“El
deseo es como el fuego: incendia igual bajo la forma de una chispa
como de una llamarada”. Lo anoté hace unos meses en un
margen de mi cuaderno de trabajo, junto a otro apunte del mismo
tenor: “No hace falta ser un pirómano para disfrutar del
fuego, un leño ardiendo en una chimenea puede colmar nuestra
fascinación por ese ardor antiguo. Incluso la llama de un
mechero.”. Eran frases sin ninguna pretensión a no ser la de
recordar lo que uno estaba pensando en esos momentos. Las fui
garabateando en la libreta de bolsillo mientras esperaba a que aquel
tipo volviese de los servicios para seguir escuchando su historia.
Nos
habíamos conocido hacía apenas un par de horas en la
barra de un tugurio para noctámbulos al lado del hotel donde
ambos nos hospedábamos. Era más o menos del gremio de
uno: viajante, por asuntos comerciales; los míos, algo más
complejos de definir desde un punto de vista profesional, aunque a él
le había dicho, para simplificar las cosas, que me dedicaba a
la representación de bienes de equipo, dejando que él
se hiciese la idea que yo mismo no tenía muy clara del
producto que promocionaba.
A la
segunda copa me había empezado a contar una historia nada
corriente y, aunque propendía a embarullar su relato, como
suele ser corriente entre los profesionales del comercio itinerante,
de fastidiosas digresiones y vueltas a lo mismo, lo dejaba uno seguir
explayándose con ganas de saber más.
La
historia comenzaba en sus primeros años como agente comercial.
En una ciudad de paso, como aquella en la que estábamos, una
villa levítica y gris por la que también uno había
transitado alguna vez, entró una mañana en un estanco a
comprar un paquete de tabaco. Al frente del local se hallaba una
señora, aún joven y atractiva, de gestos delicados y
formas amables, a pesar de su semblante serio, adusto, impenetrable.
Le pidió la marca de cigarrillos que entonces fumaba, ella
depositó la cajetilla sobre el mostrador y cuando él
alargó las monedas para pagar, la estanquera, en lugar de
esperar a que las soltara sobre el mostrador, le acercó una
mano a la suya para recogerlas directamente y con ese gesto le rozó
suavemente en la palma, “con toda intención”, según
las palabras del viajante.
A la
mañana siguiente y pese a que no le cogía de camino se
dirigió nuevamente al estanco. Pidió su tabaco y a la
hora de pagar la señora volvió a repetir aquel roce de
su mano en la suya, nada casual, recalcaba mi compañero de
copas. En ese segundo encuentro, el joven agente comercial, al sentir
el contacto de la mano de la estanquera se había estremecido
en un goce que le había provocado casi una erección.
Su
agenda comercial lo llevó a seguir itinerario por otras
ciudades y hasta el próximo mes no volvió a aquella
ciudad de paso. Su primer deseo al regresar fue encaminarse hacia el
estanco. Había pasado un mes, pero estaba seguro de que la
señora lo reconocíó nada más abrir la
puerta del establecimiento. Su semblante seguía siendo
hermético y seco, apenas un saludo de rutina, casi sin mirarlo
y de nuevo, en el momento de extender las monedas, la mano de la
estanquera lo acariciaba al recogerlas. Esta vez fue él,
quien, “con toda intención”, no retiró la mano,
devolviéndole, con la mayor delicadeza de la que era capaz, la
caricia. La estanquera apartó la suya como si le acabaran de
clavar una aguja. “Buenos días”, le dijo, abruptamente,
dándole la espalda.
El
viajante volvió al mes siguiente, desviándose de la
ruta más corta de su itinerario, sólo para visitar de
nuevo aquel estanco. En esta ocasión, la señora lo
recibió con una enigmática sonrisa. Sólo eso. No
le miró a la cara mientras le despachaba el tabaco y al
cobrarle extendió ella su mano, esperando una caricia.
Desde
aquellos lejanos días de su juventud, mi compañero de
copas, había seguido acudiendo puntualmente a comprar su
tabaco en aquel estanco de la apartada ciudad de paso. Había
cambiado de empresa casi al mismo ritmo con el que iban pasando los
años y había pasado de vender seguros a vender
enciclopedias, representar productos de alimentación,
lencería, ferretería, calzados, artículos
deportivos, juguetería y hasta bienes de equipo. En todo ese
tiempo lo único que había permanecido constante e
irrenunciable eran sus visitas al estanco de aquella ciudad perdida.
Con
los años la señora había ganado algo en kilos,
sus caderas ya no eran las mismas que se amoldaban a un vestido
ajustado y en su rostro, delicado y adusto, algunas arrugas habían
ido esculpiendo el paso de la vida rutinaria tras el mostrador. El
viajante -que tampoco era ya aquel joven tímido y rebosante de
ardor-, en todo caso, seguía considerando a aquella mujer
irresistiblemente atractiva y la única que de veras había
conseguido amarrarle a un deseo de no abandonarla nunca, aunque se
había casado dos veces y había tenido multitud de
amantes. Sus encuentros seguía siendo igual de sutiles y
fugaces que en aquellos primeros tiempos, cuando se conocieron. Él
pedía su tabaco, ella le entregaba la cajetilla y en el
momento de pagar se acariciaban levemente las manos. No se decían
nada aparte de las frases protocolarias de cualquier cliente con la
expendedora: “Un paquete de tal marca”, “Tanto”, “Aquí
tiene”, “Gracias”, “Buenos días”...
Hacía
un año, mi confidente había dejado de fumar. No por
ello había abandonado sus visitas al estanco de la ciudad de
paso. Ahora compraba chicles, sellos, billetes de lotería.
Unos meses atrás había encontrado a la estanquera con
un aspecto que no se esperaba: el rostro hinchado, un gorro de lana
cubriéndole la cabeza y sin dejar asomar ni un leve mechón
de su cabello. No le preguntó nada, como era su costumbre,
pero supuso que aquellos signos externos delataban el avance de una
enfermedad, ciertamente grave. Pidió unos caramelos de sabor a
eucalipto y en el momento de pagar su mano y la de ella se
acariciaron suavemente, demorándose en el goce de rozarse como
si fueran sus propios cuerpos los que se acariciaban después
de haberse corrido juntos. Ni siquiera entonces se miraron a los
ojos.
Acabé
de garabatear mi último apunte: “No hace falta ser un
pirómano para disfrutar del fuego...”, cuando vi al viajante
volver de los servicios. Se acomodó a la barra. Bebió
de su copa. Lo acompañé echando un trago a la mía.
Sonreí, esperando que concluyese su historia.
El
viajante me miró, como si yo pudiese añadir algo a la
historia que me acababa de contar. Luego sacó un móvil
del bolsillo para ver la hora que era. Volvió a mirarme.
- Es
tarde ya...Y mañana, trabajamos -dijo, apurando el último
sorbo de su copa.
Yo
apuré la mía. Nos levantamos a la vez para irnos al
hotel, a dormir las pocas horas que nos quedaban.
- Es
tarde ya...-volvió a decirme a la puerta de mi cuarto, antes
de seguir por el pasillo el camino al suyo-. Siempre es tarde ya
para todo...y al final, casi ni importa...
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