¿Habían
pasado cuántos? ¿Casi veinte años? Y lo había
visto una vez en la vida. Aún así lo reconocí.
Era él sin duda. Algo más envejecido y más
desastrado que aquella noche en la que nos lo encontramos en el
antigüo Trisquel de Xixón. Veníamos de Oviéu,
de la tertulia del Café Alfonso, los cuatro playos que
compartíamos las horas muertas de las tardes de domingo en
aquel local, tristemente desaparecido, con Antón García,
Xuan Bello, Alfonso Velázquez, Silvia Ugidos y otros
cómpices. Al llegar en el último Alsa teníamos
la costumbre de pararnos a tomar la espuela en el Trisquel.
Ese
domingo, después de llevar un buen rato en aquella especie de
vagón de tren que era el café de la calle Pedro Duro,
cuando estaban a punto de cerrar, un tipo que bebía solo
apoyado en la barra se acercó a nuestra mesa y tras pedir
permiso cogió en sus manos uno de los libros que habían
estado circulando esa tarde por la tertulia del Alfonso. Era un
volúmen de versos del escritor vasco Bernardo Atxaga en
edición bilingüe.
-
¡Excelente escritor! -dijo, arrastrando la lengua, mientras
hojeaba el libro-. Además es amigo mío. Estudiamos
juntos en Sarriko. Ya entonces escribía. Yo también
algo, aunque al final lo dejé por el diseño gráfico.
Esta portada no, pero otras de Joseba (José o Joseba Irazu es el nombre civil de Bernardo Atxaga) las diseñé yo
mismo. También diseñé un disco de un amigo
común que cantaba poemas suyos.
Nos
miró fijamente uno por uno, con una sonrisa ladeada en los
labios.
- Lo
cierto es que hace años que no nos vemos -añadió-.
Aunque creo que tengo todavía su teléfono en la
agenda...
Metió
una mano en el interior de la americana y extrajo una baqueteada
agenda del tamaño de una cájara de fósforos.
-
¿Queréis que lo llame? -preguntó, sin apear la
sonrisa de medio lado.
Uno de
nosotros miró hacia la esfera del reloj que presidía la
barra del antiguo Trisquel y cruzó con los demás un
guiño de alerta. Marcaba las dos y cuarto de la madrugada.
-
Además, nosotros también lo conocemos -añadió
Ramón Lluis o yo, no lo recuerdo bien-. Estuvimos hace poco
con él aquí en Asturies...
- Y
la verdad es que es un poco tarde para llamar a nadie -apostilló,
Vera, aportando el toque de sensatez necesario para conseguir que
aquella agenda maltrecha volviera al bolsillo interior de la
chaqueta.
De
pronto, volvió a escrutarnos uno a uno con la mirada.
- ¿Y
de qué conocéis vosotros a Joseba?
Ahora,
estoy seguro al recordar que fue Ramón el que invitó a
aquel tipo a sentarse con nosotros y con gran paciencia comenzó
a explicarle las circunstancias que nos habían llevado a
conocer a su amigo el escritor. Él nos miraba con incredulidad
y cuando Bande le expuso que también nosotros escribíamos
y publicábamos libros...en asturiano, al tipo se le pusieron
los ojos como platos.
- ¡No
me lo puedo creer! Llevo dos años aquí en Asturias. Me
fui del País Vasco porque había cosas allí que
no me gustaban nada, vine a Gijón buscando otra vida, una
realidad distinta...Y al cabo de dos años me encuentro con
unos tíos que aseguran escribir...¡en asturiano! -Se
echó las manos a la cabeza, con mucha teatralidad-. ¡No
me lo puedo creer!
Se
levantó a pedir otra copa. Desde la barra nos preguntó
si podía invitarnos a una ronda. La prudencia nos aconsejaba
rehusar educadamente, pero la curiosidad podía más.
Con su
whisky en la mano y con los que siguió pidiendo hasta que
Ramón, el chigrero, nos enseñó la puerta de
salida del Café para poder cerrar, el tipo fue desgranando
ante aquellos cuatro desconocidos toda su vida desde que abandonase
la Facultad de Económicas de Sarriko.
Había comenzado
en el diseño gráfico ilustrando portadas de grupos del
llamado Rock Radikal vasco y luego había colaborado en algún
trabajo del también diseñador y cineasta donostiarra
Iván Zulueta (el mítico autor de “Arrebato”).
Después se había trasladado a Madrid. Eran los primeros
años de la movida y allí vio el cielo abierto para su
desarrollar su creatividad con gran éxito. Diversas portadas
de los principales grupos musicales de la nueva ola madrileña
llevaban su firma. Entonces, un golpe de suerte le había
conducido al mundo de la moda. En él había encontrado
el verdadero filón de oro para hacerse un nombre y conseguir
que la fama adquirida en sus colaboraciones con los principales
modistos españoles trascendiera hacia una proyección
internacional. Con nostalgia recordaba sus días de vino y
rosas en suites de los más lujosos hoteles de Milan, Berlín,
Tokyo, Nueva York. Aquellos días en los que -nos aseguraba,
blandiendo su copa de whisky ante nuestros atónitos ojos, como
las Tablas de la Ley de Moisés- se desplazaba en helicóptero
por las principales urbes del planeta, en lugar de en taxi o en
limusinas, y cuando sus agentes concertaban una habitación
para él, en lugar de escoger los hoteles por sus estrellas, lo
hacían consultando a ver si tenían helipuerto en la
azotea. Todo esto nos lo contaba con la misma naturalidad con la que
un rato antes evocaba sus años de estudiante frustrado en
Sarriko y su amistad con el escritor Bernardo Atxaga.
El
capítulo de sus triunfos eróticos había merecido
un aparte especial en su narrración y con aquella naturalidad
que le facultaba para pronunciar los nombres de Atxaga o Iván
Zulueta, Almodóvar y Alaska o ennumerar las metrópolis
por las que había ido planeando en sus helicópteros de
alquiler, pasaba al recitado de la lista -incompleta- de todas las
amantes de fuste a las que había tenido el gusto de conocer en
la intimidad: todas de la primera división mundial de las
pasarelas, el celuloide o el pop . Incluso se permitió, en un
paréntesis confesional, desengañarnos a los tres
varones del asombrado auditorio, de la verdadera calidad como mujeres
de unas cuantas que teníamos mitificadas como auténticas
divas.
Habían pasado casi veinte años. Aún así reconocí en aquel tipo que miraba con cara de bobo el escaparate del Sex Shop de la calle Ezcurdia, en mi barrio, al que nos habíamos encontrado los xixoneses de la extinta tertulia del Alfonso en el antiguo Café Trisquel una noche de domingo. Estaba más viejo y me pareció observar que llevaba el mismo traje ajado de Armani, sin corbata, de aquella ocasión, aún más ajado, sucio, con los bajos del pantalón raídos.
Ahora
contemplaba extasiado, por decirlo con cierta delicadeza, unos
zapatos de tacón vertiginoso, dos piezas imposibles de ver
bailando por las aceras de la vida ordinaria a no ser en los pies de
alguna alucinación fetichista, nimbadas con un desopilante
collar rojo de plumas y una liga festoneada del mismo color.
Más
que un bobo o un enajenado, nuestro antiguo amigo, con el rostro
enjuto, la barba rala y descuidada, las ojeras profundas que le
ensombrencían el perfil de la nariz aguileña, su misma
actitud de desdén y desasimiento de todo lo mundano, tenía
un algo de quijotesco, de caballero o soldado vencido que no se
resignaba a abandonar el campo de batalla y permanecía allí,
absorto en su propio sueño, ajeno a todo lo que le rodeaba,
seguramente para peor.
Recordé su última exhibición
de aquella noche, que, fuera del Trisquel, continuó en un
antro, que no recuerdo ni dónde estaba. Metió una mano
en el interior de su ajada americana de Armani y sacó una
cartera de piel. Nos la mostró como acostumbran a hacer los
policías fracasados y alcóholicos de los telefilmes
americanos cuando un superior les obliga a entregar su placa: era un
tarjetero en el que se adivinaba el canto reconocible de una Visa
Platinum, otra American Express Centurion Card y así hasta
media docena de ellas. Todas caducadas y sin crédito, nos
confesó en un alarde de sinceridad. Y como un general de un
ejército que ya no existe, revolvió en sus bolsillos en
busca de monedas y antes de solicitar que le invitásemos a la
última copa, volvió a extender aquella cartera repleta
de inoperativas tarjetas de crédito.
- No
me creéis. Y me da igual. Estos son mis galones...
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