“También
los caballos mueren”, escribió Xuan Bello en unas
emocionantes líneas dedicadas a un caballo llamado Jimmy, que
llenó de verdad viva su infancia. Me vienen inevitablemente a
la memoria al rescatar esta imagen de Flamenco, un macho entero y
precioso, que montó M. en nuestro viaje a caballo, camino de
Compostela, hace ya unos años.
Variando
unos cuantos kilómetros la ruta original que comunicaba Oviedo
con Santiago hasta bien entrada la época moderna, partimos de
Lamuño, en Cuideiru y fuimos siguiendo la ruta de la costa
para enlazar -creo que en Navia o en Cuaña- con el ramal que
se dirigía a Grandas de Salime y de allí, a Galicia,
por el Puorto do Palo y A Fonsagrada.
Recuerdo
el chaparrón interminable bajo el que cabalgamos desde Salime
hasta A Fonsagrada, embozados en unas capas largas impermeables muy
similares a las que empleaba hasta hace poco tiempo la Guardia Civil.
La lluvia chorreando por la cara y el morro de los animales. El vaho
de su respiración nerviosa y fatigada. Luego en lo alto del
Puorto, fantasmas y gigantes quijotescos en medio de la niebla, los
espaventosos molinos eólicos. Lluvia, neblina baja, viento
helado y al final del camino, en una rústica fonda de
carretera, un amigo esperándonos al otro lado de la barra: Mr.
Leonard Cohen en la portada de su disco “Recent songs”.
Al
otro día, la mañana soleada de agosto humedeciendo de
oro joven la llanura de la Terra Chá, como en los versos del
inolvidable Manuel María: “Un povo eiquí/ unha casa
alá/ O resto é soledá”. Y al final de la
siguiente jornada la promesa cumplida de las murallas de Lugo.
Nuestra entrada por la Ponte dos Francos hasta la plaza de la
Catedral haciendo sonar los cascos de los caballos, como viajeros de
tiempos más nobles.
Creo
que fue en las caballerizas cercanas a la ciudad de Lugo a donde
llevamos los animales para que pasaran la noche y recibieran su
merecida ración de alimento, o mejor dicho, fuera de ellas, en
la extensa finca por la que corrían sueltos decenas de
percherones de los curros montañeses, donde vimos a la mañana
siguiente a un caballo blanco muy similar a Flamenco comandando un
grupo de potros y yeguas. Hasta que no llegamos a las cuadras y
comprobamos con espanto que la de nuestro Flamenco estaba vacía,
no pudimos creer que aquel pícaro hubiese sido capaz de abrir
con su hocico la tarabica de su corral y escapar de la cuadra en
busca de aquellas hembras tan olorososas que campaban a sus anchas
por los prados de afuera.
En su
fuga, el animal se había desprendido de la cabezada y galopaba
a pelo por la finca, tan libre como su madre lo trajera al mundo.
Todos los mozos de las cuadras y nuestros guías se desplazaban
agitándose de un lado a otro para intentar lo que parecía
una tarea imposible: atrapar a Flamenco. Como si fuese un toro de
lidia, algunos le tentaban: “¡Eh, eh, machiño!” y
cuando estaban a punto de cercarle, el bravo andaluz, daba un salto
muy elegante y se escapaba de nuevo hacia las praderías
revueltas de yeguas y potrillos. Yo contemplaba la escena en un
rincón, fumando un cigarro. De pronto vi a Flamenco avanzar
hacia el lugar donde me encontraba. Tiré al suelo el pitillo.
Dejé que se acercara y luego fui arrimándome a él,
sin mirarle a los ojos, como si pasara por allí de casualidad;
una vez lo tuve al alcance de la mano, sin dudarlo un instante, lo
abracé por el cuello, y el pobre animal se vio tan
sorprendido, que ni intentó moverse.
Le
habían puesto Flamenco, en recuerdo de su raza andaluza y
porque caminaba contoneándose y como a saltitos, igual que un
bailarín del barrio de Triana. Era una delicia verlos a los
dos, al bailarín y a M., andando al paso, con el mismo ritmo
de nalgas y caderas. En el trote corto se le vía también
el arte, como de querer emular a sus primos de la escuela jerezana. Y
al galope, le salían unas alas invisibles como a Pegaso, y
literalmente volaba.
Cerca
ya de Santiago, uno de los guías le propuso a M., cambiar de
montura solamente esa jornada por uno de los caballos de refresco que
llevábamos y dejar que subiese a Flamenco una de las tres
abogadas madrileñas (tres auténticas pijas del barrio
de Salamanca) que nos acompañaban en el viaje. Creo que la
llamaban Cuqui o Mimí, uno de esos apodos cursis que aún
se estilan en ciertas esferas sociales de Madrid. Y el caso es que,
por tierras de Lavacolla -a la vista del aeropuerto-, nos cruzamos
con un grupo de caballistas que seguían la ruta en sentido
inverso, montando unas soberbias percheronas del país. Los
efluvios que dejaron al paso las yeguas a Flamenco debieron
recordarle los de aquellas otras percheras trotonas que conociera en
Lugo y ni corto ni perezoso, abandonó nuestra compañía
y se fue galopando como un loco tras las hembras de los caballistas,
con la pobre Cuqui o Mimí, aullando de terror en su lomo. La
madrileña pedía socorro y auxilio, con esas mismas
palabras, igual que una damisela de sainete en el Teatro de la
Comedia. Nos volvimos ante los desesperados gritos de la experta
amazona del Club Ecuestre Puerta de Hierro y vimos a Flamenco
perderse, con su horrorizada pasajera, tras el rastro de los
caballistas, y realmente volaba como un rayo. Uno de los guías
emprendió galope inmediatamente para intentar rescatar a Cuqui
o Mimí del repentino desboque de Flamenco y pronto volvieron
todos, incluído un caballista, de boina calada y farias en los
labios que altruistamente ofreció su percherona como reclamo
para que nuestro bravo andaluz volviera a enlazar con el grupo. Cuqui
o Mimí se sintió muy aliviada al desmontar de Flamenco
y permitir que M. volviera a tomar, encantada, sus riendas.
El
último recuerdo de nuestro amigo el bailarín me lleva a
una escena que sigue removiéndoseme en el alma hasta dejármela
hecha un nudo no sé si en la garganta o en el corazón.
Es la imagen de M., llorando abrazada al cuello de Flamenco, con las
torres de la catedral compostelana al fondo. El viaje había
terminado y en aquella calle trasera de la Plaza del Obradoiro, un
camión de transporte de ganados de Santa María del
Puerto de Somiedo iba a llevar de regreso a Lamuño a nuestros
compañeros de camino durante una semana larga. Antes, todos
habíamos llorado de emoción y alegría al entrar
al trote inglés, devolviendo al eco de las viejas rúas
de Santiago el sonido de unos cascos y dejando que repicaran hasta
las baqueteadas lajas del Obradoiro, tras dejar que nuestros amigos
de cuatro patas, se abrevaran en la Fonte dos Cabalos. Recuerdo a M.,
despidiéndose de Flamenco, con los ojos azules, enrojecidos
por el llanto y una tristeza tan sentida que no le cabía en el
alma. Nos abrazamos. Abrazamos incluso a aquellas insoportables pijas
madrileñas que habían hecho con nosotros el viaje -no
dejaron de dar problemas, protestar y quejarse todo el camino-, a los
guías, al transportista de ganado somedano. El viaje había
concluído y comenzaba el tiempo de ir recordándolo como
una de las cosas más maravillosas que nos había
ofrecido la vida.
M. aún
tuvo ocasión de volver a montar a su querido Flamenco en
Lamuño, atravesar con él la pedregosa playa de la
Concha d'Artedo con las olas rompiendo en los cascos del bailarín,
vadear los regatos que llevan, bajo el impresionante viaducto de la
Autovía del Cantábrico, por el camino de San Martín
de Lluiña y seguir hasta la Playa de San Pedro de la Ribera,
para galopar por su orilla, haciendo al bravo andaluz volar por la
arena mojada de la bajamar.
Pero,
como escribió el poeta Xuan Bello, también los caballos
mueren. Tiempo después de no frecuentar el picadero de Lamuño,
nuestro amigo Jesús nos dio la última noticia de
Flamenco. Lo tenía con dos yeguas en un
prau cerca
de Oviñana y una tarde, cuando Jesús iba a llevarles
pación,
el caballo relinchó, se alzó de manos y saltó la
valla de la finca hasta la carretera. Fue visto y no visto. Un camión
que recogía la leche de las caserías de la zona se topó
con el animal sin que le diese tiempo al conductor de evitar el
choque. Así murió Flamenco.
Miro
esa foto que le hice en las caballerizas de Lugo, unas horas antes de
que se fugase de la cuadra y corriera como el loco que era con
aquellas percheronas gallegas por toda la finca hasta que al día
siguiente la ocasión y un poco de astucia por mi parte logró
que lo cogiera. Así es la vida. Con frecuencia, como los
antiguos griegos, nos decimos que sólo los mejores mueren
antes de que llegue su hora y se le llenan a uno los ojos de
lágrimas, como a M., cuando se abrazó a él, en
aquella rúa sombría de Compostela, al ver a Flamenco,
ahí, tan tranquilo, tan guapo,hozando entre la paja de la
cuadra, ahora que tantos de los mejores han caído y ya casi
nada importa.
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