Amadeu Ferreira podría pasar perfectamente por un escritor imaginario. Natural de Sendim, Vicepresidente de la Comision de Valores Inmobiliarios y profesor de Derecho en la Universidad Nueva de Lisboa, es uno de los más prolíficos autores actuales en lengua mirandesa. A falta de una nómina suficientemente amplia de compañeros de viaje en la tarea de revitalizar la literatura en ese idioma del tonco asturleonés, desde hace tiempo ha tenido que inventárselos a través de diversos seudónimos: Fracisco Niebro, Marcus Miranda, Fonso Roixo. Bajo estos nombres ha venido publicando diversos volúmenes de narrativa, poesía, ensayo y versiones al mirandés de poetas latinos como Catulo y Horacio.
En la
solapa del único libro que tengo de él, su fotografía:
como de fotomatón, en la que aparece un tipo de bigote cómico
y tocado por una amplia boina (casi una chapela), no ayuda mucho a
dotarlo de personalidad real. El título de la obra: “La
Bouba de La Tenerie” (La Boba de La Curtidora) tampoco parece que
ayude en exceso a tomarse en serio su calidad como escritor. Con eso
y todo, a uno le pudo más la curiosidad por leer una novela en
lengua mirandesa que los prejuicios y, como más de una vez nos
ha sucedido a lo largo de esta vida llena de trampas y máscara,
para alegrarse de lo engañosas que pueden llegar a ser las
primeras impresiones.
La
novela de Amadeu Ferreira -firmada con el seudónimo de
Fracisco Niebro- nos lleva a los años convulsos del siglo XVII
en la tierra de Miranda, una zona donde el Tribunal de la Inquisición
se empleó a fondo para erradicar las numerosas comunidades de
criptojudíos que se habían asentado en sus aldeas y
villas, tras huir de los reinos de Castilla y León. Junto a
estos cristianos nuevos (de cuya presencia en tierra mirandesa aún
quedan vestigios en la “fala” corriente actual con expresiones
como “facer la sinagoga”: juntarse un grupo de mujeres a
cuchichear asuntos privados...), otros personajes fronterizos:
buscavidas, buhoneros, frailes heterodoxos, como el protagonista de
esta historia: Fray Antonho de la Santíssema Trindade,
herético, bisexual, admirador de su contemporáneo Fray
Luis de León, de quien le cuenta su superior en la Orden, el
Padre Agustín, que fue su amigo en la juventud y que hablaba
con él en su idioma materno: el asturleonés hermano de
la lhengua de Miranda.
La
propia lengua, tiene un papel destacado en esta novela histórica,
como expresión del pueblo llano y también en su
dimensión de “fala”, casi mágica, un don que Fray
Antonho parece poseer para sanar con ella las enfermedades del
espíritu y de la mente. Lenguas que sanan y que también
-tal vez por ello- pueden ser peligrosas. Así se lo recuerda
el superior al fraile errante en el diálogo donde evoca a su
amigo Luis de León:
“Beio
que falais cumo ls de Aliste y desses lhados para ende. Mas essa
tamien era la fala de l miu amigo fraile Luis de León, tenéis
la mesma fala. Ten cuidado, Antonho, que las lhenguas son ua cousa
peligrosa”.
La
virtud sanadora de la lengua la descubre casualmente Fray Antonio al
visitar a una muchacha encerrada por loca (“la bouba”) y
comprobar que cuando le habla ella se calma y parece recobrar la
lucidez en la forma atenta y serena de la mirada:
“Las
palabras que you dezie antrában andentro de Laurinda cumo una
malzina (...)La cura de Laurinda solo podie benir de la fala, de las
palabras que you nun paraba de dezir(...)”.
Este
convencimiento llevará al fraile en sus días finales,
recluído en una celda de la Inquisición de Coimbra, a
escribir un tratado sobre la sanación a través de la
lengua. Sus reflexiones acerca del valor de la fala, especialmente de
la propia que cada uno mama en su casa, le llevan más allá,
a verla como una expresión de la pura libertad: “La fala
bola cul aire i naide la prende, por esso la lhibardade stá
mais en l falar que en l calhar”.
En la
novela del prolífico Amadeu Ferreira abundan los aforismos,
como el citado u otros, casi siempre referidos a la importancia de
ser fieles a un origen y a una identidad: “Por bien pequeinhos que
séiamos, l mundo nunca se acaba adonde nós queremos,
bota sues raízes para alhà la nuossa selombra”, se
dice el fraile mirandés, recordando al hombre que siempre le
acompaña. “Solo palabras que serenas sálen i camina
puoden serenar quien las recibe an sue casa”, escribe en su tratado
sobre la sanación por la “fala” en la prisión donde
la Inquisición de Coimbra lo ha recluído tras
condenarlo a la hoguera por practicar el “pecado nefando”.
En el
siglo en el que podemos llevar el mundo entero, la biblioteca de
Babel y todas las conexiones con la realidad en el bolsillo, en una
tableta de las dimensiones de una billetera, aún son legión
en armas los que siguen considerando las relaciones amatorias entre
individuos del mismo sexo un nefando pecado y en general cualquier
expresión vital que se manifieste distinta a la de su orden
uniforme y totalitario: hasta las indefensas lenguas minorizadas y su
intento de revitalización son vistas por esos energúmenos
del nuevo Santo Oficio tan peligrosas -se lo advertía el Padre
Agustín a su protegido Fray Antonho- como las ofensivas
terroristas, a las que no es infrecuente que se les asocie.
Algo
de todo eso sabemos los que desde este confín del mundo
llamado Asturies intentamos desde hace décadas revitalizar el
milenario idioma en el que durante unos cuantos siglos se entendieron
con hermanas palabras gentes de este lado del cordal y sus vecinos de
las tierras de León, Zamora, Miranda, los territorios del
histórico dominio asturleonés que tan certeramente
describió don Ramón Menéndez Pidal. A los que
tengan la suerte de leer esta novela -espléndida, llena de
sugerencias sutiles, amor por un paisaje que es el mismo de la lengua
donde se habla, de bosquejos de personajes tan vivos como en el
tiempo en el que fueron almas de la tierra de Miranda- les va a
“prestar” -como también se dice en mirandés ¡y
en portugués- encontrarse con líneas que podían
haber sido firmadas por cualquier escritor del occidente astur:
“Tengo
que ancarar culas muralhas. L que alhá bai, yà alhá
bai. Mas nun passa. Las muralhas feitas pa la guerra i fui alhá
que you perdi la mie. Ua guerra que nunca chegou a ser”.
Amadeu
Ferreira parece la identidad de un escritor imaginario. Existe, es
Vicepresidente de la Comisión de Valores Inmobiliarios,
presidente de la Associaçon de Lhêngua Mirandesa,
traductor de Catulo y Horacio y sabe Dios cuántas otras cosas
más. Es autor además de una de las novelas que más
me han emocionado en mucho tiempo,por la historia que en ella se
cuenta y por escucharla contar en esa lengua tan cercana a la nuestra
asturiana (prácticamente es la misma que aún hoy se
habla en Degaña y en comarcas limítrofes de León),
tan cercana a todas las lenguas pequeñas, sin fortuna
histórica ni social. Unos cuantos inconformes nos empeñamos
en luchar por su supervivencia y su posible y deseable
revitalización, no por querencia al “rinconín” ni
atávico chovinismo, sólo porque creemos en el valor de
la palabra, de cualquier palabra como expresión de la
inteligencia y el espíritu del ser humano, de esa verdad que
si no pudiese ser dicha con palabras se hubiese quedado siempre en la
oscuridad y nosotros también luchamos contra la oscuridad. Lo
dice mejor Fray Antonho de la Santíssema Trindade traduciendo
a su lengua los versículos del Evangelio de San Juan:
Al
ampeco eisistie la Palabra.
La
Palabra staba a la par de Dius
I la
Palabra era Dius.
Eilha
staba, al ampeço, a la par de Dius.
Todo
fui feito por eilha
I, de
todo'l que fui feito, nada fui feito sien eilha.
Neilha
staba la bida
I la
bida era la lhuç de ls homes.
La
lhuç relhumbra ne l scuro
Mas la
scuridon nun la quijo.
(Juan,
I, 1-5)
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