quinta-feira, 11 de abril de 2013

ruinas

Del antiguo monasterio de Santa María de Belmonte o Lapedo, apenas quedan en pie unas cuantas piedras, el retablo de una de sus capillas en una braña de Tineo y, exenta del terreno que ocupó el cenobio, a una legua aproximada, por la carretera de Somiedo, también la fragua de mazo y fuelle de la ferrería, reconstruída y señalada con un cartel que la califica de romana (tal vez por el orígen técnico del ingenio). De sus dominios terrenales -que se extendían por buena parte del occidente de Asturias y el norte de León- sólo perduran las palabras con las que una vez fueron nombrados y escritos, en un montón de legajos custodiados en el Archivo de la Real Chancillería de Valladolid y el Histórico Nacional de Madrid, entre otros.

La Academia de la Llingua Asturiana publicó hace tiempo una muestra de esta documentación correspondiente al siglo XIII, en una edición a cargo de Margarita Fernández Mier, que prescinde de todo andamiaje crítico para ofrecer simplemente la lectura de los documentos seleccionados: donaciones, ventas, compras, etc. El lector hedónico agradece la desnudez de estos textos que se pueden disfrutar en calidad de series de enumeraciones de las diversas industrias que movían el mundo en esos días medievales, un mundo no tan lejano al que conocieron los campesinos asturianos del pasado siglo XX
y cuyas ruinas aún alientan en estas primeras décadas del XXI. 

Donde otros sólo ven estas industrias y las economías o avatares históricos en los que se contextualizan, el que lee por simple gusto y curiosidad, saltándose los reiterados formulismos y demás paja notarial, encuentra en las líneas provechosas fragmentos de una realidad que podría formar parte de una novela, no sé si del Ciclo Artúrico y la Materia de Bretaña o de unos versos que podría haber encoplado un trovador de Belmonte o Salas, contemporáneo y conocedor de la lírica galaico-portuguesa y provenzal. Para los actuales hablantes del idioma asturiano, a falta de una literatura medieval, ciertas líneas de estos legajos vienen a suplir la querencia por las formas escritas más antiguas de nuestra lengua.

Y así cuando leemos en estos documentos que una tal Marina Pelaiz “filla de donna Loba & de Pele pedriz del campo” vende al monasterio de Belmonte y a su abad don Froyla, toda su herencia al simbólico precio de tres “morabetinos” (maravedíes), a cambio de salvar su alma y las de “mia madre & de mio padre”, siendo su última voluntad que: “a mia morte si dientro portos morrer con pouco o con maes, uenir prender sepultura en Monesterio de belmonte”, nos sentimos dichosos de poder imaginar el romance de la vida de esa señora, cuya madre arrastraba el nombre de Loba y su padre Pele Pedriz del Campo y por qué encomienda a la piedad de la comunidad monástica el alma de ellos y la suya propia, ya muriese con mayor o peor fortuna dentro de los dominios de Santa María de Belmonte. O que otro tal Pedro Gonzaluiz entrega al monasterio por cincuenta “morabetinos” todas sus propiedades en un alfoz de la Pobla de Grado, así ennumeradas: “controzios ye una bona casa, terras lauradas ye por laurar, domado ye por domar, fontes, montes, arbores, Lantados, Prados, pascos, felgueras, Molneras, Rozas, Diuisas, con suas antradas ye con suas salidas, dentro ye fora a monte ye aualle”. Se habla en estos legajos también de tierras “dondas (suaves, fértiles) ye bravas”, de “iuguerías” (pastos cercados y cuadras) con todo el ganado que en ellos se halla: “dos bues & duas uacas & dolce ouellas & todas presseas de bues”. Y se rubrican con rotundas maldiciones, sustentadas tanto en el castigo divino como en la pena terrenal: “se alguno de mio linage o dotro estranno quisier esta uendicion que yo fago contrariar o corrimpier sea maldito & escomungado & peche auos oquien uostra uoz teuvier C morabetinos”.

Los escribanos que caligrafiaban estos documentos al dictado de los abades de Santa María de Belmonte nombraban en su precario romance asturiano cosas que eran tan reales y valiosas como los maravedíes (sus “morabetinos”) contantes y sonantes con los que enriquecían al cenobio los vendedores y donantes de los contornos a cambio de la salvación de sus almas y de la de los suyos o de un enterramiento digno en el suelo sagrado de la comunidad monástica. Los propios abades, codiciosos por seguir acrecentando el patrimonio del convento, no ignoraban que aquellas cosas, puestas negro sobre blanco, la palabra escrita, representaba la legitimidad y perdurabilidad de toda su riqueza. Aquellas palabras no las iba a llevar el viento.

El viento (todos los vendavales, las tormentas, los aguaceros, las nieves...la adversa climatología propia de estas tierras) y el tiempo no se llevaron las palabras perdurables, aunque sí, una tras otra, cada cosa que nombraban: fuentes, montes, tierras labradas y por labrar, cultivadas y por cultivar, ganados, aperos, molinos, viñas, castañales, pomaradas, con sus entradas y salidas, incluso el oro o la plata de los maravedíes se iba a ir corrompiendo y arruinando hasta quedar en nada o en lo que es lo mismo, a efectos materiales, en simple recuerdo.

Por una de esas inquietantes venturas del azar esta publicación de la Academia de la Llingua Asturiana del año 95 con documentación del antiguo monasterio de Santa María de Belmonte reapareció hoy -después de darla por perdida en alguna mudanza- junto a un objeto sin aparente relación con el libro, un sombrero de mujer. Dio con ellos Lorgia, la chica peruana que cuida de mi madre, al hacer limpieza en un armario del cuarto que ocupé hasta mediados de los noventa en la casa familiar de Xixón. Cuando esta tarde acudí a visitar a mi madre no sé cuál de estas cosas me sorprendió más volver a recuperar. Los documentos belmontinos me tuvieron entretenido hasta altas horas de la noche, perdiéndome y encontrándome entre “felgueras”, “pasciones”, tierras a monte o a valle. El sombrero -en realidad un gorrito de lana que recreaba el estilo parisino o norteamericano de los años veinte- me llevó su tiempo intentar recordar en qué posible cabeza de mujer lo había visto por última vez. Bueno, para no faltar a la verdad, más bien lo dejé a un lado de momento al sentir cierto temblor sentimental al volver a tocarlo. En realidad sabía bien de quién era, aunque no recordaba las circunstancias concretas por las que acabara en un armario de la casa donde viví con mis padres durante mis primeros años en Xixón.

Ahora que tengo ambos hallazgos, uno junto al otro, delante de mí, no puedo menos que elucubrar acerca de la distinta naturaleza de estas dos cosas. El libro muestra entre latosos formulismos notaliares sucesivas enumeraciones de realidades que fueron y que ya sólo son palabras; el sombrero es algo tangible de una realidad que fue tan cotidiana como ese sombrero y que hoy me siento incapaz de recordar con palabras. Nó sólo sirven para nombrar y recordar. También duelen. Y algunas nombran, recuerdan, duelen lo que olvidamos en frío y en falso, porque quisimos o dejamos que se perdiese y por eso aún, contra toda lógica, incluida la del paso del tiempo y la vida, acaso lo seguimos queriendo.

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