Se había alejado por el puerto viejo con una caña de pescar al hombro. Cerca de los almacenes de redes se cruzó con la pareja de carabineros que hacía la ronda nocturna y les dirigió un vago saludo, llevándose la mano a la gorra. Esperó a que se perdieran tras el muro del dique y entonces saltó a la lancha.
Remó, procurando que las palas se hundieran lentamente en el agua para evitar hacer ruido o dejar una estela demasiado visible. Sólo cuando hubo dejado atrás el último espigón de los muelles arrancó el motor.
Al otro lado de la frontera lo esperaba una mujer alta, vestida con un largo abrigo negro y el pelo recogido en un pañuelo del mismo color. Apenas se le veía el rostro y a pesar del porte espigado, su voz era la de una anciana. Llevaba una baqueteada maleta de piel.
La ayudó a embarcar y antes de que se acomodara en el banquillo de popa, se dirigió bruscamente a ella:
- El pasaje por adelantado...
Ella depositó la maleta bajo la tabla del banco, se anudó el pañuelo detrás de la nuca y emitió algo parecido a una carcajada.
- ¿Desconfía de mí?
- No sólo de usted. Quiero el dinero.
De un bolsillo del abrigo sacó una abultada cartera de acordeón.
- ¿Necesita también el pasaporte?
- Con el dinero será suficiente.
Le alargó dos billetes nuevos, sin una arruga o una doblez. Al cogerlos pudo percibir el olor de la tinta.
- ¿No serán falsos?
- Querido amigo, en el mundo no hay mayor falsedad que la del dinero. Estos billetes, sin embargo, son auténticos, los retiré del Banco esta misma mañana.
Zarparon hacia el otro lado de la frontera. El patrón apagó el motor a unos cien metros del puerto. Entró remando, con idéntico sigilo al empleado en la partida.
Ya en tierra, la anciana le preguntó si podría pasar la noche en su casa.
- Tengo dinero suficiente para pagar la cama y si es posible el almuerzo de por la mañana.
El negó con la cabeza. No le daba buena espina aquella mujer.
- Somos demasiados en casa, no hay una cama libre que pueda ofrecerle. Allí al final del puerto, junto a la iglesia, hay una fonda donde podrá hospedarse usted con toda confianza. Si quiere la acompaño.
La anciana recogió la maleta y le dio la espalda con desdén.
- Se lo agradezco de veras, pero puedo caminar sola hasta esa fonda.
El marinero se llevó una mano a la gorra, sin saber que decir.
- Bueno. Entonces no hay más que hablar. Si alguna vez vuelve a precisar de mis servicios, ya sabe dónde estoy.
La figura desgarbada de la mujer siguió su camino por el malecón. Se volvió para dedicarle un gesto de desprecio.
- Dudo mucho que nos volvamos a ver, caballero. Soy La Buena Suerte y raramente vuelvo a frecuentar a quien me desdeñó una vez.
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