¿Puede
describirse el horror con palabras?, le preguntaba el entrevistador a
aquel superviviente de un campo de concentración nazi. Las
buenas intenciones a veces renuncian a ser inteligentes o se
disfrazan de esa clase de grandes preguntas tontas. “Afortunadamente,
contamos con las palabras, para poder decribir el horror y el
infierno”, contestaba el superviviente y como muestra de ello, más
adelante reflexionaba: “Las vidas allí eran como gotas de
lluvia en un cristal, permanecían un instante mientras se
deslizaban ante nosotros hacia la nada, una tras otra, incontables y
fugaces como gotas de lluvia”.
De
nuestro vecino sabíamos poca cosa desde que nos trasladamos a
vivir en aquel edificio del centro de Xixón. Apenas ciertas
suposiciones construídas acerca de su apellido, polaco o ruso,
y su acento, de alguna de las bandas del Río de la Plata, por
la vertiente de Uruguay o de Argentina. Siempre educado y prudente
en nuestros casuales encuentros en el ascensor o por la calle.
Siempre pulcro y elegante, a pesar de la pátina que delataba
tiempos mejores a sus trajes confeccionados a medida.
En las
reuniones de la comunidad de propietarios apenas abría la
boca. Permanecía en un discreto segundo plano, siguiendo con
interés las discusiones de los otros vecinos y limitándose
a asentir o a esperar, con serenidad, a que se llegase a un acuerdo,
antes de decidirse por cualquier opción. Vivía con su
mujer, a la que siempre conocimos enferma y recluída en casa.
Cuando le preguntábamos por ella, lo agradecía con una
sonrisa de cortesía y la promesa de trasladar a la enferma el
interés mostrado.
A mi
padre le tocó tratarlo más, ya que ambos frecuentaban
por las tardes las sesiones de ajedrez del Café Dindurra y del
Ateneo Obrero. Jugaron uno contra otro en repetidas ocasiones y según
me contaba mi padre, también en estas citas habituales,
nuestro vecino se mostraba igual de parco y reservado.
En una
ocasión, durante el tiempo en el que trabajé en el
Ayuntamiento, pude conocer algún dato más de su
identidad. Acudió en busca de un certificado de
empadronamiento y en la base de datos municipal aparecía su
lugar de nacimiento en un lugar, no sé si aldea o suburbio, de
Cracovia, en Polonia. A finales de los años cuarenta se había
trasladado a Buenos Aires y un par de años más tarde
residía en Montevideo. A mediados de la década de los
sesenta había vuelto a Europa para instalarse en Luxemburgo.
Allí, deduje, al extenderle también un certificado de
su mujer y verificar los datos de ella, debían haberse
conocido y casado. Ella era asturiana, de Salas. En 1987 se habían
empadronado en Xixón, en la misma dirección, donde los
conocí un par de años después.
El
dato que me faltaba para acabar de completar la identidad escurridiza
de nuestro vecino, me lo facilitó mi padre, unos meses antes
de comenzar a perder la memoria. Comentaba sobre un tablero de
ajedrez una complicada partida que había jugado con “el
uruguayo” (como le llamábamos en familia a veces, incapaces
de pronunciar correctamente su apellido polaco). Aquel hombre, sereno
y correcto, incapaz de quebrar su código de buenas maneras
aunque le salpicase un coche al pasar sobre un charco o una gaviota
depositase sobre los hombros de sus trajes impecables la infamia de
un excremento, tras combatir con toda su energía y su ingenio
la situación desventajosa a la que le había llevado mi
padre y llegar a la conclusión de que no tenía salida
posible, emitió un ligero exabrupto en francés y
tembloroso de rabia, extendió el brazo, como si fuese a
propinarle un puñetazo, a su propio rey y lo tumbó con
un golpé preciso del índice sobre la casilla en la que
acababa de perder el juego. Mientras acometía la acción,
mi padre pudo observar claramente el número que asomaba
tatuado en su muñeca y cuyas cifras finales se ocultaban bajo
el puño de la camisa. Luego, recordaba mi padre, nuestro
vecino, se quedó con la vista perdida en los ventanales del
Café Dindurra, donde un aguacero repentino había
comenzado a dibujar con violencia sus gotas quebradas y por un
momento, le pareció notar, que sus ojos también se
humedecían de una vaga emoción, entre la ira y la tristeza.
Sem comentários:
Enviar um comentário