sexta-feira, 4 de janeiro de 2013

superviviente

¿Puede describirse el horror con palabras?, le preguntaba el entrevistador a aquel superviviente de un campo de concentración nazi. Las buenas intenciones a veces renuncian a ser inteligentes o se disfrazan de esa clase de grandes preguntas tontas. “Afortunadamente, contamos con las palabras, para poder decribir el horror y el infierno”, contestaba el superviviente y como muestra de ello, más adelante reflexionaba: “Las vidas allí eran como gotas de lluvia en un cristal, permanecían un instante mientras se deslizaban ante nosotros hacia la nada, una tras otra, incontables y fugaces como gotas de lluvia”.

De nuestro vecino sabíamos poca cosa desde que nos trasladamos a vivir en aquel edificio del centro de Xixón. Apenas ciertas suposiciones construídas acerca de su apellido, polaco o ruso, y su acento, de alguna de las bandas del Río de la Plata, por la vertiente de Uruguay o de Argentina. Siempre educado y prudente en nuestros casuales encuentros en el ascensor o por la calle. Siempre pulcro y elegante, a pesar de la pátina que delataba tiempos mejores a sus trajes confeccionados a medida.

En las reuniones de la comunidad de propietarios apenas abría la boca. Permanecía en un discreto segundo plano, siguiendo con interés las discusiones de los otros vecinos y limitándose a asentir o a esperar, con serenidad, a que se llegase a un acuerdo, antes de decidirse por cualquier opción. Vivía con su mujer, a la que siempre conocimos enferma y recluída en casa. Cuando le preguntábamos por ella, lo agradecía con una sonrisa de cortesía y la promesa de trasladar a la enferma el interés mostrado.

A mi padre le tocó tratarlo más, ya que ambos frecuentaban por las tardes las sesiones de ajedrez del Café Dindurra y del Ateneo Obrero. Jugaron uno contra otro en repetidas ocasiones y según me contaba mi padre, también en estas citas habituales, nuestro vecino se mostraba igual de parco y reservado.

En una ocasión, durante el tiempo en el que trabajé en el Ayuntamiento, pude conocer algún dato más de su identidad. Acudió en busca de un certificado de empadronamiento y en la base de datos municipal aparecía su lugar de nacimiento en un lugar, no sé si aldea o suburbio, de Cracovia, en Polonia. A finales de los años cuarenta se había trasladado a Buenos Aires y un par de años más tarde residía en Montevideo. A mediados de la década de los sesenta había vuelto a Europa para instalarse en Luxemburgo. Allí, deduje, al extenderle también un certificado de su mujer y verificar los datos de ella, debían haberse conocido y casado. Ella era asturiana, de Salas. En 1987 se habían empadronado en Xixón, en la misma dirección, donde los conocí un par de años después.

El dato que me faltaba para acabar de completar la identidad escurridiza de nuestro vecino, me lo facilitó mi padre, unos meses antes de comenzar a perder la memoria. Comentaba sobre un tablero de ajedrez una complicada partida que había jugado con “el uruguayo” (como le llamábamos en familia a veces, incapaces de pronunciar correctamente su apellido polaco). Aquel hombre, sereno y correcto, incapaz de quebrar su código de buenas maneras aunque le salpicase un coche al pasar sobre un charco o una gaviota depositase sobre los hombros de sus trajes impecables la infamia de un excremento, tras combatir con toda su energía y su ingenio la situación desventajosa a la que le había llevado mi padre y llegar a la conclusión de que no tenía salida posible, emitió un ligero exabrupto en francés y tembloroso de rabia, extendió el brazo, como si fuese a propinarle un puñetazo, a su propio rey y lo tumbó con un golpé preciso del índice sobre la casilla en la que acababa de perder el juego. Mientras acometía la acción, mi padre pudo observar claramente el número que asomaba tatuado en su muñeca y cuyas cifras finales se ocultaban bajo el puño de la camisa. Luego, recordaba mi padre, nuestro vecino, se quedó con la vista perdida en los ventanales del Café Dindurra, donde un aguacero repentino había comenzado a dibujar con violencia sus gotas quebradas y por un momento, le pareció notar, que sus ojos también se humedecían de una vaga emoción, entre la ira y la tristeza.



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