Hace tiempo trabajé en una Compañía de Seguros. Además de vender pólizas, a veces tenía que sustituir al cobrador de Decesos por los domicilios.
En cierta ocasión, tras el fallecimiento de un asegurado, me enviaron al domicilio familiar de éste para regularizar unos costes añadidos que se habían producido en el sepelio.
Recuerdo el lugar, un caserón viejo, de tres pisos, sin ascensor y una bruñida escalera de madera que rechinaba en cada paso. Llamé al timbre. Un anciano de rostro fatigado y pálido me abrió la puerta. Por la expresión apagada de sus ojos, deduje en ese momento que tal vez era ciego.
- ¿Don Francisco Fernández López? -pregunté.
Me di cuenta inmediatamente de mi desliz. Aquel hombre me había puesto nervioso y me limité a leer el nombre del titular de la póliza, en lugar de preguntar por sus familiares.
- Usted, disculpe. Preguntaba por los familiares del fallecido...
El anciano inclinó el rostro hacia mi.
- ¿Qué fallecido?
La copia de la póliza me cayó al suelo. La recogí, incorporándome, torpemente.
- Buscaba a los familiares del difunto, de don Francisco Fernández López...Soy de la Compañía de Seguros...
Sentí la voz del anciano muy cerca, anque no percibí su aliento.
- No, me temo que no... -murmuró, sin modificar su expresión sombría-. Pero qué casualidad...Yo también estoy muerto.
Di un paso atrás, alarmado al comprobar que no se trataba de un ciego, sino de un loco.
- Perdón, creo que me equivoqué de puerta -dije, bajando precipitadamente las escaleras.
Su voz me persiguió hasta la salida por el portal y aún me pesigue:
- No, creo que el que se equivocó de puerta he sido yo...
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