Lo vimos poner
una vela a la Virgen del Carmen en la fuente que lleva su nombre, bajo las
rocas del monasterio de Santiaguiño do Monte. Luego, el hombre de manos grandes
y desfiguradas, se instaló en una de las mesas de la terraza en la que
prolongábamos la tarde entre tazas de café. Se quedó allí un buen rato,
fumando, sin consumir nada, la mirada azul perdida en algún punto de las aguas
del Sar.
“¿Dé dónde son
ustedes? ¿De Gijón? En Gijón peleé yo contra un campeón cubano de Pesos
Pesados. Me tumbó en el segundo asalto con un derechazo tremendo, rápido como
un torpedo. Ni lo vi venir. Caí al suelo redondo. Allí escuché al árbitro
comenzar a contar…uno, dos, tres… Me levanté como pude y seguí peleando,
prácticamente a ciegas, la sangre me empaba los ojos. Mantuve las distancias
jugando con las piernas hasta que sonó la campana. En el taburete el chorro
frío de un botijo me ayudó a despejarme. Sonó de nuevo la campana y salí como
una fiera. Tres asaltos después fui yo el que dejó KO al cubano. Y miren que yo
peleaba en la categoría de Semipesados. Llegué a ser campeón de Galicia y más
tarde campeón de España. Si buscan por Internet pueden ver incluso alguna
fotografía de cómo era yo entonces…. Ni sombra de lo que soy.
De aquella
recorrí España entera y buena parte de América peleando. Claro que conozco
Gijón y Ribadesella, Mieres, Cangas del Narcea. Cuando me retiré volví a
recorrer España, en esta ocasión por motivos de trabajo. ¿Qué a qué me
dedicaba? Cobro de morosos. Gestionaba cobros de morosos…Gané mucho dinero y
también lo gasté. Nunca tuve que levantarle la mano a nadie, gracias a Dios.
Tampoco en este oficio perdí ningún combate. Bueno, miento, en treinta años
dedicados al cobro de morosos, tuve un caso en el que tuve que devolverle la
factura impagada a mi cliente, sin posibilidad alguna de recuperar el dinero
que le debían. Y fue porque se me adelantaron. Hubo alguien que llegó primero
que yo a visitar al moroso…”.
El hombre de
las manos grandes y desfiguradas saludó con un gesto mecánico a un conocido que
pasaba frente a la terraza del café. Intentó encender sin éxito la colilla de
su cigarro y lo dejó por imposible, apagado en la comisura de los labios.
“Fue en Palma
de Mallorca. Lo recuerdo perfectamente porque fue el día en el que intentaron
atentar contra el Rey en su yate. Hubo un despliegue de policía, guardia civil,
hasta militares tremendo. Estaba la isla entera copada como en un estado de
Sitio. Yo viajaba en un coche alquilado por una carretera local hacia una zona
residencial de las afueras de Palma, que era donde vivía el moroso. La policía
me paró hasta tres veces en menos de una hora. Cuando llegué al chalet del
señor al que iba a visitar (un empresario muy conocido de la isla, que presumía
él mismo de ser amigo del Rey y de acompañarle en sus saraos en el yate
Fortuna) me encontré con una mujer alta, muy elegante y muy guapa, vestida toda
de negro con traje de ejecutiva y unos zapatos de tacón que daba vértigo
mirarlos. Salía de la vivienda del moroso y al pasar junto a mí sonrió de una
manera muy extraña, mirándome por el rabillo del ojo. Llevaba en la mano un
maletín parecido al que yo usaba en mis gestiones de cobro. Se subió a un
Ferrari impresionante que hacía juego con el color de su traje y de su pelo y
arrancó a toda velocidad, haciendo chirriar los neumáticos sobre el asfalto,
como en las películas.
Llamé al
timbre del chaletl y me abrió una criada, filipina o china o peruana, qué sé yo,
temblorosa y con los ojos llenos de lágrimas. Pregunté por el señor de la casa.
Otra voz de mujer respondió desde el interior de la vivienda con otra pregunta:
“¿Es usted de la Funeraria?”. Era una señora muy bien parecida, entrada en años
aunque muy bien llevados, tenía la mirada fría y la voz de un témpano de hielo.
“Vengo a cobrar un impago del señor X.”, dije, mostrándole mi tarjeta de
visita. La criada filipina o china o lo que fuera, rompió a llorar a lágrima
viva. “Me temo que llega usted tarde, caballero –respondió la que parecía la
dueña de la casa-, el señor X., acaba de fallecer. Yo soy su vecina. Hace menos
de media hora me vino a buscar esta chica, para decirme que el señor se
encontraba muy enfermo. Cuando llegamos ya no había nada que hacer. Debió de
sufrir un infarto.”.
Me quedé de
piedra, oigan. No me había pasado algo parecido en la vida. El chaparrón me lo
llevé, sin embargo, acto seguido, al conocer por boca de la vecina que el
moroso vivía solo desde que enviudara de su segunda mujer y que no tenía hijos
ni otra familia que un par de perros, como ese de ustedes, dos grifones, que
formaban junto a la criada filipina su única compañía en aquella casa. “¿Y la
mujer que salió del chalet hace un momento y con la que me crucé mientras
aparcaba el coche, quién era, su secretaria, su socia?”, pregunté, agarrándome
al último clavo ardiendo antes de dar la deuda por definitivamente impagada. La
vecina y la criada del señor X. se miraron con asombro: “¿Qué mujer? Desde que
llegamos al chalet hasta que llamó usted al timbre aquí no entró ni salió
nadie…”.
El hombre de
las manos grandes y desfiguradas, saludó a otro conocido que pasaba con el
mismo gesto mecánico. Intentó de nuevo encender la colilla apagada del cigarro.
“Se dice que
los gallegos creemos en ciertas cosas en las que no todo el mundo
cree…Tonterías…Yo nunca creí en nada que no fuese capaz de comprobar por mí
mismo…Y aún así me engañaron más de una vez, la última en ese asunto del que
sin duda habrán oído ustedes hablar, el de las preferentes…Me engañó un hombre
en el que confiaba como un “parvo”, porque nos criamos juntos los dos en A
Matanza, junto a la casa de Rosalía ¿no sé si saben? Él estudió, yo no tuve
ocasión. Llegó a director de un banco y me convenció para que pusiese todos mis
ahorros en una de esas malditas preferentes, lo perdí todo. Me engañó como a un
chino…Pero….Bueno, a ustedes que les importa…Les estaba contando de aquel caso
que me pasó en Mallorca. Ya les digo que yo no creo más que en las cosas
comprobables y en las que se pueden explicar…Pues yo les juro, por esa Virgen
del Carmen que tienen ustedes ahí, la de la fuente, que si no creo en ella,
creo en mi madre que en paz descanse y en que la consolaba mucho creer en esa
imagen, porque se llamaba Carmen, como ella y como ella fue madre sufridora,
bueno, pues yo les juro que aquella mujer tan elegante y tan guapa, vestida
toda de negro, con la que me crucé al llegar frente al chalet del señor X. era
tan real como ustedes que están aquí tomándose un cafetito con su perro y sus
cámaras de fotos…Yo la vi salir de la casa…con sus taconcitos y su maletín y
¡cómo se sonrió y me miró la señorita!...¿Que por qué lo negó la vecina? ¡Vaya
usted a saber! Sus razones tendría, pienso yo. Porque de otra manera ¿qué
explicación le darían ustedes? ¿Me entienden?”.
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