segunda-feira, 7 de janeiro de 2013

suave como el deseo

El deseo es como el fuego: incendia igual bajo la forma de una chispa como de una llamarada”. Lo anoté hace unos meses en un margen de mi cuaderno de trabajo, junto a otro apunte del mismo tenor: “No hace falta ser un pirómano para disfrutar del fuego, un leño ardiendo en una chimenea puede colmar nuestra fascinación por ese ardor antiguo. Incluso la llama de un mechero.”. Eran frases sin ninguna pretensión a no ser la de recordar lo que uno estaba pensando en esos momentos. Las fui garabateando en la libreta de bolsillo mientras esperaba a que aquel tipo volviese de los servicios para seguir escuchando su historia.

Nos habíamos conocido hacía apenas un par de horas en la barra de un tugurio para noctámbulos al lado del hotel donde ambos nos hospedábamos. Era más o menos del gremio de uno: viajante, por asuntos comerciales; los míos, algo más complejos de definir desde un punto de vista profesional, aunque a él le había dicho, para simplificar las cosas, que me dedicaba a la representación de bienes de equipo, dejando que él se hiciese la idea que yo mismo no tenía muy clara del producto que promocionaba.

A la segunda copa me había empezado a contar una historia nada corriente y, aunque propendía a embarullar su relato, como suele ser corriente entre los profesionales del comercio itinerante, de fastidiosas digresiones y vueltas a lo mismo, lo dejaba uno seguir explayándose con ganas de saber más.

La historia comenzaba en sus primeros años como agente comercial. En una ciudad de paso, como aquella en la que estábamos, una villa levítica y gris por la que también uno había transitado alguna vez, entró una mañana en un estanco a comprar un paquete de tabaco. Al frente del local se hallaba una señora, aún joven y atractiva, de gestos delicados y formas amables, a pesar de su semblante serio, adusto, impenetrable. Le pidió la marca de cigarrillos que entonces fumaba, ella depositó la cajetilla sobre el mostrador y cuando él alargó las monedas para pagar, la estanquera, en lugar de esperar a que las soltara sobre el mostrador, le acercó una mano a la suya para recogerlas directamente y con ese gesto le rozó suavemente en la palma, “con toda intención”, según las palabras del viajante.

A la mañana siguiente y pese a que no le cogía de camino se dirigió nuevamente al estanco. Pidió su tabaco y a la hora de pagar la señora volvió a repetir aquel roce de su mano en la suya, nada casual, recalcaba mi compañero de copas. En ese segundo encuentro, el joven agente comercial, al sentir el contacto de la mano de la estanquera se había estremecido en un goce que le había provocado casi una erección.

Su agenda comercial lo llevó a seguir itinerario por otras ciudades y hasta el próximo mes no volvió a aquella ciudad de paso. Su primer deseo al regresar fue encaminarse hacia el estanco. Había pasado un mes, pero estaba seguro de que la señora lo reconocíó nada más abrir la puerta del establecimiento. Su semblante seguía siendo hermético y seco, apenas un saludo de rutina, casi sin mirarlo y de nuevo, en el momento de extender las monedas, la mano de la estanquera lo acariciaba al recogerlas. Esta vez fue él, quien, “con toda intención”, no retiró la mano, devolviéndole, con la mayor delicadeza de la que era capaz, la caricia. La estanquera apartó la suya como si le acabaran de clavar una aguja. “Buenos días”, le dijo, abruptamente, dándole la espalda.

El viajante volvió al mes siguiente, desviándose de la ruta más corta de su itinerario, sólo para visitar de nuevo aquel estanco. En esta ocasión, la señora lo recibió con una enigmática sonrisa. Sólo eso. No le miró a la cara mientras le despachaba el tabaco y al cobrarle extendió ella su mano, esperando una caricia.

Desde aquellos lejanos días de su juventud, mi compañero de copas, había seguido acudiendo puntualmente a comprar su tabaco en aquel estanco de la apartada ciudad de paso. Había cambiado de empresa casi al mismo ritmo con el que iban pasando los años y había pasado de vender seguros a vender enciclopedias, representar productos de alimentación, lencería, ferretería, calzados, artículos deportivos, juguetería y hasta bienes de equipo. En todo ese tiempo lo único que había permanecido constante e irrenunciable eran sus visitas al estanco de aquella ciudad perdida.

Con los años la señora había ganado algo en kilos, sus caderas ya no eran las mismas que se amoldaban a un vestido ajustado y en su rostro, delicado y adusto, algunas arrugas habían ido esculpiendo el paso de la vida rutinaria tras el mostrador. El viajante -que tampoco era ya aquel joven tímido y rebosante de ardor-, en todo caso, seguía considerando a aquella mujer irresistiblemente atractiva y la única que de veras había conseguido amarrarle a un deseo de no abandonarla nunca, aunque se había casado dos veces y había tenido multitud de amantes. Sus encuentros seguía siendo igual de sutiles y fugaces que en aquellos primeros tiempos, cuando se conocieron. Él pedía su tabaco, ella le entregaba la cajetilla y en el momento de pagar se acariciaban levemente las manos. No se decían nada aparte de las frases protocolarias de cualquier cliente con la expendedora: “Un paquete de tal marca”, “Tanto”, “Aquí tiene”, “Gracias”, “Buenos días”...

Hacía un año, mi confidente había dejado de fumar. No por ello había abandonado sus visitas al estanco de la ciudad de paso. Ahora compraba chicles, sellos, billetes de lotería. Unos meses atrás había encontrado a la estanquera con un aspecto que no se esperaba: el rostro hinchado, un gorro de lana cubriéndole la cabeza y sin dejar asomar ni un leve mechón de su cabello. No le preguntó nada, como era su costumbre, pero supuso que aquellos signos externos delataban el avance de una enfermedad, ciertamente grave. Pidió unos caramelos de sabor a eucalipto y en el momento de pagar su mano y la de ella se acariciaron suavemente, demorándose en el goce de rozarse como si fueran sus propios cuerpos los que se acariciaban después de haberse corrido juntos. Ni siquiera entonces se miraron a los ojos.

Acabé de garabatear mi último apunte: “No hace falta ser un pirómano para disfrutar del fuego...”, cuando vi al viajante volver de los servicios. Se acomodó a la barra. Bebió de su copa. Lo acompañé echando un trago a la mía. Sonreí, esperando que concluyese su historia.

- El mes pasado volví a pasar por allí. Ya no me llevaba la intención de querer volver a verla, simplemente quería saber cómo estaba. Me encontré con el estanco cerrado y con un letrero de “Local disponible”. Pregunté en un bar que hay al lado y allí me dijeron que sabían tanto como yo: una mañana el estanco apareció cerrado y unas semanas después alguien llegó y colocó aquel cartel de “Local disponible”. No supieron decirme más. 

El viajante me miró, como si yo pudiese añadir algo a la historia que me acababa de contar. Luego sacó un móvil del bolsillo para ver la hora que era. Volvió a mirarme.

- Es tarde ya...Y mañana, trabajamos -dijo, apurando el último sorbo de su copa.

Yo apuré la mía. Nos levantamos a la vez para irnos al hotel, a dormir las pocas horas que nos quedaban.

- Es tarde ya...-volvió a decirme a la puerta de mi cuarto, antes de seguir por el pasillo el camino al suyo-. Siempre es tarde ya para todo...y al final, casi ni importa...

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