A
veces, cuando no está el tiempo del todo malo, subo con los
perros hasta la Casa de Rosario Acuña- en lo alto del
Rinconín- por el camino de carro que lleva hasta la playa de
Peñarrubia. Me gusta esa vista de la ciudad de Xixón al
fondo con una manada de vacas “roxas” paciendo en primer plano.
Hoy se me quedó mirando una novilla con unos ojos grandes y
claro, que parecían casi humanos (acaso los de una giganta
pacífica y obesa).
Me
acordé, claro, de Io, aquella ninfa hija del río Inaco,
de la que nos cuenta Ovidio en sus Metamorfosis que habiéndose
encaprichado de ella Júpiter, para cortarle el camino y
cercarla, hizo caer sobre la tierra una densa capa de niebla. Cuando
estaba a punto de tocarla, como en las comedias de enredo, apareció
su legítima Juno, que sabiendo de la afición de su
marido por el sexo rápidos con otras, raramente le quitaba el
ojo de encima y lo tenía amarrado en corto. Al Señor de
los Truenos y las Nubes, para disimular, no se le ocurrió otra
cosa que convertir a la pobre Io en vaca, una hermosa novilla blanca,
según la descripción de Ovidio.
Juno,
que conocía a su hombre más de lo que él,
seguramente, se imaginaba, celebró la buena estampa de la
novilla, con todo el cinismo del que fue capaz, y se la pidió
a Júpiter, como sólo algunas mujeres saben pedir las
cosas. La historia, bastante difundida, acaba en unos puntos
suspensivos para la ninfa convertida en vaca, tras habérsela
confiado su nueva dueña al leal Argos, el de los cien ojos. Y
que peor fue el final del guardián de Juno, decapitado y con
sus cien ojos cegados y luego esparcidos por la cola del pavo real.
No lo
refiere el autor de Las Metamorfosis, pero si los cien ojos alerta de
Argos acabaron ilustrando las colas de los pavos reales, parece
verosímil que los de la ninfa Io, dulces y serenos de tanto
reflejarse en el caudal de las fuentes y su padre Inaco, el río,
pudieran haber sido tramitidos en el ADN de generaciones y
generaciones de vacas hasta estas “roxas”, asturianas de los
valles, que hoy pacían, tranquilamente en las praderas del
Rinconín de Xixón, unas ignorando su fatídico
sino como madres de futuras terneras destinadas al consumo humano y
las más jóvenes, sin saber, como la Cordera de Clarín,
que más allá de estos pastos verdes y nutritivos de la
mariña xixonesa, les espera el gancho en un matadero comarcal.
Al
volver del paseo, aprovechando una tregua de este Abril, cruel como
no se recordaba, me fui con los perros a una terraza a leer los
periódicos. En las últimas planas del que tiene más
tirada en Asturias, me saltó a la vista una esquela con un
nombre que no me resultaba del todo desconocido. Aún tenía
reciente la memoria del divertido centón mitológico de
Ovidio y fue inevitable pensar en las muchas metamorfosis de aquel
tipo, cuyo fallecimiento se anunciaba en una considerable esquela de
La Nueva España, y en lo mucho que había llovido desde
que lo conociera en las ingenuas estepas de aquella juventud airada
de principios de los ochenta.
Como
falleció en Xixón y las líneas de la esquela
consignan a unos cuantos familiares y deudos del difunto, no creo que
pierda nada el recuerdo fugaz si le cambio levemente el nombre y digo
que se llamaba, no sé, por ejemplo Lautaro Garrido Yrigoyen.
Era argentino. Se presentó un día en el puesto de
difusión y venta de propaganda que ponía en los
mercados de los lunes en Sama y los sábados en La Felguera la
organización política -sumamente marginal- en la que
entonces militaba. Firmó no sé qué manifiesto
que allí teníamos expuesto a la solidaridad ajena, como
el resto del material gratuíto o venal de la causa y nos
compró un par de pegatinas, de las que no nos atrevíamos
a poner precio, por su deficiente calidad de impresión y que
dejábamos a la voluntad del donante. Ojeó brevemente
uno de nuestros panfletos y acto seguido nos transmitió toda
su solidaridad para el combate que libraba nuestra modesta
organización contra enemigos tan poderosos como el
capitalismo, el imperialismo, el centralismo y la indiferencia de los
mandamases autonómicos hacia nuestra lengua y cultura
asturianas.
Ese
mismo mediodía, en torno a un cuartillo de mistela, Lautaro
nos confesó que él también era un combatiente
contra los males del mundo capitalista, imperialista y centralista.
En su país había luchado en las filas armadas, no sé
si de los Montoneros o de los Tupamaros y por ello había
padecido torturas, prisión, luego el exilio. Lo acogimos en
nuestra célula revolucionaria como a un pariente de la propia
estirpe que volviera después de años de ausencia. Nos
contó que llevaba meses sin contacto con sus compañeros
del exilio y que se encontraba en una precaria situación
económica y vital. Ni siquiera tenía un techo donde
dormir cada noche. X. Y T., la única pareja emancipada de la
agrupación local del frente revolucionario en el que
militábamos le ofreció su propio hogar como cobijo. En
él se tiró el argentino casi dos años,
parasitando de la solidaridad de la pareja y de los demás
miembros de la organización le proporcionábamos. En
cierta ocasión nos propuso organizar un festival para recaudar
fondos destinados a sus compañeros exiliados en España
(con los que finalmente había logrado contactar, según
nos dijo) y lo organizamos con músicos y artistas de la zona
que se prestaron a colaborar de forma desinteresada: de la entradas
al festival y de la recaudación del bar en el que trabajamos
todos menos él, que se reservó, el papel de presentador
del evento y auxiliar de escenario, se sacaron unos miles de las
antiguas pesetas que él prometió trasladar a la red de
apoyo a sus compañeros en el exilio. Ese era el propósito
del viaje que emprendió al día siguiente,
supuestamente, hacia Madrid. Recuerdo que lo acompañamos hasta
Oviedo para despedirlo en la estación de los ALSAS y los
abrazos efusivos en los que se fundió con cada uno de
nosotros. Fue la última vez que le volvimos a ver el pelo, que
lo traía largo y desgreñado, aparentando una impronta
aindiada, que casaba difícilmente con sus ojos azules y su
bigotillo rubio, no sé si de sus ancestros vascos o
asturianos.
Fue la
última vez que lo vimos los incautos militantes de aquella
organización minoritaria de la que sólo nos acordamos
los trenta y tantos que pertenecimos a ella. Yo sí volví
a verle el pelo, al menos, en dos ocasiones más. La primera,
apenas unos diez años después de su viaje sin retorno a
Madrid. Fue en el País Vasco, en Bermeo, en un concierto del
inolvidable Míkel Laboa al que asistía yo con un amigo
de La Cuenca, aprovechando por aquellas tierras unas breves
vacaciones, entre lúdicas y revolucionarias. Lo reconocí
de inmediato al ver a aquel tipo melenudo y con txapela que pasaba,
como otra media docena de voluntarios, entre el público una
bolsa de basura en la que la mayoría de la gente echaba
monedas o billetes para los presos etarras. Pasó a mi lado y
le miré a los ojos, pero no quiso o no fue capaz de devolverme
la mirada. Yo tampoco le dirigí la palabra. Me limité a
sonreir internamente recordando aquella tarde en los Alsas de Oviedo
en la que nos abrazó tan efusivo y sonriente, alzando el puño
en el pescante del autobús, seguro que pensando: “¡Aquí
me lo llevo todo, inocentes!”. La posibilidad de que una parte del
dinero recogido en la bolsa de basura que ofrecía a la
voluntad de la gente terminara en sus bolsillos o en la barra de un
bar, diluido en txiquitos o zuritos, o en una casa de putas, también
consiguió transformar mi lejano rencor en un guiño
interno de simpatía.
Tantos
años después me encontré a Lautaro no hace un
mes en un cruce del centro de Xixón. En mi trallado utilitario
Hyundai intentaba respetar un paso de peatones con una decrépita
anciana en muletas cruzándolo cuando vi en el espejo
retrovisor el reflejo de unas luces largas y mis oídos,
estuvieron a punto de quedarse sordos con el pitido que me dedicaba
el coche de atrás, un potente BMW de los de la gama más
alta de la marca alemana. Como es natural, ignoré al fantasmón
que lo conducía e incluso me permití demorarme unos
pocos segundos, atusándome la perilla, mientras la anciana ya
hacía rato que transitaba por la cera del otro lado de la
calzada. Entonces el BMW aceleró bruscamente y con la misma
agresividá se colocó a mi lado. El conductor bajó
la ventanilla del copiloto y con inequívoco acento argentino
me llamó con toda la potencia de su voz un poco aflautada
“cachivache de mierda”.
-
¡Tengo prisa! ¿Sabés lo que es eso? -siguió
gritando aquella voz meliflua e irritante- ¡Cada segundo que
pierdo, pierdo plata! ¡Pero vós que sabés de eso!
Lo
miré atravesado, como se mira a alguien que estás a
punto de cortar en dos con una rotunda espada del calibre de
Excalibur. En ese momento reconocí aquel bigotillo rubio, las
greñas que habían quedado reducidas a un sutil pelambre
engominado hasta las sienes de una estudiada calvicie, el rictus
autosuficiente que solía componer cuando refería sus
graves padecimientos en manos de los militares del general Videla.
Repasé con el rabillo del ojo -cada vez más encendido-
el lustroso chapado de su BMW. “¡Has llegado lejos, Lautaro
-exclamó una voz interior-, ya eres el que siempre quisiste
ser! ¡Te felicito!”. Mi brazo, diconforme con la voz interna,
se limitó a despedirlo con una peineta.
Ahora
no me arrepiento de aquella brusca despedida pero me siento un poco a
disgusto. Miro y remiro la esquela, me vienen otra vez las
Metamorfosis de Ovidio, la estampa de esa novilla, pacífica y
dulce del Rinconín, que había heredado en sus genes la
mirada preciosa de la ninfa Io. Y lo que aquella lucida ternera me
sugería: hoy estamos aquí y mañana en el
matadero. Creo que me gustaría disculparme, ahora que ya no
puedo, con Lautaro. Ahora sé por qué tenía tanta
prisa la última vez que nos encontramos.
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