Llevaba muchas horas conduciendo y aunque mi propósito era hacer noche ya en Portugal, en A Póvoa de Varzim -como tantas veces-, en el momento en que noté que empezaban a fallarme los reflejos, me dispuse a parar en el primer garito que encontrase por el camino.
A un par de kilómetros de Porriño mis faros vislumbraron el cartelucho de lo que parecía un hostal de carretera.
Detuve el coche y me acerqué a la única puerta que aparecía iluminada por el tragaluz. Era el único signo de vida que se detectaba en todo el viejo caserón de piedra labrada y techo, medio de teja, medio de huralita. En el dintel del portal había un letrero rotulado en gruesa caligrafía: "Llamar.24 Horas.". Por ningún lado había aviso de que el hostal estuviese cerrado, de modo que pulsé el timbre.
Al rato sentí unos pesados pasos golpeando escalones de madera. Me abrió un hombre mayor de aspecto cansino y unas imponentes ojeras del color de los cardenales. No pareció sorprenderse de mi llegada. Me dio las buenas noches con una absoluta indiferencia, sin mirarme siquiera a la cara.
- Supongo que viene usted a revisar las cañerías -dijo, sin volverse e invitándome con un vago movimiento de la cabeza a seguirle, escaleras arriba-.
No es una hora muy católica para venir, pero bueno, a mi tampoco me importa mucho. ¿Sabe? Como no pego ojo por las noches, bien recibido sea. Así me entretengo un rato...
Balbuceé, sin llegar a articular palabra, señalando a la vez mi bolsa de viaje.
- Mire, en realidad...Yo...
El anciano siguió andando hasta el último peldaño y entonces se volvió.
- Ah...La herramienta. Puede subirla hasta el cuarto. Si necesita algo, por ahí debo de tener yo material...Siempre me gustaron las chapuzas. Ahora...ya con la edad...
Hice un acopio de ánimo y alcé la voz, tan sereno como fui capaz.
- Perdone usted, señor. Yo sólo quiero saber si tiene un cuarto libre para pasar la noche.
Me miró como si acabara de aparecer en ese mismo instante.
- ¿Un cuarto? Entonces ¿no es usted el sobrino de Moncho, que viene a mirarme la avería? ¡Acabáramos!
No supe cómo interpretar su última expresión. Señalé de nuevo mi equipaje.
- ¿Tiene usted algún cuarto libre?
Logré subir el último peldaño y ponerme a su altura.
- ¡Le pregunto si tiene usted una habitación para pasar la noche! -grité- ¡A ver si nos aclaramos!
Esbozó una lúgubre sonrisa.
- ¡Acabáramos! -repitió-. Tengo todos los cuartos libres, puede usted coger el que quiera...No necesita ni llave. Aquí no se cierra ningún cuarto con llave. Nunca se cerró desde que lleva abierto el hostal...Y van ya más de cincuenta años. En todo ese tiempo nunca tuvimos un problema con nadie.
Me alarmé un poco al escuchar que iba a dormir en un cuarto sin la posibilidad de poder cerrarme por dentro. Aunque el anciano parecía inofensivo, no me hacía ninguna gracia pasar la noche en una pensión de mala muerte donde no se estilaba la costumbre de cerrar las habitaciones con llave. Nunca me había encontrado en una situación similar.
- No sé -respondí-, en ese caso, me da igual...Bueno, ¿si fuese posible un cuarto con ventana?
El hombre fue abriendo las puertas de las cinco o seis habitaciones de la galería. En la última se quedó un rato jugando con la manecilla de la puerta. Se giró hacia mi y con una expresión entre el asombro y la ferocidad, casi aulló:
- ¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa?
Por primera vez sentí miedo.
- El cuarto -le contesté, suavizando el tono de voz, como dicen que hay que hacer con los niños irritados y las personas a las que se les ha ido algo la cabeza-. Me estaba usted enseñando los cuartos para ver en cuál podía pasar la noche. ¿No se acuerda? Si quiere le pago ahora, por adelantado.
Asintió con la cabeza, sin mucha seguridad.
- Ah, sí...Coja usted el cuarto que quiera. Y si necesita algo estoy abajo viendo la televisión...Como no pego ojo en toda la noche...
Para terminar con aquella situación y poder retirarme a descansar cuanto primero, empujé con la bolsa de viaje la puerta que tenía justo al lado. Encendí la luz y le di las buenas noches.
El cuarto me recordaba a los de esas decrépitas pensiones de Lisboa y Porto donde hace más de veinte años, cuando era joven, le encantaba sentirse
fuera del tiempo o de la vida ordinaria, y a las que hoy, menos inocente y romántico, uno prefiere cualquier impersonal habitación de hotel donde uno no tenga la impresión de estar acostándose en la mortaja de un sifilítico tuberculoso, rodeada de la marcha nocturna de chinches y cucarachas. En todo caso estaba rendido, agotado hasta el límite de mis fuerzas por la conducción seguida durante tantas horas y que en aquel tira y afloja demenciado con el patrón del hostal había llegado ya al extremo total.
Me acosté, introduciéndome entre las sábanas con la luz apagada, para evitar cualquier susto de última hora y no tardé en dormirme.
Un violento terremoto en la puerta de la habitación me despertó de pronto.
- ¿Quién anda ahí? -una voz angustiada y colérica acompañaba los golpes en la hoja de la puerta- ¿Quién anda ahí?
Entre los párpados aún pegajosos de sueño vi una figura humana abrir de golpe y avalanzarse sobre mí:
- ¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa? ¡Voy a llamar a La Guardia Civil ahora mismo si no se marcha!
Me levanté de un salto, como había visto hacer tantas veces en los telefilmes a los que se ven sorprendidos de esta manera en su cama. Tuve que sujetar al patrón del hostal por las muñecas para evitar que, como mínimo, me estrangulara.
- ¡Tranquilícese! -ordené, más que intentar sosegar al atacante-. ¡Y déjeme hablar!
Lo solté, mirándolo a los ojos. Intenté una sonrisa.
- Esté usted tranquilo, hombre. ¿Cómo se llama usted? Antes, cuando me enseñó los cuartos del hostal, creo que no me lo dijo...
El anciano pareció sosegarse. Con la mirada perdida, se sentó en la silla que había enfrente de mi cama.
- Abilio. Me llamo Abilio...Perdóneme, sentí ruidos aquí arriba, pensé que eran ladrones...Hace tiempo que no tengo huéspedes...Me asusté...
No le repliqué que el asustado era yo ni que aún me temblaba la sangre en las venas. Encendí un cigarrillo para intentar recobrarme del sobresalto. Pensé que ya no iba a ser posible dormir después de la inesperada irrupción del viejo fondista en mi cuarto.
- ¿No tendrá usted una copita de aguardiente para mi, Abilio?
- Claro que sí. No faltaba más, después de la que le armé. Venga, venga conmigo abajo, que le voy a convidar al mejor aguardiente de toda Pontevedra. Me lo destila un amigo, de A Cova da Serpe, de aquí al lado, que hicimos los dos la mili juntos en El Ferral de León...¡El Mejor aguardiente de toda Pontevedra!
Lo seguí, escaleras abajo, hacia la vivienda. Me invitó a sentarme en una larga mesa cuadrangular en la cocina. Al lado palpitaba el fuego en los rescoldos de un fogón.
- No, ahí no se siente -me indicó Abilio-, en esa silla se sentaba mi madre, a miña nai , que Dios en gloria tenga...
Hice ademán de sentarme en la silla que estaba junto a aquella y que tenía un cojín lleno de pelusa y polvo.
- No, ahí, tampoco...Esa era la silla de O Moucho, un gato que tuvimos muchos años y que era como de la familia...¡Animaliño!
Esperé de pie a que él me señalase el asiento que me correspondía y el anciano apuntó con el índice para la silla que estaba más cerca del fogón.
- Ahí, no se sentaba nadie de esta casa -dijo, colocando un par de vasos sobre el hule de la mesa-. Puede sentarse tranquilo.
Llenó los vasos con aquel aguardiente que era, según su loa, el mejor de toda Pontevedra y que a mí, simplemente, me pareció el de mayor graduación alchohólica que había bebido nunca en Galicia. Sacó un librito de papel de liar de un bolso del chaleco y de otro bolso una cajetilla de Ideales. Preparó el pitillo con un esmero que tenía el mismo ritmo de las lentas y minuciosas narraciones orales que me fue relatando y que venían a resumir el medio siglo del hostal que abrieran sus padres y que luego él heredara.
- Una vez paró aquí un transportista portugués...Pidio un cuarto, como usted y algo de cenar. Le servimos lo único que había: un par de huevos fritos con chorizo y patatas. Se fue a dormir. A la mañana siguiente, la moza que teníamos para limpiar los cuartos y hacer las camas, bajó corriendo a esta misma cocina.... gritaba como una loca. El portugués se había muerto durmiendo. Llamamos a la Guardia Civil. Ellos llamaron a la policía de Portugal, a la Gardinha, que le llaman por allá. Entre ellos arreglaron la manera de llevar a aquel hombre para que le dieran reposo en su tierra. El camión siguió ahí, justo donde tiene usted el coche aparcado. Nadie se quería hacer cargo de él. Un día, pasé yo junto al camión y donde tiene la cabina, olía muy mal,
un fedor espantoso, nunca olí algo tan espantoso...Pasaban los días y aquel fedor nos llegaba hasta la casa. Di parte a la Guardia Civil. Se presentaron y abrieron la cabina del camión. ¿Sabe lo que había dentro? Ni más ni menos que una mujer descuartizada...Lo que quedaba de ella...Todavía me acuerdo de aquel olor, nunca olí algo tan espantoso...Sí, señor, por este hostal, pasaron muchas peripecias...
El aguardiente me había llevado a un estado en el que me limitaba a asentir a cada una de aquellas historias truculentas o divertidas que Abilio hilaba una con otra, preso de una repentina euforia. La botella de aguardiente se iba vaciando, mientras el patrón de la fonda contaba y contaba, y yo asentía, pidiéndole que siguiera relatando, que por mí, no tenía ninguna prisa.
De pronto el anciano interrumpió su animada narración y me dirigió una mirada poco amistosa:
- ¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa? ¡Voy a llamar inmediatamente a la Guardia Civil?
Yo ya no tenía fuerzas para oponerme a nada.
- Abilio -dije, como buenamente pude-, tranquilícese. Me tomo esta copa y me voy a dormir. Lo dejo aquí con sus cosas y mañana será otro día, Abilio...
El anciano seguía mirándome con una desorbitada fiereza:
- ¿Abilio, qué Abilio? ¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa?
- ¿No se llama usted Abilio? -repliqué, sin saber muy bien lo que decía-. ¿Me quiere volver loco?
Se levantó apuntándome con el índice de la mano derecha.
- ¡Usted es el que quier volverme tolo! ¡Ahora mismo llamo a la Guardia Civil!
Debí dormirme sobre la mesa. Me despertó un manotazo en el hombro.
- ¡Eh, despierte! ¡Arriba, ya está bien!
Abrí los ojos, dos agentes de la Guardia Civil me zarandeaban. Por un momento creí que seguía soñando una pesadilla.
- ¡Ya es hora de despertar!
El guardia que me gritó al oído me hizo una especie de cosquillas bajo el brazo. Salté de la silla.
- ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? La documentación, por favor...
Intenté despejarme. Busqué el DNI en el bolso de la chaqueta. Mientras lo examinaban los guardias comencé a relatarles cómo había llegado a aquel hostal de mala muerte de noche, cómo me había recibido el dueño...
Entonces reconocí la voz de Abilio. Se colocó entre los dos guardias, con la cabeza haciendo nones y la mirada caída hacia el suelo.
- Perdonen ustedes, señores -decía-. Este caballero es un huesped del hostal que vino a pasar la noche y no sé bien por qué les llamé...Debí asustarme al oir ruidos arriba...Pensé que eran ladrones...Hace tiempo que no para nadie aquí...Perdóneme usted también, amigo...Últimamente no ando muy bien de la cabeza...
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