De los cuentos que reunió
el escritor vasco Bernardo Atxaga en su primer libro de éxito:”
Obabakoak”, hay uno del que sólo recuerdo el título,
porque me canta en la memoria cada noche mientras paseo a los perros
y a cena: Saldría a pasear todas las noches. Entonces se me
ocurre si de verdad saldía a pasear todas las noches de no
tener perros que sacar.
Antes, hace años, lo
hacía, salir todas las noches, más que por pasear, por
vivir unas cuantas horas más del día allí donde
las conversaciones, los encuentros casuales, los ritos antiguos de la
compañía siguen manteniendo la llama encendida en las
sombras de los bares. Entonces, como ahora, debo ser uno de los
últimos occidentales que aún mira el cielo sin el más
mínimo interés científico, sólo por el
gusto de ver cada noche cómo se encuentra la luna y, si la
contaminación lumínica y las nubes lo permiten, por
dónde andarán triscando los rebaños de
estrellas.
En la aldea de mi madre, Fariseo,
por los montes de Blimea, había un tontín, profesional
de la mendicidad ambulante, al que llamaban Miracielos, porque decían
que miraba más para el cielo que para el suelo por donde
pisaba. Algo de Miracielos debe tener uno para arrastrar desde que
tiene memoria esta manía de asomarse a un balcón o
pasear por las calles de la noche, en mi caso, mirando tanto hacia
los misterios de allá arriba, como hacia las cosas de por aquí
abajo.
Esta noche, pasaba por la Plaza
del Parchís con los perros y frente al Antiguo Instituto, en
uno de los skylines más singulares de Xixón, vislumbré
un racimo disperso de estrellas que no fui capaz de asociar a ninguna
constelación. Eran algo así -aunque infinitamente más
nobles- como esos políticos tránsfugas que se quedan
con su silloncito y a los que llaman oficialmente: diputados o
concejales no adscritos. Bien, éstas parecían de esa
suerte: estrellas no adscritas a ninguna constelación o esa
era la impresión que se tenía aquí en la tierra
(es probable que las nubes altas ocultaran a sus compañeras de
formación estelar). Recordaba uno con envidia al teósofo
Roso de Luna, no por haber escrito esa demencial barrabasada de “El
Tesoro de los Lagos de Somiedo”, sino porque tuvo la singular
fortuna de haber descubierto una estrella, que hoy lleva su nombre.
Me venían a la cabeza
también unos versos maravillosos de Gianni Rodari, un autor
italiano poco conocido en España que ha escrito poesía
para niños llena de gracia e inteligencia. En uno de esos
poemas habla de las estrellas sin nombre, como estas que aparecieron
hoy sobre el cielo de la Plaza del Parchís. Más que una
composición para lectores infantiles, a mi me parecen unos de
los versos más luminosos que dio la poesía italiana del
pasado siglo XX, superiores a muchos de Quasimodo, Ungaretti o
Montale. Dicen así:
I nomi delle stelle sono belli:
Sirio, Andrómeda, l'Orsa,
i due Gemelli.
Chi mai potrebbe dirli tutti in
fila?
Son piú di cento volte
centomila.
E in fondo al cielo, no so dove e
come,
c'è un milione di stelle
senza nome:
stelle comuni, nessuno le cura,
ma per loro la notte è
meno scura.
La voz de Rodari es tan clara y
“prestosa” como el chorro de una fuente. No necesita traducción.
Ella sola ilumina su propio camino como estas estrellas dispersas que
me refrescan en la memoria sus versos: estrellas corrientes, nadie
las estima, pero gracias a ellas la noche es menos oscura...
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