Al otro lado de estos muros estuvo la sinagoga en la que los judíos de Ribadavia escucharon la voz de La Torá durante varias generaciones. Tras la expulsión decretada por los Reyes Católicos en 1492, las principales familias gentiles ribadavienses hicieron grabar los escudos de sus armas en el frontispicio del tempo hebreo. Era su manera de celebrar la imposición de la cruz sobre la estrella de David, o lo que representaba en su caso: la purga en la cúspide de la vida económica y social de la próspera villa ourensana de sus competidores hebreos.
Semejantes celebraciones e idéntico recocijo experimentaron en tantos otros lugares de los reinos de Isabel y Fernando los principales señores cristianos, laicos y eclesíasticos, con la expulsión de aquellos judíos, especialmente de los más prósperos, que tan molestos debían de resultarles para su modo de vida, basado en el dolce fer niente y en los tributos: rentas, foros y diezmos, que estaban obligados a rendirles los campesinos de sus tierras. Esta era la riqueza y el poderío que les gustaba exhibir ante sus pares o ante sus propios señores, los reyes. No podían tolerar que hubiera otros más ricos o poderosos que ellos y que lo fueran no por cuna u órdenes canónicas, más como resultado del ejercicio de oficios tan innobles como las finanzas, la artesanía, el comercio, así como otros, que ejercidos por manos no cristianas, resultaban igualmente dudosos en las profesiones liberales: médicos, boticarios, abogados, arquitectos...
De burradas como la expulsión de los judíos y los moriscos se ha forjado la historia de las Españas, de estos territorios a los que las sucesivas dinastías de Austrias y Borbones forzaron a reagrupar bajo las artificiosas formas de una unidad cada vez más centralista y la obligatoria singularidad de un solo reino: el de España.
El centralismo que construyó grandes naciones modernas como Francia, por poner al estado vecino como ejemplo, "en un viejo país ineficiente" (como bien lo describió el poeta Gil de Biedma) como España sólo sirvió para que las desigualdades territoriales aumentaran, el poder se encastillara en una administración tan sobrecargada de funcionarios como inepta para resolver los asuntos más esenciales y se asentaran formas de jerarquía social tan catastróficas como el caciquismo del siglo XIX y buena parte del XX.
El proyecto de España como nación siempre se ha querido sustentar sobre los principios de máxima autoridad y mínimas libertades, por un lado y por el otro en la negación de la singularidad y la diversidad religiosa, ideológica, cultural, lingüística, etc., como garantía de ese poder autoritario. La luz liberal e ilustrada de las Cortes de Cádiz prontó fue aplastada por el absolutismo de Fernando VII y los sucesivos intentos de reformismo político progresista posteriores, entre ellos la llamada "Gloriosa" del 68 y la I República de Pi y Maragall, siguieron idéntico camino, a veces de manera más sutil y aprovechando los movimientos reaccionarios más radicales, como el carlismo (que también escondía un importante descontento de las clases populares, del campesinado especialmente...), en su propio beneficio para subrayar el supuesto carácter liberal de los gobiernos de la Regencia o la Restauración. La II República , aunque hayan pasado ochenta años desde su proclamación, está aún lo suficientemente fresca en nuestra memoria para recordar cómo acabó.
Franco hizo suyos el yugo y las flechas que la Falange de José Antonio había rescatado del emblema de los Reyes Católicos. Los enemigos del nuevo régimen dictatorial, que se intitulaba Reino (sin monarca en el trono, aunque sí, posteriormente con príncipe heredero), los resumía el dictador en sus múltiples arengas como los nuevos jinetes del Apocalipis que perseguía el fin y la ruina de la nación española: judíos, masones, rojos y separatistas.
Algo de todas estas burradas y atrocidades que relacionan la política de los Reyes Católicos con los borbones absolutistas y con Franco, parece que se ha transmitido a los genes ideológicos de una parte de los actuales ciudadanos de las Españas o tal vez sólo a los más visibles, esos que parecen especialmente celosos de ejercer (al servicio de sus poderosas empresas mediáticas de mercado principalmente "nacional", vale por decir centralista, o al servicio de su peculiar concepto del patriotismo) de una especie de Manolos del Bombo de la unidad de España. Las cosas que se oyen o se leen últimamente referidas a las aspiraciones independentistas de una considerable mayoría de la sociedad catalana, y no sólo en los medios más reaccionarios y cerriles del estado, parecen labradas con la misma prepotencia pétrea que esos escudos de los cristianos principales de la Ribadavia de 1492 sobre la puerta de la antigua sinagoga de sus vecinos hebreos.
De los catalanes se repiten los mismos improperios que en otras épocas se dedicaron a los judíos: amigos del dinero, roñosos, usureros, envidiosos, aprovechados, demasiado "suyos"... Y que, sin ir tan lejos, aquí mismo en el país, padecieron también durante siglos, comunidades como la de los vaqueiros, a los que se les acusaba de otro tanto para segregarlos de los buenos vecinos cristianos (los que preferían vivir miserablemente sólo por no tomarse el trabajo de seguir el ejemplo de los vaqueiros, que a fuerza de tesón, esfuerzo y sentido práctico, conseguían rentabilizar al menos una parte de lo invertido en labores y perras y aprovecharlo para mejorar sus condiciones de vida y las de los suyos).
A algunos beneficiarios o administradores de fortunas conseguidas a base de especulaciones y corruptelas durante varias generaciones y otros tantos gobiernos, les molesta que haya un territorio en las Españas donde se estimula -con la misma devoción que la propia lengua y la propia identidad nacional- una cultura económica bien distinta, basada en la diversificación productiva, el ahorro, el esfuerzo continuado, la receptividad a las nuevas ideas,...El gran escritor y observador de la realidad del mundo Josep Pla decía: "En Cataluña quien tiene una idea, tiene una fortuna asegurada". La prudencia, la moderación, la capacidad para el diálogo y la negociación, la valoración de lo propio tanto como de lo ajeno, son virtudes que han caracterizado la mentalidad catalana tanto en el terreno comercial-empresarial, como en el político.
Hay palabras que parecen arrastrar un tufu de maldición a pesar de su proximidad etimológica o semántica con otras. Es el caso de la palabra negocio. Un demagogo de la izquierda más revenida podría decir que la palabra "negocio" es conservadora y su pariente "negociación", progresista. Todavía debe haber gente así que niega estas cosas y que miran mal a uno si recuerda que sin negocio y sin negociación dificilmente habríamos evolucionado los seres humanos hacia el progreso y la igualdad social. Asunto distinto es resolver que el negocio sea bueno para todos o sólo para unos pocos. Por sí solo el negocio nunca puede ser malo si sus beneficios se reparten equitativamente, etc. Bien, pues el sentido común y la sensatez, tan fundamentales para hacer que prospere cualquier negocio y cualquier negociación, parecen ser los motores que han encendido el cada vez más notorio sentimiento independentista de Cataluña. La aportación económica de esta comunidad al conjunto del estado es superior a lo que ella recibe de éste y así no hay negocio posible. ¿Qué cuenta les trae a los catalanes seguir perteneciendo a un estado que les esquilma y con el que poca negociación cabe mientras niegue esta realidad y pretenda arrastrar a Cataluña en la misma política sin rumbo, de palos de ciego, únicamente preocupada en que cuadren los imposibles números de una deuda cada vez mayor, por muchas ingenierías financieras que intenten, y una sociedad cada vez más perjudicada y empobrecida por los ajustes del Gobierno? Es lógico que una buena parte de los ciudadanos de Cataluña piensen que lo único sensato es seguir su propio camino, el de un país que sería más próspero y con más oportunidades para todos, en lugar de ese en el que les quieren condenar a ser dentro de ese banco sin crédito ni credibilidad llamado España.
Y es triste, en este paisín que llamamos Asturies, por llamarlo de alguna manera, entrar en un chigre y escuchar a todos los babayos de la tierra unidos echando pestes de Cataluña y los catalanes. Deben de ser los mismos que votaron a la UPD de Rosa Díez o que votan a los otros partidos del sistema español con idénticos prejuicios hacia Cataluña o hacia el País Vasco. No se les ocurre pensar que la causa de sus infelicidades económicas y sociales tal vez no esté en Barcelona o en Bilbao, que el Madrid de su admirada Esperanza Aguirre -a la que también estos babayos profesan hermana simpatía a la que sienten por la Dïez, sobre todo cuando dice alguna pública barbaridad- en la Sierra de Guadarrama y en las calles del entorno de la de Salamanca está lleno de manguanes y especuladores, podres de perres gracias a sus adineradas estirpes enriquecidas por la la ley del mínimo esfuerzo: la corruptela, los pelotazos, el atraco y la estafa de guante blanco...Esos señoritos no soltarían un duro en tierra de paletos como no fuese para que los nativos les divirtieran bailando una jota o un xiringüelu y así poder reirse con gusto de ellos, de todos esos que aunque intenten disimularlo, se les nota a leguas el acento pueblerino y su tafu a cabras, a vacas, a ovejas o a ajo arriero.
Vamos, que si uno estuviese en situación, si lo estuviese esta tierra de praos improductivos, cuchu sin destino, fabaes con fabes de la Granja importadas del estado de Chiapas, México, gente babaya que vota a Rosa Díez o a sus imitadores de aquí de los partidos del sistema, si se estuviese en otras, envidiables circunstancias, ante esta España en donde nos pretenden centrifugar a todos los probinos de las Españas en la más absoluta miseria, a voz en grito se sumaba uno al clamor que inició hace más de un siglo don Joan Maragall desde Cataluña: Adeu Espanya...y mucha suerte, que nosotros seguiremos nuestro propio camino...
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