A
veces se sentía atrapada en aquel pueblo como en la trama de
una telaraña. Dos años atrás lo había
elegido, prácticamente al azar, jugando con su dedo sobre un
mapa de la costa. Entonces sólo quería romper con los
vestigios de una relación y estar sola durante algún
tiempo en un lugar lo bastante pequeño como para poder
construir su propio refugio de ritos y rutinas.
Luego,
cuando llegó allí por primera vez le gustó el
pueblo. Encontró una casa de dos plantas, con buhardilla y
galería, en el antiguo barrio marinero, por un alquiler más
que asequible, y no se lo pensó dos veces. Se trasladó
a su nueva vivienda en los días siguientes y se entretuvo unas
semanas más en realizar ciertos arreglos, pintar las
habitaciones y desembalar las cajas de cartón en las que había
logrado colocar, como en un puzzle chino, su biblioteca, es decir,
los restos del naufragio que pudo salvar en los últimos días
de convivencia forzosa con X.
Desde
la galería de madera y desde las ventanas del cuarto en el que
había instalado su dormitorio, podía verse una extensa
franja de mar abierta al otro lado de la bocana del puerto. Enfrente
se elevaba un promontorio de extensas praderas y terrenos destinados
al cultivo del maíz; sobre ellos, en el perfil del horizonte,
se alzaban las siluetas de un par de casas de labranza, cada una con
su hórreo y su vara de heno. Abajo, el centro del pueblo, con
su parquecillo de magnolios, rodeado de establecimientos comerciales
y hosteleros; los modestos edificios administrativos del Ayuntamiento
y la parada oficial de los tres únicos taxis de todo el
municipio.
Acerca
del emplazamiento de su nueva casa y de la perspectiva que se
dominaba desde la galería le escribió a una de sus
mejores amigas que estaba encantada de vivir a menos de trescientos
metros del centro del pueblo “en línea vertical”, una
localización que, añadía le parecía
“ideal: cerca de todo y sin las molestias de la proximidad
horizontal”. Con análogo sentido del humor concluía
afirmando que “era como vivir en la azotea de un rascacielos”.
En una
carta posterior, varios meses después de haberse asomado por
vez primera a la galería, le confesaba a su amiga las
dificultades para relacionarse con los vecinos del pueblo más
allá de las formalidades en el trato cotidiano. “La gente
aquí se muestra muy cercana y amable en el contacto diario,
todo el mundo se saluda y te saluda. Si te quedas de pronto sin
aceite o sin sal, pongo por caso, y no te apetece bajar al centro del
pueblo a comprarlo en una tienda, cualquier vecina te lo facilita y
hasta te invita a comer a su casa. Los individuos de género
masculino, independientemente de su estado civil: solteros, casados,
viudos, con pareja estable o esporádica... se muestran conmigo
muy respetuosos, casi diría que...un poco cohibidos...bueno,
mejor dicho: retraídos, timidos...La razón última
de este comportamiento general, me temo que más que debida a
una natural bonhomía de las gentes de este lugar, yo lo
atribuyo a que es un pueblo muy pequeño en el que todo el
mundo se conoce y todo lo que pasa se sabe en todo el pueblo en unos
pocos minutos. Por eso parecen todos cumplir con el papel que se
espera de ellos para que nada perturbe el orden de la comunidad.”.
A continuación le expresaba a su amiga el temor a que, una vez
aceptada como una más de aquella cerrada comunidad, algún
día considerasen “estos amables vecinos que una actitud mía
podía quebrar ese código moral del que parece depender
la estabilidad social del pueblo”.
Hacía
más de un año que no le escribía a la única
amiga con la que había seguido manteniendo contacto. En todo
ese tiempo se habían telefoneado en cuatro o cinco ocasiones y
siempre para sostener una conversación más bien
trivial, sin detenerse en intimidades de la vida de cada una. Apenas
unas palabras para comprobar ambas que el hilo de la proximidad no se
había roto del todo.
Penso
escribirle una nueva carta aquel mediodía luminoso de a
mediados de enero, tras dos semanas de galerna diaria. El sol
acariciaba su rostro y sus manos apoyadas en la galería como
una promesa de la primavera que en un par de meses volvería a
visitarla con una calidez similar, entre galerna y galerna. De pronto
reparó para una enorme telaraña que se extendía
en un rincón de la barandilla de madera y que tamizada por el
filtro del sol mostraba una panorámica parcial del pueblo,
algo borrosa tras la trama dorada. En el centro de la celada, la
brisa del mediodía zarandeaba las piezas de la despensa de la
araña. En aquellos bultitos ovillados por su cazadora con el
mismo esmero que la arquitectura sutil de su trampa, aún eran
visibles algunos rasgos de las insingnificantes vidas que los habían
habitado un día. Y pensó en cuántos otros, antes
que ella, no habrían sucumbido en la telaraña que
tejían paciente y obstinadamente todos y cada uno de los
vecinos del pueblo. Se vio a ella misma, con horror, atrapada o muy
próxima a serlo, en la trama de aquel lugar donde había
ido buscando un cobijo para sus propios ritos y rutinas, una vida
nueva en la que poder recomponerse de sus viejas heridas y volver a
ser fuerte. Buscando una nueva ruta por la que encaminar sus pasos
hacia días mejores.
Ahora,
después de haber visto en la telaraña de la galería
un espejo como esos de los cuentos de brujas y de hadas en los que es
posible divisar el curso del tiempo hacia el porvenir, había
comenzado a cambiar ciertos hábitos de la vida corriente. El
tedio y las costumbres repetidas eran el ritmo que marcaba cada
jornada del pueblo, un lugar que, sin embargo, se animaba cada fin de
semana con la llegada de multitud de forasteros, lo mismo que en
verano. Los bares del puerto y del parquecillo de los magnolios
sacaban sus terrazas, los coches de los turistas se arracimaban por
los escasos márgenes de la villa destinados a aparcamiento y
todo el lugar parecía recobrar una inusitada alegría de
feria.
La
mayor parte de los visitantes eran familias con niños o grupos
de parejas, aunque no era infrecuente la presencia de tipos
solitarios o pandillas más o menos desparejadas, a menudo de
motoristas.
En
esos días diferentes ella se había aficionado a bajar
al centro del pueblo y sentarse en cualquier terraza a tomar un café
o una cerveza, un vermut, una sidra y mostrarse recepctiva a
cualquier intento de entablar conversación con un desconocido.
En ocasiones se divertía hablando por hablar: aunque sus
acompañantes no resultasen especialmente amenos o ingeniosos,
le bastaba con esa pequeña escapada del laberinto rutinario.
En otras, la apremiaba la necesidad de poder elegir y se mostraba
algo más exigente: sólo prestaba atención a
aquel que la hiciese reir o pensar. Entonces era ella, a quien no le
importaba lo más mínimo que sus vecinos la viesen
sonrojarse con la mirada humedecida de deseo o desternillarse de risa
con un extraño. En esos momentos se sentía fuerte,
viva, poderosa. Si cerraba los ojos se veía a ella misma
arruinando con un contundente puntapié de sus zapatos de tacón
alto la telaraña de aúrea mediocridad en la que cada
día estaba a punto de caer en aquel maldito pueblo perdido del
mapa.
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