Del
antiguo monasterio de Santa María de Belmonte o Lapedo,
apenas quedan en pie unas cuantas piedras, el retablo de una de sus
capillas en una braña de Tineo y, exenta del terreno que ocupó
el cenobio, a una legua aproximada, por la carretera de Somiedo,
también la fragua de mazo y fuelle de la ferrería,
reconstruída y señalada con un cartel que la califica
de romana (tal vez por el orígen técnico del ingenio).
De sus dominios terrenales -que se extendían por buena parte
del occidente de Asturias y el norte de León- sólo
perduran las palabras con las que una vez fueron nombrados y
escritos, en un montón de legajos custodiados en el Archivo de
la Real Chancillería de Valladolid y el Histórico
Nacional de Madrid, entre otros.
La
Academia de la Llingua Asturiana publicó hace tiempo una
muestra de esta documentación correspondiente al siglo XIII,
en una edición a cargo de Margarita Fernández Mier, que
prescinde de todo andamiaje crítico para ofrecer simplemente
la lectura de los documentos seleccionados: donaciones, ventas,
compras, etc. El lector hedónico agradece la desnudez de estos
textos que se pueden disfrutar en calidad de series de enumeraciones
de las diversas industrias que movían el mundo en esos días
medievales, un mundo no tan lejano al que conocieron los campesinos
asturianos del pasado siglo XX
y
cuyas ruinas aún alientan en estas primeras décadas del
XXI.
Donde otros sólo ven estas industrias y las economías o avatares históricos en los que se contextualizan, el que lee por simple gusto y curiosidad, saltándose los reiterados formulismos y demás paja notarial, encuentra en las líneas provechosas fragmentos de una realidad que podría formar parte de una novela, no sé si del Ciclo Artúrico y la Materia de Bretaña o de unos versos que podría haber encoplado un trovador de Belmonte o Salas, contemporáneo y conocedor de la lírica galaico-portuguesa y provenzal. Para los actuales hablantes del idioma asturiano, a falta de una literatura medieval, ciertas líneas de estos legajos vienen a suplir la querencia por las formas escritas más antiguas de nuestra lengua.
Donde otros sólo ven estas industrias y las economías o avatares históricos en los que se contextualizan, el que lee por simple gusto y curiosidad, saltándose los reiterados formulismos y demás paja notarial, encuentra en las líneas provechosas fragmentos de una realidad que podría formar parte de una novela, no sé si del Ciclo Artúrico y la Materia de Bretaña o de unos versos que podría haber encoplado un trovador de Belmonte o Salas, contemporáneo y conocedor de la lírica galaico-portuguesa y provenzal. Para los actuales hablantes del idioma asturiano, a falta de una literatura medieval, ciertas líneas de estos legajos vienen a suplir la querencia por las formas escritas más antiguas de nuestra lengua.
Y así
cuando leemos en estos documentos que una tal Marina Pelaiz “filla
de donna Loba & de Pele pedriz del campo” vende al monasterio
de Belmonte y a su abad don Froyla, toda su herencia al simbólico
precio de tres “morabetinos” (maravedíes), a cambio de
salvar su alma y las de “mia madre & de mio padre”, siendo su
última voluntad que: “a mia morte si dientro portos morrer
con pouco o con maes, uenir prender sepultura en Monesterio de
belmonte”, nos sentimos dichosos de poder imaginar el romance de la
vida de esa señora, cuya madre arrastraba el nombre de Loba y
su padre Pele Pedriz del Campo y por qué encomienda a la
piedad de la comunidad monástica el alma de ellos y la suya
propia, ya muriese con mayor o peor fortuna dentro de los dominios de
Santa María de Belmonte. O que otro tal Pedro Gonzaluiz
entrega al monasterio por cincuenta “morabetinos” todas sus
propiedades en un alfoz de la Pobla de Grado, así ennumeradas:
“controzios ye una bona casa, terras lauradas ye por laurar, domado
ye por domar, fontes, montes, arbores, Lantados, Prados, pascos,
felgueras, Molneras, Rozas, Diuisas, con suas antradas ye con suas
salidas, dentro ye fora a monte ye aualle”. Se habla en estos
legajos también de tierras “dondas (suaves, fértiles)
ye bravas”, de “iuguerías” (pastos cercados y cuadras)
con todo el ganado que en ellos se halla: “dos bues & duas
uacas & dolce ouellas & todas presseas de bues”. Y se
rubrican con rotundas maldiciones, sustentadas tanto en el castigo
divino como en la pena terrenal: “se alguno de mio linage o dotro
estranno quisier esta uendicion que yo fago contrariar o corrimpier
sea maldito & escomungado & peche auos oquien uostra uoz
teuvier C morabetinos”.
Los
escribanos que caligrafiaban estos documentos al dictado de los
abades de Santa María de Belmonte nombraban en su precario
romance asturiano cosas que eran tan reales y valiosas como los
maravedíes (sus “morabetinos”) contantes y sonantes con
los que enriquecían al cenobio los vendedores y donantes de
los contornos a cambio de la salvación de sus almas y de la de
los suyos o de un enterramiento digno en el suelo sagrado de la
comunidad monástica. Los propios abades, codiciosos por seguir
acrecentando el patrimonio del convento, no ignoraban que aquellas
cosas, puestas negro sobre blanco, la palabra escrita, representaba
la legitimidad y perdurabilidad de toda su riqueza. Aquellas palabras
no las iba a llevar el viento.
El
viento (todos los vendavales, las tormentas, los aguaceros, las
nieves...la adversa climatología propia de estas tierras) y el
tiempo no se llevaron las palabras perdurables, aunque sí, una
tras otra, cada cosa que nombraban: fuentes, montes, tierras labradas
y por labrar, cultivadas y por cultivar, ganados, aperos, molinos,
viñas, castañales, pomaradas, con sus entradas y
salidas, incluso el oro o la plata de los maravedíes se iba a
ir corrompiendo y arruinando hasta quedar en nada o en lo que es lo
mismo, a efectos materiales, en simple recuerdo.
Por
una de esas inquietantes venturas del azar esta publicación de
la Academia de la Llingua Asturiana del año 95 con
documentación del antiguo monasterio de Santa María de
Belmonte reapareció hoy -después de darla por perdida
en alguna mudanza- junto a un objeto sin aparente relación con
el libro, un sombrero de mujer. Dio con ellos Lorgia, la chica
peruana que cuida de mi madre, al hacer limpieza en un armario del
cuarto que ocupé hasta mediados de los noventa en la casa
familiar de Xixón. Cuando esta tarde acudí a visitar a
mi madre no sé cuál de estas cosas me sorprendió
más volver a recuperar. Los documentos belmontinos me tuvieron
entretenido hasta altas horas de la noche, perdiéndome y
encontrándome entre “felgueras”, “pasciones”, tierras
a monte o a valle. El sombrero -en realidad un gorrito de lana que
recreaba el estilo parisino o norteamericano de los años
veinte- me llevó su tiempo intentar recordar en qué
posible cabeza de mujer lo había visto por última vez.
Bueno, para no faltar a la verdad, más bien lo dejé a
un lado de momento al sentir cierto temblor sentimental al volver a
tocarlo. En realidad sabía bien de quién era, aunque no
recordaba las circunstancias concretas por las que acabara en un
armario de la casa donde viví con mis padres durante mis
primeros años en Xixón.
Ahora que tengo ambos hallazgos, uno junto al otro, delante de mí, no puedo menos que elucubrar acerca de la distinta naturaleza de estas dos cosas. El libro muestra entre latosos formulismos notaliares sucesivas enumeraciones de realidades que fueron y que ya sólo son palabras; el sombrero es algo tangible de una realidad que fue tan cotidiana como ese sombrero y que hoy me siento incapaz de recordar con palabras. Nó sólo sirven para nombrar y recordar. También duelen. Y algunas nombran, recuerdan, duelen lo que olvidamos en frío y en falso, porque quisimos o dejamos que se perdiese y por eso aún, contra toda lógica, incluida la del paso del tiempo y la vida, acaso lo seguimos queriendo.
Ahora que tengo ambos hallazgos, uno junto al otro, delante de mí, no puedo menos que elucubrar acerca de la distinta naturaleza de estas dos cosas. El libro muestra entre latosos formulismos notaliares sucesivas enumeraciones de realidades que fueron y que ya sólo son palabras; el sombrero es algo tangible de una realidad que fue tan cotidiana como ese sombrero y que hoy me siento incapaz de recordar con palabras. Nó sólo sirven para nombrar y recordar. También duelen. Y algunas nombran, recuerdan, duelen lo que olvidamos en frío y en falso, porque quisimos o dejamos que se perdiese y por eso aún, contra toda lógica, incluida la del paso del tiempo y la vida, acaso lo seguimos queriendo.
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