sábado, 29 de setembro de 2012

Despedida

Era un buen amigo, aunque nunca nos tuteamos. Lo fue durante muchos años de mi padre José Luis y de mi madre Conchita. La última vez que nos vimos fue en el entierro de mi padre, apretó mi mano conmovido, sin decir nada. 

Después de esa ocasión hablamos alguna vez por teléfono. La última noticia suya que me llegó fue la publicación de "La vida por la letra", unas emocionantes memorias de lector pulcramente editadas por la mano de Helios Pandiella. Este hermoso libro y un volúmen publicado unos años antes, en 1984: "La balada del Nalón", constituyen toda la obra literaria editada por un escritor que hasta bien pasados los setenta años no tuvo ninguna prisa ni el menor interés por destinar a la imprenta algo que pudiera ser un libro firmado con su nombre. Tal vez sean pocos los lectores a quienes, como a don Eugenio Torrecilla, pudiera aplicarse con justicia ese elogio de la bienhumorada falsa modestia de Borges: "que otros se jacten de las páginas que han escrito, yo me enorgullezco de las que he leído".  

Esa era la principal dedicación y pasión de nuestro amigo, la de lector. En esa categoría pertenecía a la de los lectores generosos, esos que no se conforman con disfrutar individualmente con el placer de lo leído y sienten la necesidad de compartirlo con otros cómplices. Don Eugenio, tan atento y profundo disfrutador de las grandes obras de la literatura europea del XIX, como ávido escudriñador de los suplementos culturales de la prensa actual, confesaba su admiración y cercanía por aquellos críticos de novedades que profesaban en esa condición de lectores generosos (en su sentido más estricto) e invitaban en sus reseñas a conocer la obra de cualquier autor desconocido que merecía la pena en lugar de elogiar al venerable de turno de tal casa editorial o apuñalar al de la casa de la competencia. 

Tal como narra en "La vida por la letra" su infancia transcurrió entre los pocos libros de la casa familiar, pocos pero no tan pobres como para que entre ellos no estuviese una vieja edición de la Iliada que un cura rural le había regalado a su padre -por algo así como una apuesta-, ingeniero de minas en un pueblo de la montaña de León y en la que él descubrió una puerta abierta a un mundo tan maravilloso como el de las viejas historias de la imaginación oral y el de los sueños. En la modesta biblioteca del casino local de aquel pueblo siguió abriendo una puerta tras otra con la misma emoción del buscador de tesoros y detrás de cada puerta, incluso en las que albergaban historias vulgares y sueños plúmbeos, fue descifrando los perfiles de una patria más grande y libre que aquella de la que les hablaba en una escuela de pueblo un maestro, pobre y triste, entre rezos e himnos: una patria tan extensa y varia como el mundo y tan confortable e íntima como un hogar. Esa fue la patria de don Eugenio, como la del Quijote: la patria de los libros.

En los años cincuenta, tras cursar la carrera de Medicina en Salamanca, doctorarse y ejercer destinos en varias poblaciones de Castilla y León, consigue fijar su plaza como pediatra en Sama. Allí se va a encontrar con unos cuantos cómplices que también se sienten de la patria de los libros antes que de cualquier otra: el librero Belarmino Fernández, la farmacéutica Marisa Escandón, el psiquiatra y dramaturgo Soto Torres, su colega y también psiquiatra, el escritor José Luis Mediavilla, mi padre, José Luis Marín... Con ellos comienza a reunirse en una tertulia, que desde entonces y durante más de medio siglo, iba a congregar en torno a Torrecilla a sucesivas generaciones de jóvenes y no tan jóvenes cómplices de afines sensibilidades literarias.

De la tertulia que don Eugenio cultivaba a finales de los años setenta iba a surgir la revista "Arlequín", coordinada por el poeta Alberto Vega y el diseñador gráfico Helios Pandiella. En ella aparecen los nombres de esos tertulianos que con el tiempo irían cada uno trazando su propio camino literario: el propio Alberto Vega, Alberto Piquero, Ricardo Labra, Francisco J. Lauriño, Marcelino Suárez Ardura, Noelí Puente, Miguel Munárriz...

Nos vimos la última vez a la puerta de la iglesia de Sama, despidiendo a mi padre. En esa misma iglesia, me cuenta mi hermana, lo despidieron este sábado unos cuantos pocos de los que le estimaban: sus amigos de la tertulia (a la que por primera vez en más de cincuenta años, excusó su asistencia telefoneando a Ricardo Labra, el último jueves), otros amigos de anteriores promociones tertulianas, algunos colegas de profesión, don Ceferino Sanfrechoso (memoria viva de Sama, hombre ilustrado y bueno, orgulloso de la estirpe de los Infanzones de Llangreo), Javier, conserje del Casino La Montera, un par de supuestas parientes venidas de no sé sabe dónde y media docena de beatas que van a todos los funerales. Ningún político local: en mi pueblo es así, cambian los puestos unos por otros, los que llegan ni siquiera se ven en la obligación de recordar que don Eugenio Torrecilla donó hace unos años su biblioteca personal, un auténtico tesoro, el único que se permitió, a las bibliotecas públicas de Llangreo y así consta en una bonita placa que colocaron en su presencia con gran despliegue de flashes en la Casa de Cultura Escuelas Dorado de Sama...Mejor así. A don Eugenio nunca le gustaron esos políticos de pueblo que sólo hacen buenos gestos ante los flashes...

Uno se queda con esas cuatro líneas precisas con las que retrató la estampa y el alma de don Eugenio el artista Helios Pandiella para su libro "La balada del Nalón". Mi buen amigo, que nunca permitió que nos tuteásemos, el buen amigo de mi familia, es ese señor de rasgos delicados y perfil irónico que reposa sus gafas sobre un libro. Elegante, discreto, solitario sólo hasta donde comenzaba la prudente complicidad de los verdaderos amigos. 

Cuando yo tenía catorce años tuve la osadía de entregarle unos versos demenciales que había escrito. No me dijo una palabra sobre ellos -era así de prudente y discreto-, me invitó a ir a su casa y allí me hizo leer en alto una versión en español del poema "El albatros" de Baudelaire. Luego me prestó ese volúmen y otro que contenía "Una temporada en el infierno" de Rimbaud, los dos en ediciones argentinas que le había enviado, como tantos volúmenes de su biblioteca, una prima suya desde Buenos Aires (a la que llegué a conocer años después, buena lectora, muy izquierdista y con la que discutía apasionadamente por su admirado Borges, ante lo que ella le respondía cerril, una y otra vez: "¡De Borgés, no me hablés!"). 

Me quedo con ese recuerdo de don Eugenio. No es corriente que a los catorce años alguien te preste los versos de Baudelaire y las prosas alucinadas de Rimbaud con el propósito de averiguar hasta dónde puede llegar la posible vocación literaria de un guaje, por mucho que aprecie a tus padres. 

Sus amigos de la tertulia -me cuenta mi hermana- cubrieron el féretro del doctor Torrecilla con el título de su libro: "La vida por la letra". Si uno tuviera el inmerecido privilegio de trazar su epitafio, resumir lo que fue la vida de nuestro amigo en cuatro o cinco palabras, sería incapaz de cualquier originalidad. Diria lo que se puede decir de tantos y a la vez de tan pocos: "Le gustaba leer, pasear, viajar, conversar con los amigos".

2 comentários:

  1. Un hermoso y emocionante homenaje en la despedida de un hombre ejemplar.

    JLGM

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  2. Suscribo el epitafio, y el homenaje entero, porque describes muy bien a quien tanto quisimos en los libros. También yo tuve el privilegio de asistir, algunos sábados por la tarde, con quince o dieciséis años, a sus "lecciones" literarias en su casa de los "Siete Pisos" en Sama, donde me descubrió, no a Baudelaire (tal vez él recomendaba los libros a sus jóvenes amigos adaptándose a lo que veía en nosotros, individualmente, y no siguiendo un patrón general, lo que dice mucho y bueno de su perspicacia y generosidad), sino a Borges, a Dostoievski, a Palacio Valdés, de quienes(y de otros muchos) también me prestó libros, los primeros que leí de esos autores (excepto los de Palacio Valdés, de quien era fervoroso lector mi padre, y ya tenía algunos en casa). Descanse en paz el buen doctor (fue mi pediatra) y lector; últimamente le veía poco. Mis contactos más amplios y constantes con él no fueron solamente aquellos de los sábados en su casa, sino, poco después, en la tertulia literaria langreana cuando se celebraba en la casa de la cultura 'Jerónimo González' de Sama, entre 1979 y 1982. Pero, más allá de la mera presencia personal (ver la silueta menuda e inconfundible de Torrecilla en la calle Dorado o en la plaza de la Iglesia, infundían tranquilidad y templanza), nos queda el recuerdo de un tipo original y distinto, y a quien tanto debemos, para ser como somos, y para habernos convertido, también, en lectores que habitan la patria de los libros. Sí, Pablo, recurriendo al tópico: vivirá en nuestros corazones; vaya que sí (y en nuestros anaqueles).

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