sablón. Otra vez a un
huraño hombrecillo que estaba construyendo una cabaña
con tablas y troncos dejados por la marea en una cueva de la zona que
en verano frecuentan los nudista. El año pasado nos topamos
con un jabalí hozando entre restos de pescado que al
percatarse de nuestra presencia, primero hizo ademán de
enfrentarse con nosotros y luego se lo pensó mejor y huyó
por entre las dunas hacia el monte a una velocidad endiablada.
Los
espectáculos habituales, además del que ofrecen los
surfistas con valor para afrontar las formidables olas del Playón,
son los aviones que despegan, casi al alcance de la mano, desde el
cercano Aeropuerto de Santiago del Monte, y los individuos varones,
de toda laya, edad y condición, que frecuentan las dunas de
Bayas para practicar eso que en inglés universal los
solitarios amigos de aventuras eróticas esporádicas
conocen por “cruising” y por lo que uno ha podido comprobar, como
involuntario espectador, con cierta propensión al
exhibicionismo. Otros espectáculos de la naturaleza que se
pueden contemplar en este lugar único de la costa asturiana
son las competiciones entre bandadas de cuervos y gaviotas por los
depojos de proteínas que la marea depositó en la playa:
una especie de ajedrez salvaje, en el que negras y blancas, en lugar
de combatir con las armas de la inteligencia, lo hacen con la fuerza
bruta, a ver quién ahuyenta a quién a base de bravatas
o picotazos si aquellas no son suficientes.
A
veces es posible ver a un “ferre” (el aguilucho del país)
elevándose sobre las dunas con una culebra en el pico, como en
el emblema de la República de México. O a los
cormoranes que se lanzan, con el mismo ímpetu que los
surfistas, bajo las olas para emerger victoriosos veinte metros mar
adelante.
Por el
horizonte de Bayas pasan barcos camino de los cercanos puertos de
Avilés y de El Musel de Xixón o que siguen su ruta más
allá, rumbo a las costas de Galicia o del Golfo de Vizcaya,
tal vez para cruzar el Atlántico hacia el oeste de América,
hacia África, al sur, o hacia las riberas del norte de Europa.
Uno mira ese horizonte que va desde el cabo Vidiu de Cuideiru hasta
el islote de la Deva, donde concluye el Playón, sigue con la
vista el avance de esos buques lejanos y como alguien de otros siglos
percibe que la tierra es redonda y tan extensa como profundo es el
mar y el secreto que se esconde en el corazón de cualquier ser
humano, su capacidad para soñar y para decepcionarse de sus
propios sueños.
Paseo
una vez más entre el botín incomensurable que dejaron
los últimos temporales en el Sablón de Bayas y me
vienen cercanos (Cadavéu está a unas pocas millas costa
adelante) los versos del primer poeta que escribió en lengua
asturiana con ambición literaria, el Padre Galo. Casi se
cumple el siglo de esos versos trazados en uno de sus retornos al
Cadavéu natal: “Solu voi pula ribeira/pensatible ya
embrocáu/ comu quien achalgas busca/ del sou barcu
naugrafáu.//Nu menudu sable lhientu/ cai un choru amargador/
ya unas llárimas salgadas/ chora'l mar marmurador.//Probe,
probe del qu'al mundu/ s'esficiou no mar infiel/ ya'l consuelu busca
en baldre/ pal dolor que más-lly duel”: Voy solo por la
ribera/ pensativo y cabizbajo/ como quien tesoros busca/ de su barco
naufragado.// En la arena menuda y húmeda/ cae un llanto
amargo/ y unas lágrimas saladas/ llora el mar murmurando.//
Pobre, pobre a quien la vida/ se le hundió en el mar infiel/ y
el consuelo busca en vano/ para el dolor que más duele.
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