sexta-feira, 7 de junho de 2013

cuentos chinos



La primera impresión de la pintura china antigua sugiere al que la contempla una ligereza y una naturalidad que sólo parecen venir del trazo espontáneo de un talento inspirado. Es la impresión que el arte oriental, en general, pretende dar. Sin embargo hay que seguir viendo mucha pintura de los artistas antiguos chinos para darse cuenta de lo engañoso de tal impresión, del magnífico enredo en que hemos caído. Sólo entonces entenderemos que para ejecutar esas precisas pinceladas de tinta o color en las que, a menudo, cuatro trazos sugieren un paisaje de otoño o una joven que pasea melancólica junto a un lago, es necesario que la sustente una sólida preceptiva técnica.

Son muchos y variados los tratados sobre arte chino antiguo que han llegado hasta nuestros días. En un riguroso, documentado y no por ello menos ameno volumen divulgativo: “Teoría china del arte” del historiador chino-americano Lin Yutang (del que existe, por lo menos, una traducción al castellano publicada en 1968 en Buenos Aires por Editorial Sudamericana) se repasan algunos de estos tratados clásicos.

De todos los que se habla en esta obra divulgativa a mi siempre me ha parecido maravilloso el que se atribuye al poea Wang Wei (699-759 d. de C.) y que el profesor Lin Yutang, sus traductores al español titulan: “Fórmulas para el paisaje”. Se trata de una especie de recetario para la composición de pinturas sobre la naturaleza, da igual real que imaginada. Y pese a haber sido escrito -creyamos a la tradición- por un literato tan amigo de las noches de vino y rosas como su paisano Li Po y que se pasó media vida vagabundeando de un confín al otro del Imperio, sus recomendaciones estéticas son a veces tan rígidas y concisas como las de un tratado de estrategia militar o un código legislativo:

“Cuando se pinta un paisaje -nos dice- nuestra concepción de él ha de dejar correr el pincel. Colinas de diez pies, árboles de un pie, caballos de una pulgada y hombres de un décimo de pulgada. Los rostros distantes no muestran ojos; los árboles distantes no muestran ramas; las colinas distantes no muestran peñascos, sino que le las ve a medias, semejantes a cejas; las aguas distantes no muestran rizos, pero llegan hasta las nubes en el horizonte”.

Sus fórmulas, en ocasiones, parecen buscar la matemática viva de la pintura: “Una roca ha de mostrarse con tres lados, y un camino, son sus dos extremos (el de entrada y el de salida). En cuanto a los árboles, deben verse las formas de las copas; respecto del agua, debe verse la dirección del viento”.

Otras veces le sale el poeta chino que lleva dentro, ese poeta contemporáneo de nuestros abstrusos reyes godos y que sigue sonando inusitadamente actual:
“Cuando lluev, se funden tierra y cilo. Los días ventosos en que no llueve se muestran con las ramas inclinadas; en los días lluviosos en que no hay viento, las copas de los árboles parecen agobiadas y pueden verse paseantes con paraguas y pescadores con trajes para el agua”.

También se manifiesta en no pocas de estas líneas la vocación compartida con el narrador que ha de tener el artista plástico:

“En las primeras horas de la mañana, todas las colinas parecen comprender la llegada del día y se muestran cubiertas de leves nieblas movedizas, mientras una luna declinante palidece en el cielo. En el poniente, corona las montañas un disco rojo, los barcos están en la orilla de un río o isleta con las velas recogidas; la gente que retorna a su casa a comer apresura el paso, mientras la puerta de la verja de la cabaña se ve entornada”.

Todas estas fórmulas preceptivas, leídas entre líneas, vienen a sugerir lo contrario de ciertos conceptos morales propios de la espiritualidad oriental, como los de la no-acción y el no-deseo budistas. La pintura china antigua es un perfecto ejemplo de que el arte mejora la realidad.

Más que unas composiciones modélicas, en el tratado de Wang Wei, se percibe, con frecuencia, un deseo de mostrar un mundo ideal, tal como debería de ser si la naturaleza se rigiese por análogos principios de armonía que la preceptiva artística:

“En primavera las nueblas pueden extenderse sobre el pasaje, mientras en el aire juega el humo de las chimeneas. Hay largas extensiones de nubes blancas, el agua está teñida de azul y las faldas de las montañas cobran una sugestión de verdor. En verano, altos árboles cubren el cielo y las verdes aguas permanecen inmóviles; desde grandes alturas decienden cascadas y un solitario pabellón aparece en las cercanías del agua. En otoño, el cielo es pálido, como el agua; aquí y allí se ven racimos de árboles sin hojas, mientras las grullas vuelan sobre las aguas otroñales e isletas y bancos de arena sembrados de juncos. En invierno, la nieve cubre la tierra, se ven pasar leñadores con sus cargas, y los barcos pesqueros están amarrados, a lo largo de la costa, al paso que las corrientes son lentas y llanos los bancos de arena”.

Incluso en ese mundo ideal, gobernado por el paso de las estaciones como en el calendario de la memoria campesina, cabría pensar en composiciones para las que ya habría un título anterior a la propia obra: “Algunos podrían ser: “Paisaje encerrado en nubes y nieblas”; “Las nubes retornan para anidar en Ch'u”; “Cielo otoñal en una mañana clara”; “Lápida rota en un viejo cementerio”; “Colores primaverales en el lago Tungting”; “Extraviado en un lugar desconocido”, etc.”

El tratado de Wang Wei condensa en sus fórmulas estéticas los cánones sobre los que se fue cultivando la pintura del floreciente periodo de la Dinastía Tang. Muchas de ellas siguen plenamente vigentes no sólo en materia de arte plástico, también en literatura y en cualquier otra disciplina creativa. Un ejemplo final son estas líneas en las que el autor de estas  “Fórmulas para el paisaje” realiza una encendida y aguda defensa de la sutilidad:

“En un paisaje no debe haber demasiados árboles, pues obstruirían la visión de las colinas; éstas no deben alinearse en desorden, sino han de ayudar, más bien, a subrayar el espíritu de los árboles. Puede considerarse como un artista del paisaje a aquel que sea capaz de hacer estas cosas”.

Lo afirma con rotundidad el viejo Wang Wei y no está de más recordar sus enseñanzas hoy en que, más que en cualquier otra época de la civilización
 humana, una gran parte de las mercancías que se venden como auténtico arte contemporáneo no dejan de ser más que cuentos chinos.



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