A
veces, cuando me miraba así, el aguafiestas que todos llevamos
dentro me hacía recordar que un día, más lejos o
más cerca, tendríanos que despedirnos.
La
verdad es que eso es lo que nos dice ese aguafiestas de cada cosa por
la que merece la pena el mundo: llegará el día en que
tendremos que despedirnos de todo ello, el día en el que lo
vamos a ver por última vez.
Supongo
que la intención del aguafiestas no es tanto la de amargarnos
la vida como advertirnos de lo frágil de la propia existencia
y de la necesidad de disfrutar de todo lo que nos pueda hacer felices
durante un instante fugaz o durante el resto de nuestros días.
Nos avisa de que estemos preparados, aunque, a la hora de la verdad,
nunca lo estemos.
Desde
luego, ayer al mediodía, mientras paseaba con los perros por
el parque del Rinconín y ellos se tiraban, a cada poco, a
ganar la cebada entre la yerba fresca para aliviarse del calor y por
puro gusto, el mundo parecía tan perfecto como si la muerte y
el dolor no existiesen en él. Al calor bochornoso que siguió
a la tarde y luego en la noche atribuí yo la dificultad con la
que Yola, la perrina, respiraba al volver de nuestro último
paseo del día. Abrí de par en par la ventana del
estudio y me senté a su lado para intentar tranquilizarla con
caricias y que su respiración, cada vez más agitada, se
sosegase. Ella se dejaba hacer y me miraba a los ojos fíjamente,
durante todo el rato que permanecimos así no me quitó
la vista de encima en ningún momento.
Me
seguía mirando y movió tímidamente el rabo
cuando la cogí en brazos para llevarla a una clínica
veterinaria con servicio permanente de Urgencias que hay en nuestra
calle. Y me siguió mirando así cuando unos brazos
extraños se la llevaron, con mucha delicadeza, hacia el
interior de la clínica.
Sólo
los que tienen o han tenido un perro saben como es esa mirada con la
que miran a uno a los ojos. No deja de ser curioso que un animal sea
capaz de mirar con una nobleza y complicidad que ni el más
honesto y bondadoso de los seres humanos conseguiría trasmitir
con tanta verdad.
Es lo
último que vi de ella. Su último regalo. Es también
lo primero que recuerdo de la primera vez que intenté
acercarme a Yola. Era un animalín escurridizo y temeroso a
quien habían maltratado de cachorro. Sus primeros dueños,
una familia con niños mostrencos y sádicos, la trataban
literalmente a patadas e incluso quisieron deshacerse de ella; la
salvó M., la hermana de mi mujer y con ella descubrió
una faceta que desconocía de los humanos: el cariño y
el arropo, todo un paraíso de atenciones y consentimiento de
caprichos, casi hasta el exceso. Circunstancias personales de su
nueva dueña y salvadora la llevaron a “empaquetárnosla”
en acogida en sucesivas ocasiones. Nos costó bastante, al
principio, lograr que confiase en nosotros y aún más
que nos aceptase como miembros de su manada. Yo reconozco que fui
ganándomela a base de pequeños sobornos: un trocito de
salchicha o de jamón york, una costilla pequeña que iba
dejándole por el camino, hasta que poco a poco, muy poco a
poco, fui consiguiendo que comiese de mi mano...aún así,
entonces, se limitaba a atrapar el bocado con urgencia y corría
luego a poner tierra de por medio entre ella y yo. En todo ese tiempo
de aprendizaje en el que fue convenciéndose de que mis
intenciones estaban lejos de ser aviesas no dejó de mirarme
nunca a los ojos. Desde entonces y hasta ayer nunca apartó esa
mirada, al principio recelosa y cuando ya me aceptó, franca,
cálida, con algo que no puedo por menos que llamar amor o
devoción, como ningún otro ser me ha mirado ni
seguramente me mirará... Hasta mis propios padres, mi hermana,
mi mujer, toda la gente que quise y que me quiso y que nunca voy a
olvidar me miraron alguna vez con reproche, recelo, enfado...La
perrina ni siquiera cuando la sometía a la -para ella- tortura
china de bañarla o de ponerla en manos de veterinarios cuando
no había más remedio o de peluqueras caninas para que
una vez al año le rebajaran y arreglaran sus enmarañadas
pelambreras. Ni siquiera en esas ocasiones incomprensibles para ella
me dirigió una mirada con mala intención y no porque
fuese una perrita arcangélica, que bien sabía mirar con
fuego en los ojos y hasta de reojo chulesco a quien no le ofrecía
suficiente respeto o confianza.
En los
últimos años, el traslado por motivos laborales de su
dueña a otras latitudes propició la acogida con
carácter, ya prácticamente, permamente de Yola en
nuestra manada, junto al otro can de la familia, Klaus, un macho
pointer con el que siempre vivió en un continuo “ni contigo
ni sin tí”, como es corriente en las mejores manadas. Fue en
este tiempo, en el que la perrina -lejos de su querida dueña-
me escogió como su auténtico faro y guía. Me
seguía sin desmayo detrás de cada paso que daba y hasta
los rincones que siempre uno había considerado más
privados, como el cuarto de baño. Nunca me quitó la
vista de encima, esa mirada que ayer vi por última vez,
despidiéndose de mi, sin saberlo -ni ella ni yo- y si en algún
momento desaparecía mi presencia de su ángulo de visión
mostraba tal agitación y desasosiego que parecía que
fuese a romperse de pena y dolor. Sé, sin ningún género
de dudas, que si hubiese sido ella la que tuviese que despedirse de
mi, la que me viese por última vez antes de desaparecer para
siempre, se habría muerto de pena. Me rompe el corazón
saber que yo no soy capaz de corresponderle con la misma arrebatada
fidelidad y que ahora que ya no la tengo cerca, detrás de mis
pasos, lamiéndome o intentando lamerme como una desesperada
cada vez que mi cara rozaba el campo de acción de su hocico
aunque fuese de manera casual, saltando y correteando sin parar de
mover el rabo y emitir unos graciosos ladridos que se asemejaban a
risas o algo muy parecido cada vez que me veía llegar a casa,
ni siquiera con ese dolor de que toda esa alegría y ese amor
que ella me proporcionaba ya es ahora mismo, puro recuerdo que
escuece y convierte el corazón en un revoltijo de nudos
ardientes, uno sería capaz de dejarse morir de pena, aunque
sea lo que siente en el alma. A fin de cuentas uno no es un perrín
fiel, es un ser racional, pensante, práctico -cuando no hay
más narices- y por tanto con capacidad para seguir viviendo
sin ella al lado. Los humanos -en algo teníamos que ser
superiores a las otras criaturas del reino animal- tenemos esa
capacidad para hacer de tripas corazón y poder seguir viviendo
-y hasta con ganas- con aquello que más quisimos, a quien más
nos quiso y como nunca nadie más nos querra (como dicen los
boleros y la verdad vulgar y profunda de la realidad) transformado en
memoria, en recuerdo encendido como un fuego que quema y duele, pero
también emociona al evocar toda la felicidad compartida con
esos que fueron presencia amiga, sentida, perdurable.
Como
todos los que tenemos perros a Yola y a Klaus, que aquí sigue,
aguantando mecha con sus trece años y su cuerpo de campeón
lleno de cicatrices, también uno tuvo siempre la costumbre de
hablarles como si fueran personas, de animarlos a correr y a
rebrincar cuando tocaba, de regañarles o afearles una conducta
impropia, de llenarles de piropos y exageradas lindezas. Es algo que
siempre hicimos los humanos con nuestros compañeros de viaje
irracionales: Siempre se le dijo “bravo”, “galano”, “rey”
al caballo que se montaba y respondía al jinete en situaciones
difíciles; siempre, antes de la industialización de la
ganadería, se animaba a la vaca al parir, llamándole de
todo: “preciosa”, “bendita”, “perla”. Sabe Dios las
enormidades de todo tipo que yo les tengo dicho a Yola y a Klaus. No
me da vergüenza ninguna decirle una más a esa perrina que
ya no me puede escuchar, aunque uno siga sintiéndola tan
cerca: “Yo qué sé. Que te puedo decir que tú
ya no supongas.Siempre tuviste esa capacidad para adivinarme el
pensamiento y las intenciones... Eso, que te echo mucho de menos,
amiguina. Me gustaría ser perro para morirme de pena por ti.
Perdóname por ser sólo un pobre hombre.
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