quarta-feira, 5 de junho de 2013

flamenco

También los caballos mueren”, escribió Xuan Bello en unas emocionantes líneas dedicadas a un caballo llamado Jimmy, que llenó de verdad viva su infancia. Me vienen inevitablemente a la memoria al rescatar esta imagen de Flamenco, un macho entero y precioso, que montó M. en nuestro viaje a caballo, camino de Compostela, hace ya unos años.

Variando unos cuantos kilómetros la ruta original que comunicaba Oviedo con Santiago hasta bien entrada la época moderna, partimos de Lamuño, en Cuideiru y fuimos siguiendo la ruta de la costa para enlazar -creo que en Navia o en Cuaña- con el ramal que se dirigía a Grandas de Salime y de allí, a Galicia, por el Puorto do Palo y A Fonsagrada.

Recuerdo el chaparrón interminable bajo el que cabalgamos desde Salime hasta A Fonsagrada, embozados en unas capas largas impermeables muy similares a las que empleaba hasta hace poco tiempo la Guardia Civil. La lluvia chorreando por la cara y el morro de los animales. El vaho de su respiración nerviosa y fatigada. Luego en lo alto del Puorto, fantasmas y gigantes quijotescos en medio de la niebla, los espaventosos molinos eólicos. Lluvia, neblina baja, viento helado y al final del camino, en una rústica fonda de carretera, un amigo esperándonos al otro lado de la barra: Mr. Leonard Cohen en la portada de su disco “Recent songs”.

Al otro día, la mañana soleada de agosto humedeciendo de oro joven la llanura de la Terra Chá, como en los versos del inolvidable Manuel María: “Un povo eiquí/ unha casa alá/ O resto é soledá”. Y al final de la siguiente jornada la promesa cumplida de las murallas de Lugo. Nuestra entrada por la Ponte dos Francos hasta la plaza de la Catedral haciendo sonar los cascos de los caballos, como viajeros de tiempos más nobles.

Creo que fue en las caballerizas cercanas a la ciudad de Lugo a donde llevamos los animales para que pasaran la noche y recibieran su merecida ración de alimento, o mejor dicho, fuera de ellas, en la extensa finca por la que corrían sueltos decenas de percherones de los curros montañeses, donde vimos a la mañana siguiente a un caballo blanco muy similar a Flamenco comandando un grupo de potros y yeguas. Hasta que no llegamos a las cuadras y comprobamos con espanto que la de nuestro Flamenco estaba vacía, no pudimos creer que aquel pícaro hubiese sido capaz de abrir con su hocico la tarabica de su corral y escapar de la cuadra en busca de aquellas hembras tan olorososas que campaban a sus anchas por los prados de afuera.

En su fuga, el animal se había desprendido de la cabezada y galopaba a pelo por la finca, tan libre como su madre lo trajera al mundo. Todos los mozos de las cuadras y nuestros guías se desplazaban agitándose de un lado a otro para intentar lo que parecía una tarea imposible: atrapar a Flamenco. Como si fuese un toro de lidia, algunos le tentaban: “¡Eh, eh, machiño!” y cuando estaban a punto de cercarle, el bravo andaluz, daba un salto muy elegante y se escapaba de nuevo hacia las praderías revueltas de yeguas y potrillos. Yo contemplaba la escena en un rincón, fumando un cigarro. De pronto vi a Flamenco avanzar hacia el lugar donde me encontraba. Tiré al suelo el pitillo. Dejé que se acercara y luego fui arrimándome a él, sin mirarle a los ojos, como si pasara por allí de casualidad; una vez lo tuve al alcance de la mano, sin dudarlo un instante, lo abracé por el cuello, y el pobre animal se vio tan sorprendido, que ni intentó moverse.

Le habían puesto Flamenco, en recuerdo de su raza andaluza y porque caminaba contoneándose y como a saltitos, igual que un bailarín del barrio de Triana. Era una delicia verlos a los dos, al bailarín y a M., andando al paso, con el mismo ritmo de nalgas y caderas. En el trote corto se le vía también el arte, como de querer emular a sus primos de la escuela jerezana. Y al galope, le salían unas alas invisibles como a Pegaso, y literalmente volaba.

Cerca ya de Santiago, uno de los guías le propuso a M., cambiar de montura solamente esa jornada por uno de los caballos de refresco que llevábamos y dejar que subiese a Flamenco una de las tres abogadas madrileñas (tres auténticas pijas del barrio de Salamanca) que nos acompañaban en el viaje. Creo que la llamaban Cuqui o Mimí, uno de esos apodos cursis que aún se estilan en ciertas esferas sociales de Madrid. Y el caso es que, por tierras de Lavacolla -a la vista del aeropuerto-, nos cruzamos con un grupo de caballistas que seguían la ruta en sentido inverso, montando unas soberbias percheronas del país. Los efluvios que dejaron al paso las yeguas a Flamenco debieron recordarle los de aquellas otras percheras trotonas que conociera en Lugo y ni corto ni perezoso, abandonó nuestra compañía y se fue galopando como un loco tras las hembras de los caballistas, con la pobre Cuqui o Mimí, aullando de terror en su lomo. La madrileña pedía socorro y auxilio, con esas mismas palabras, igual que una damisela de sainete en el Teatro de la Comedia. Nos volvimos ante los desesperados gritos de la experta amazona del Club Ecuestre Puerta de Hierro y vimos a Flamenco perderse, con su horrorizada pasajera, tras el rastro de los caballistas, y realmente volaba como un rayo. Uno de los guías emprendió galope inmediatamente para intentar rescatar a Cuqui o Mimí del repentino desboque de Flamenco y pronto volvieron todos, incluído un caballista, de boina calada y farias en los labios que altruistamente ofreció su percherona como reclamo para que nuestro bravo andaluz volviera a enlazar con el grupo. Cuqui o Mimí se sintió muy aliviada al desmontar de Flamenco y permitir que M. volviera a tomar, encantada, sus riendas.

El último recuerdo de nuestro amigo el bailarín me lleva a una escena que sigue removiéndoseme en el alma hasta dejármela hecha un nudo no sé si en la garganta o en el corazón. Es la imagen de M., llorando abrazada al cuello de Flamenco, con las torres de la catedral compostelana al fondo. El viaje había terminado y en aquella calle trasera de la Plaza del Obradoiro, un camión de transporte de ganados de Santa María del Puerto de Somiedo iba a llevar de regreso a Lamuño a nuestros compañeros de camino durante una semana larga. Antes, todos habíamos llorado de emoción y alegría al entrar al trote inglés, devolviendo al eco de las viejas rúas de Santiago el sonido de unos cascos y dejando que repicaran hasta las baqueteadas lajas del Obradoiro, tras dejar que nuestros amigos de cuatro patas, se abrevaran en la Fonte dos Cabalos. Recuerdo a M., despidiéndose de Flamenco, con los ojos azules, enrojecidos por el llanto y una tristeza tan sentida que no le cabía en el alma. Nos abrazamos. Abrazamos incluso a aquellas insoportables pijas madrileñas que habían hecho con nosotros el viaje -no dejaron de dar problemas, protestar y quejarse todo el camino-, a los guías, al transportista de ganado somedano. El viaje había concluído y comenzaba el tiempo de ir recordándolo como una de las cosas más maravillosas que nos había ofrecido la vida.

M. aún tuvo ocasión de volver a montar a su querido Flamenco en Lamuño, atravesar con él la pedregosa playa de la Concha d'Artedo con las olas rompiendo en los cascos del bailarín, vadear los regatos que llevan, bajo el impresionante viaducto de la Autovía del Cantábrico, por el camino de San Martín de Lluiña y seguir hasta la Playa de San Pedro de la Ribera, para galopar por su orilla, haciendo al bravo andaluz volar por la arena mojada de la bajamar.

Pero, como escribió el poeta Xuan Bello, también los caballos mueren. Tiempo después de no frecuentar el picadero de Lamuño, nuestro amigo Jesús nos dio la última noticia de Flamenco. Lo tenía con dos yeguas en un prau cerca de Oviñana y una tarde, cuando Jesús iba a llevarles pación, el caballo relinchó, se alzó de manos y saltó la valla de la finca hasta la carretera. Fue visto y no visto. Un camión que recogía la leche de las caserías de la zona se topó con el animal sin que le diese tiempo al conductor de evitar el choque. Así murió Flamenco.

Miro esa foto que le hice en las caballerizas de Lugo, unas horas antes de que se fugase de la cuadra y corriera como el loco que era con aquellas percheronas gallegas por toda la finca hasta que al día siguiente la ocasión y un poco de astucia por mi parte logró que lo cogiera. Así es la vida. Con frecuencia, como los antiguos griegos, nos decimos que sólo los mejores mueren antes de que llegue su hora y se le llenan a uno los ojos de lágrimas, como a M., cuando se abrazó a él, en aquella rúa sombría de Compostela, al ver a Flamenco, ahí, tan tranquilo, tan guapo,hozando entre la paja de la cuadra, ahora que tantos de los mejores han caído y ya casi nada importa.


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