La
primera impresión de la pintura china antigua sugiere al que la contempla una
ligereza y una naturalidad que sólo parecen venir del trazo espontáneo de un
talento inspirado. Es la impresión que el arte oriental, en general, pretende
dar. Sin embargo hay que seguir viendo mucha pintura de los artistas antiguos
chinos para darse cuenta de lo engañoso de tal impresión, del magnífico enredo
en que hemos caído. Sólo entonces entenderemos que para ejecutar esas precisas
pinceladas de tinta o color en las que, a menudo, cuatro trazos sugieren un
paisaje de otoño o una joven que pasea melancólica junto a un lago, es
necesario que la sustente una sólida preceptiva técnica.
Son
muchos y variados los tratados sobre arte chino antiguo que han llegado hasta
nuestros días. En un riguroso, documentado y no por ello menos ameno volumen
divulgativo: “Teoría china del arte” del historiador chino-americano Lin Yutang
(del que existe, por lo menos, una traducción al castellano publicada en 1968
en Buenos Aires por Editorial Sudamericana) se repasan algunos de estos
tratados clásicos.
De
todos los que se habla en esta obra divulgativa a mi siempre me ha parecido
maravilloso el que se atribuye al poea Wang Wei (699-759 d. de C.) y que el
profesor Lin Yutang, sus traductores al español titulan: “Fórmulas para el
paisaje”. Se trata de una especie de recetario para la composición de pinturas
sobre la naturaleza, da igual real que imaginada. Y pese a haber sido escrito
-creyamos a la tradición- por un literato tan amigo de las noches de vino y
rosas como su paisano Li Po y que se pasó media vida vagabundeando de un confín
al otro del Imperio, sus recomendaciones estéticas son a veces tan rígidas y
concisas como las de un tratado de estrategia militar o un código legislativo:
“Cuando
se pinta un paisaje -nos dice- nuestra concepción de él ha de dejar correr el
pincel. Colinas de diez pies, árboles de un pie, caballos de una pulgada y
hombres de un décimo de pulgada. Los rostros distantes no muestran ojos; los
árboles distantes no muestran ramas; las colinas distantes no muestran
peñascos, sino que le las ve a medias, semejantes a cejas; las aguas distantes
no muestran rizos, pero llegan hasta las nubes en el horizonte”.
Sus
fórmulas, en ocasiones, parecen buscar la matemática viva de la pintura: “Una
roca ha de mostrarse con tres lados, y un camino, son sus dos extremos (el de
entrada y el de salida). En cuanto a los árboles, deben verse las formas de las
copas; respecto del agua, debe verse la dirección del viento”.
Otras
veces le sale el poeta chino que lleva dentro, ese poeta contemporáneo de
nuestros abstrusos reyes godos y que sigue sonando inusitadamente actual:
“Cuando
lluev, se funden tierra y cilo. Los días ventosos en que no llueve se muestran
con las ramas inclinadas; en los días lluviosos en que no hay viento, las copas
de los árboles parecen agobiadas y pueden verse paseantes con paraguas y
pescadores con trajes para el agua”.
También
se manifiesta en no pocas de estas líneas la vocación compartida con el
narrador que ha de tener el artista plástico:
“En
las primeras horas de la mañana, todas las colinas parecen comprender la
llegada del día y se muestran cubiertas de leves nieblas movedizas, mientras
una luna declinante palidece en el cielo. En el poniente, corona las montañas
un disco rojo, los barcos están en la orilla de un río o isleta con las velas
recogidas; la gente que retorna a su casa a comer apresura el paso, mientras la
puerta de la verja de la cabaña se ve entornada”.
Todas
estas fórmulas preceptivas, leídas entre líneas, vienen a sugerir lo contrario
de ciertos conceptos morales propios de la espiritualidad oriental, como los de
la no-acción y el no-deseo budistas. La pintura china antigua es un perfecto
ejemplo de que el arte mejora la realidad.
Más
que unas composiciones modélicas, en el tratado de Wang Wei, se percibe, con
frecuencia, un deseo de mostrar un mundo ideal, tal como debería de ser si la
naturaleza se rigiese por análogos principios de armonía que la preceptiva
artística:
“En
primavera las nueblas pueden extenderse sobre el pasaje, mientras en el aire
juega el humo de las chimeneas. Hay largas extensiones de nubes blancas, el
agua está teñida de azul y las faldas de las montañas cobran una sugestión de
verdor. En verano, altos árboles cubren el cielo y las verdes aguas permanecen
inmóviles; desde grandes alturas decienden cascadas y un solitario pabellón
aparece en las cercanías del agua. En otoño, el cielo es pálido, como el agua;
aquí y allí se ven racimos de árboles sin hojas, mientras las grullas vuelan
sobre las aguas otroñales e isletas y bancos de arena sembrados de juncos. En
invierno, la nieve cubre la tierra, se ven pasar leñadores con sus cargas, y
los barcos pesqueros están amarrados, a lo largo de la costa, al paso que las
corrientes son lentas y llanos los bancos de arena”.
Incluso
en ese mundo ideal, gobernado por el paso de las estaciones como en el
calendario de la memoria campesina, cabría pensar en composiciones para las que
ya habría un título anterior a la propia obra: “Algunos podrían ser: “Paisaje
encerrado en nubes y nieblas”; “Las nubes retornan para anidar en Ch'u”; “Cielo
otoñal en una mañana clara”; “Lápida rota en un viejo cementerio”; “Colores
primaverales en el lago Tungting”; “Extraviado en un lugar desconocido”, etc.”
El
tratado de Wang Wei condensa en sus fórmulas estéticas los cánones sobre los
que se fue cultivando la pintura del floreciente periodo de la Dinastía Tang.
Muchas de ellas siguen plenamente vigentes no sólo en materia de arte plástico,
también en literatura y en cualquier otra disciplina creativa. Un ejemplo final
son estas líneas en las que el autor de estas
“Fórmulas para el paisaje” realiza una encendida y aguda defensa de la
sutilidad:
“En
un paisaje no debe haber demasiados árboles, pues obstruirían la visión de las
colinas; éstas no deben alinearse en desorden, sino han de ayudar, más bien, a
subrayar el espíritu de los árboles. Puede considerarse como un artista del
paisaje a aquel que sea capaz de hacer estas cosas”.
Lo
afirma con rotundidad el viejo Wang Wei y no está de más recordar sus
enseñanzas hoy en que, más que en cualquier otra época de la civilización
humana, una gran parte de las mercancías que
se venden como auténtico arte contemporáneo no dejan de ser más que cuentos
chinos.
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