Sucedió
aquí en Xixón, hace dos inviernos. Un hombre, sin
identidad conocida y con acento extranjero, fotografiaba el rompiente
de las olas una tarde de temporal en la recién inaugurada
escalera nº 0 del Paseo del Muro. Alguien que transitaba por
allí le advirtió del peligro que corría y él,
ignorando el aviso, sonrió y dijo algo así como: “¡No
problema!”. Siguió fotografiando la furia del mar contra la
balaustrada que rodea la Iglesia de San Pedro. El testigo y un
surfista que nadaba sobre su tabla enfrente de La Escalerona vieron
como una de aquellas olas de más de tres metros lo engullía
con su lengua de espuma y lo hacía desaparecer bajo las aguas.
Que se
ignoraba su identidad y que hablaba con acento extranjero fueron los
únicos datos ofrecidos al día siguiente por los
periódicos de la ciudad sobre el infortunado desconocido.
Algunos testigos consultados por los reporteros locales añadían
algunos otros detalles: que era un hombre de mediana edad, que usaba
gafas y que había revelado en un bar cercano al Muro su
condición de peregrino a Compostela, por el viejo camino de la
costa.
La
prensa informó durante los días siguientes del
dispositivo organizado para el rescate del cuerpo y en el que
participaban efectivos de Salvamento Marítimo, Bomberos, Cruz
Roja, Protección Civil, Guardia Civil, Policía
Nacional, Policía Local y voluntarios. En todo ese tiempo el
estado del mar apenas había variado y los responsables del
operativo de rescate confesaban a los medios las escasas esperanzas
que albergaban de lograr localizar al ahogado en esas condiciones. Un
veterano marinero del barrio de Cimavilla declaraba a un periódico
local que había que esperar por lo menos diez días para
que un cuerpo arrastrado por el mar emergiese a la superficie. Otros
expertos, consultados, cifraban esta espera en dos semanas.
Pasaron
diez, quince días, un mes. El mar bravo del invierno en la
Bahía de San Lorenzo no parecía dispuesto a soltar los
restos de su presa. El asunto dejó de ser noticia. En la
prensa de la ciudad apareció algún suelto posterior en
el que se informaba que la Policía se había puesto en
contacto con otros servicios policiales de distintos países
europeos con el fin de conocer si se había denunciado la
desaparición de alguna persona en territorio español
que pudiese responder al perfil del ahogado, sin ningún éxito.
Recuerdo
aquellos días, uno mismo, mientras paseaba los perros por el
la Playa de San Lorenzo, escrutaba a las olas que venían a
romper en el arenal por si acaso aparecía algún resto
del desaparecido: una prenda, las gafas... algo. Acababa de leer un
título singular entre los que se imprimen cada año en
España bajo el epígrafe de no ficción y que
apenas cinco años después de haberlo publicado el
principal grupo editorial del país, se vendía en un
mercadillo de saldos por un euro. En su día también
había pasado prácticamente desapercibido, a pesar del
reclamo comercial con el que se había lanzado: “La verdadera
historia de Heinz Ches, ejecutado el mismo día que Puig
Antich”. Claro que en 2005 y desde hacía bastante tiempo,
seguro que tanto el nombre del anarquista muerto a garrote vil en
marzo de 1974 como el de su compañero de infortunio, un
extranjero al que se acusaba del asesinato de dos personas, una de
ellas guardia civil.
El
libro: “El silencio de Georg”, una emocionante investigación
del escritor Raúl M. Riebenbauer, reconstruía,
prácticamente de la nada, la biografía de alguien que
entonces, como tres décadas atrás, apenas era la sombra
de un fantasma. Un ciudadano calificado por las autoridades que lo
juzgaron y condenaron de apátrida, “posiblemente de orígen
polaco”, con nombre falso y cuyo presunto crimen (según las
averiguaciones de Riebenbauer, casi probado), en la persona de un
vigilante de seguridad y un miembro de las fuerzas del Orden Público,
lo emparentaban en el Código Penal de la dictadura de Franco
con aquel joven militante anarquista detenido tras una refriega con
otros activistas libertarios de Barcelona en la que había
resultado muerto un policía. El autor de la investigación
consigue localizar a los familiares de aquel supuesto apátrida:
en realidad un ciudadano de la antigua RDA llamado Georg Michael
Welzel, casado y creo recordar con un par de hijos, al que los suyos
habían dado por desaparecido en algún lugar del sur de
Europa y del que nunca habían vuelto a saber.
Quién
sabe si en alguna ciudad de Francia, Alemania, Bélgica,
Holanda, Italia, Gran Bretaña...no hay alguien que aún
espera noticias de aquel desconocido que un golpe de mar se tragó
para siempre frente al Muro de San Lorenzo en Xixón. Tal vez
ese hombre con gafas, amigo de fotografiar la furia de la naturaleza
y seguramente también los lugares hospitalarios que fue
construyendo para resguardarse de ella la mano del ser humano, tenía
la costumbre de perderse por aquí y por allá sin sentir
la necesidad de enviar a los suyos tarjetas postales o de
comunicarles de vez en cuando con una llamada telefónica por
donde iba encaminando sus pasos. Tal vez fuese uno de esos tipos que
una vez en la vida deciden perderse, romper las amarras que aún
les puedan unir a su entorno afectivo o sentimental y andar mundo
adelante, sin detenerse a mirar ni para su propia sombra.
Sucedió
hace ya dos inviernos en este mar, que algunas tardes de invierno
parece empeñado en recordarnos a todos los que a veces
transitamos por las calles de las ciudades que vio nacer dándole
la espalda, su naturaleza de animal salvaje e imprevisible. Cuando
paseo por la playa con los perros en estas fechas, aún me
detengo a inspeccionar sus despojos: el banco descuartizado de una
lancha, una bolla estrangulada por las algas (el ocle de estas
riberas cantábricas), un trozo de tela deshilachada, algún
posible resto de aquel desconocido que se ahogó frente a la
escalera nº O del Muro o de cualquier otro náufrago, de
identidá aún más borrosa. Son pesquisas
infructuosas, del mismo percal que esas en las que uno se busca a sí
mismo o lo que queda de uno en los días ya idos y sólo
encuentra despojos de naufragios ajenos, ni un sólo detalle en
el que reconocer algo de lo que fue y ya no es. En nuestro caso, tan
distinto al de los verdaderos náufragos: afortunadamente y
casi siempre, para bien.
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